I.
Acababa noviembre cuando te encontré. El cielo
estaba azul y los árboles muy verdes. Yo había dormitado largamente, cansada de
esperarte, creyendo que no llegarías jamás. Decía a todos: mirad mi pecho,
¿veis?, mi corazón está lívido, muerto, rígido. Y hoy, digo: mirad mi pecho: mi
corazón está rojo, jugoso, maravillado.
III.
Esta madrugada, mientras reposaba, has pasado por
mi casa. Con el paso lento y el aliento corto, para no despertarme, te
deslizaste a la vera de mi balcón. Yo dormía, pero te vi en sueños pasar
silencioso: estabas muy pálido y tus ojos me miraban tristemente, como la
última vez que te vi. Cuando desperté nubes blancas corrían detrás de ti para
alcanzarte.
VI.
Por sobre todas las cosas amo tu alma. A través del
velo de tu carne la veo brillar en la obscuridad: me envuelve, me transforma,
me satura, me hechiza. Entonces hablo para sentir que existo, porque si no
hablara mi lengua se paralizaría, mi corazón dejaría de latir, toda yo me
secaría deslumbrada.
VII.
Cada vez que te dejo retengo en mis ojos el
resplandor de tu última mirada. Y, entonces, corro a encerrarme, apago las
luces, evito todo ruido para que nada me robe un átomo de la substancia etérea
de tu mirada, su infinita dulzura, su límpida timidez, su fino arrobamiento. Toda
la noche, con la yema rosada de los dedos, acaricio los ojos que te miraron.
X.
Cuando recibí tus primeras palabras de amor, había
en mi cuarto mucha claridad. Me precipité sobre las puertas y las cerré. Yo era
sagrada, sagrada. Nada, nadie, ni la luz, debía tocarme.
XIV.
Estás circulando por mis venas. Yo te siento
deslizar pausadamente. Apoyo los dedos en las arterias de las sienes, del
cuello, de los puños, para palparte.
XVI.
Te hablé también alguna vez, en mis cartas, de mi
mano desprendida de mi cuerpo y volando en la noche a través de la ciudad para
hallarte. Si estabas cenando en tu casa, ¿no reparaste en la gran mariposa que,
insistente, te circuía ante la mirada tranquila de tus familiares?
XXIII.
Miro el rostro de las demás mujeres con orgullo y
el de los demás hombres con indiferencia. Me alejo de ellos acariciando mi
sueño. En mi sueño tus ojos danzan lánguidamente al compás de una embriagadora
música de primavera.
XXVIII.
Parece por momentos que mi cuarto estuviera
poblado de espíritus, pues en la oscuridad oigo suspiros misteriosos y alientos
distintos que cambian de posición a cada instante. ¿Los has mandado tú? ¿Eres
tú mismo que te multiplicas invisible a mi alrededor?
XL.
He hecho como los insectos. He tomado tu color y
estoy viviendo sobre tu corteza, invisible, inmóvil, miedosa de ser reconocida.
XLIX.
Pienso si lo que estoy viviendo no es un sueño. Pienso
si no me despertaré dentro de un instante. Pienso si no seré arrojada a la vida
como antes de quererte. Pienso si no me obligarás a vagar de nuevo, de alma en
alma, sin encontrarte.
LIII.
Por veces te propuse viajes absurdos. —Vámonos, te
dije, a donde estemos solos, el clima sea suave y buenos los hombres. Te veré
al despertarme y desayunaremos juntos. Luego nos iremos descalzos a buscar
piedras curiosas y flores sin perfume. Durante la siesta, tendida en mi hamaca
bajo las ramas —huesos negros y ásperos de los árboles adulzurados por la
piedad blanda de las hojas— me dormiré para soñarte. Cuando despierte, más
cerca aún que en el sueño, te hallaré a mi lado. Y de noche me dejarás en la
puerta de mi alcoba.
en Poemas de amor, 1926
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