Fragmento
La gente no se da cuenta de cómo te afecta un golpe
de K.O. cuando te pegan en la barbilla. Todo pasa en los nervios. En lo que
afecta al cerebro no hay verdadera contusión. Yo recibí un golpe en la punta de
la barbilla [en un combate contra Tony DeMarco en 1955]. Fue un
gancho de izquierda que me pegó en la punta derecha del mentón. Lo que sucede
es que te desencaja la mandíbula por el lado derecho y la empuja hacia el
izquierdo, y el nervio que hay allí me paralizó todo el lado izquierdo del
cuerpo, sobre todo las piernas. Se me dobló la rodilla izquierda y casi me
vengo abajo, pero cuando volví a mi rincón, en la planta del pie sentía como si
tuviera agujas de quince centímetros de largo, y lo que hice fue dar pisotones
en el suelo, tratando de despertarlo. Cuando sonó la campana, ya estaba bien.
Basilio pertenece a la
desenfrenada época de LaMotta, Graziano, Zale, Pep, Saddler, Gene Fullmer, Dick
Tiger, Kid Gavilán, época en que si dos querían pelear sucio, era probable que
el árbitro les autorizara, o al menos no interfiriese.
De la época de plenitud de
Muhammad Ali, Norman Mailer señaló: «Parecía trabajar sobre la premisa de que
había algo obsceno en que lo golpearan». Pero en posteriores combates de su
carrera, como el que libró contra George Foreman en el Zaire, hasta Muhammad
Ali se mostraba dispuesto a ser golpeado, y herido, con el propósito de cansar
a su adversario. Los boxeadores camorreros —aquellos con «coraje», como Jake
LaMotta, Rocky Graziano, Ray Mancini— no tienen mucha más opción que la de
recibir terribles castigos a cambio de alguna ventaja (que no siempre se da). Y
sin duda es cierto que algunos boxeadores (véase la obra autobiográfica Toro salvaje, de Jake LaMotta) propician
la lesión como medio para mitigar la culpa, en un intercambio, al estilo
Dostoievski, de bienestar físico por tranquilidad de espíritu. El boxeo va más
de ser golpeado que de golpear, del mismo modo en que va más de sentir dolor,
cuando no devastadora parálisis psicológica, que de ganar. Se ve con claridad,
por las «trágicas» trayectorias de una enorme cantidad de boxeadores, que en el
cuadrilátero prefieren el dolor físico a la ausencia de dolor, que es condición
ideal de la vida ordinaria. Si no se puede golpear, por lo menos se puede ser
golpeado, y saber que todavía se está vivo.
Podría decirse que con el boxeo
se pretende primordialmente mantener un cuerpo en capacidad de entrar en
combate contra otros cuerpos en buenas condiciones. No es el espectáculo
público, ni el combate en sí, sino el período de riguroso entrenamiento que
conduce a él lo que exige la mayor disciplina, y se considera la causa
principal de las dolencias físicas y mentales de los boxeadores. (A medida que
el boxeador envejece, sus parejas de entrenamiento son más jóvenes, el juego en
sí se vuelve más desesperado.)
El artista percibe cierta
afinidad, aunque oblicua y parcial, con el boxeador profesional en este aspecto
del entrenamiento. La fanática subordinación del ser a un destino deseado.
Podría compararse el espectáculo público de un combate de boxeo, limitado en el
tiempo (que podría ser tan breve como unos ignominiosos cuarenta y cinco
segundos: ¡tiempo récord para una pelea por un título!), con la publicación del
libro de un escritor. Lo «público» no es más que la fase final de un largo,
arduo, agotador y a menudo desesperante período de preparación. En efecto, una
de las razones de la habitual atracción de escritores serios por el boxeo
(desde Swift, Pope y Johnson, hasta Hazlitt, Lord Byron, Hemingway y Norman
Mailer, George Plimpton, Ted Hoagland, Wilfrid Sheed, Daniel Halpern, y otros)
es el sistemático cultivo del dolor de ese deporte en aras de un proyecto, de
una meta vital: la voluntaria trasposición de la sensación que conocemos como
dolor (físico, psicológico, emocional) a su polo opuesto. Si eso es masoquismo
—y dudo que lo sea, o que sea simplemente eso—, es también inteligencia,
astucia, estrategia. Es un acto de autodeterminación consumada: el
restablecimiento constante de los parámetros de nuestro ser. No sólo aceptar,
sino además propiciar lo que la mayoría de los seres sanos evitan —dolor,
humillación, pérdida, caos—, es experimentar el momento presente como algo, en
cierto sentido, ya pasado. Aquí y ahora no
son sino parte de la construcción del allí
y entonces: dolor ahora, pero
control, y en consecuencia triunfo, después. Y el mismo dolor es milagrosamente
traspuesto por obra de su contexto. Ciertamente, podría decirse que el
«contexto» lo es todo.
El novelista George Garret, boxeador
aficionado de hace algunas décadas, rememora su período de entrenamiento:
Aprendí algo... acerca de la
hermandad de los boxeadores. La gente se dedicó a esta actividad brutal y a
menudo autodestructiva por una amplia variedad de razones, casi todas amargamente
antisociales y rayanas en lo psicótico. La mayoría de los luchadores de los que
supe algo eran personas heridas que sentían una urgencia profunda y poderosa de
herir a otras a riesgo de herirse verdaderamente. Al principio, lo que sucedía
era que en casi todos los casos se exigía tanta disciplina y destreza, tantas
otras cosas en las que concentrarse además de las propias motivaciones
originales, que éstas terminaban por tornarse borrosas y vagas, a menudo
olvidadas, perdidas por completo. Muchos luchadores buenos y experimentados
(como ha sido frecuentemente observado) se vuelven afables y simpáticos...
Están acostumbrados a dejar sus peleas en el ring. E incluso allí, en el ring,
resulta peligroso invocar demasiada
rabia. Puede ser un estimulante, pero es muy oneroso en energía. La mayoría de
las veces resulta poco práctico encolerizarse.
De todos los boxeadores, parece
haber sido Rocky Marciano (que sigue siendo el único campeón norteamericano
invicto de los pesos pesados) quien se entrenaba con la más monástica devoción;
sus métodos de entrenamiento se han hecho legendarios. En contraste con
boxeadores atolondrados como Harry Greb, «el Molino de Viento Humano», que se
mantenía en forma porque no paraba de boxear, Marciano deseaba alejarse del mundo,
incluso de su mujer y su familia, hasta tres meses antes de un combate. Aparte
de la agotadora y rigurosa prueba física de ese período y de la obsesiva
preocupación por la dieta, el peso y el tono muscular, Marciano se concentraba
en una sola cosa: el combate por venir. Cada minuto de su vida estaba definido
en términos del instante del inicio del combate. En su campo de entrenamiento
jamás se mencionaba el nombre de su adversario en presencia de Marciano, y
tampoco se hablaba de boxeo. Llegado el último mes, Marciano no escribía
cartas, pues las cartas pertenecían al mundo exterior. Durante los últimos diez
días antes del combate no miraba su correspondencia, no recibía llamadas
telefónicas, no se encontraba con nuevas amistades. La última semana anterior
al combate se abstenía de dar la mano; no viajaba en coche, por corto que fuera
el trayecto. ¡Nada de nuevos alimentos! ¡Nada de soñar con la mañana siguiente
a la pelea! Pues todo lo que no fuera el
combate tenía que ser excluido de la conciencia. Cuando Marciano entrenaba
con un saco de boxeo veía a su contrincante frente a él, cuando corría veía a
su adversario correr junto a él, sin duda cuando dormía lo «veía» sin cesar:
como el monje o la monja enclaustrados deciden, por un acto de fanática voluntad,
«ver» sólo a Dios.
¿Es demencia —o mera disciplina—
esta subordinación absoluta del ser? Comoquiera que sea, a Marciano le dio
resultado.
en Del boxeo,
1987
No hay comentarios.:
Publicar un comentario