lunes, marzo 24, 2014

"Leer a Kafka", de Enrique Lihn





Leer a Kafka es someterse a una de las experiencias más extraordinarias, por su intensidad y por su complejidad, que nos pueda proporcionar la literatura moderna; y no porque se trate de un autor que se haya propuesto envolver la realidad en el misterio, mistificándola, sino justamente porque penetra en ella tan profundamente, de tal modo que “hay pocos escritores –escribe Georg Lukács– que hayan podido plasmar con tanta fuerza como él, la originalidad y la elementabilidad de la concepción y representación de este mundo, y el asombro ante lo que jamás ha sido todavía”.

La sinceridad es de todas las cualidades kafkianas la que, paradójicamente, se relaciona más estrechamente con la dificultad que debe vencer el lector para familiarizarse con el carácter difícil, “anormal” del genial escritor, pero los especialistas de la misma tampoco se han distinguido siempre –como lo ha puesto de relieve Roger Garaudy en De un realismo sin riberas, colección Arte y Sociedad, UNEAC– por la corrección de sus interpretaciones de aquélla, en general unilaterales. Un amigo personal de Kafka, Max Brodt, pudo equivocarse –Ernst Fischer insiste en ello–, al presentar erróneamente el mundo de Kafka “como una especie de cábala, un registro misterioso de experiencia e iluminación religiosas”. Ha sido necesario comprender que el judaísmo de Kafka nada tiene que ver con la religión judía o con la fe en un sistema cualquiera de creencias, y que es justamente “la búsqueda de una verdad que no se encuentra en ninguna parte” –la de la ley en El proceso– la que movió a Kafka a asumir, como él mismo lo dice, la negatividad de su época a la que no se sentía con derecho a combatir pero a la que representó poniendo en evidencia su decrepitud. “Con el mundo, contra el mundo, por el mundo”, así entendió su misión de escritor. “Kafka –explica Garaudy– se agota en una interminable lucha contra la alienación dentro de la alienación misma”; por la ley dentro de un mundo absurdo que en El proceso aparece regido por un tribunal que ignora la ley; por la humanidad dentro de un mundo deshumanizado como al que Kafka le tocó vivir, en que “el capitalismo es un estado del mundo y un estado del alma”. Un mundo en que “un solo verdugo puede reemplazar a todo el tribunal” como ocurrió en la Alemania nazi de la que, como se ha repetido, Kafka presentó una imagen anticipada en su obra.

El lector cubano de El proceso dispone de varios de los textos esclarecedores con que la crítica literaria marxista ha situado, en estos últimos años, la obra de Kafka, rescatándola del “sociologismo y esquematismo vulgares” en que la hundieron los teóricos de un realismo-socialista mal entendido. Este público puede consultar las obras de Roger Garaudy, Ernst Fischer y del profesor alemán Helmut Richter, del que trae la edición cubana de El proceso un magnífico ensayo. Todos ellos participaron en el “Encuentro de Franz Kafka” celebrado en Liblice, una reunión de los especialistas de Kafka procedentes de los países socialistas y de los partidos comunistas de Austria (Fischer) y Francia (Garaudy) en 1963.

La conclusión a que se llegó en esa oportunidad puede expresarse así: Kafka no fue ni un revolucionario ni un autor de vanguardia decadente, nihilista, tesis ésta que expuso en el encuentro el profesor Lukács, para el cual sólo cuenta “la conciencia de la totalidad de la sociedad en su dinamismo, en su orientación y en sus etapas más importantes” como aporte positivo de un escritor a la transformación del mundo. La actitud general fue en cambio no sólo la de celebrar la indisputable genialidad del autor de El proceso, sino la de presentar la obra de Kafka –como lo hace Richter– bajo la especie de “un testimonio desesperado de la absoluta deshumanización del mundo histórico que le tocó vivir”.






en Granma, La Habana, 3 de junio 1967













No hay comentarios.: