La mañana que vi a
Tony Gardner entre los turistas, la primavera acababa de llegar a Venecia.
Llevábamos ya una semana trabajando fuera, en la piazza, un alivio, si se me
permite decirlo, después de tantas horas tocando en el cargado ambiente del
café, cortando el paso a los clientes que querían utilizar la escalera. Soplaba
la brisa aquella mañana, los toldos se hinchaban y aleteaban a nuestro
alrededor, todos nos sentíamos un poco más animados y frescos, y supongo que se
notó en nuestra música.
Pero aquí estoy yo,
hablando como si fuera un miembro habitual de la banda. En realidad, soy un
«zíngaro», como nos llaman los demás músicos, uno de los tipos que rondan por
la piazza, en espera de que cualquiera de las tres orquestas de los cafés nos
necesiten. Casi siempre toco aquí, en el Caffe Lavena, pero si la tarde se
anima puedo actuar con los chicos del Quadri, ir al Florian y luego cruzar otra
vez la plaza para volver al Lavena. Me llevo muy bien con todos —también con
los camareros— y en cualquier otra ciudad ya me habrían dado un puesto fijo.
Pero en este lugar, obsesionado por la tradición y el pasado, todo está al
revés. En cualquier otro sitio, ser guitarrista sería una ventaja. Pero ¿aquí?
¡Un guitarrista! Los gerentes de los cafés se ponen nerviosos. Es demasiado
moderno, a los turistas no les gustaría. En otoño del año pasado compré un
antiguo modelo de jazz, con el orificio ovalado, un instrumento que habría
podido tocar Django Reinhardt, de modo que era imposible que me confundieran
con un roquero. El detalle facilitó un poco las cosas, pero a los gerentes de
los cafés sigue sin gustarles. La cuestión es que si eres guitarrista, aunque
seas Joe Pass, no te dan un trabajo fijo en esta plaza. Claro que también está
la pequeña cuestión de que no soy italiano y menos aún veneciano. Lo mismo le
pasa al checo corpulento que toca el saxo alto. Simpatizan con nosotros, los
demás músicos nos necesitan, pero no encajamos en el programa oficial. Tú toca
y ten la boca cerrada, eso es lo que dicen siempre los gerentes de los cafés.
De ese modo, los turistas no sabrán que no somos italianos. Ponte traje y gafas
negras, péinate con el pelo hacia atrás y nadie notará la diferencia, siempre
que no te pongas a hablar.
Pero tampoco me va
tan mal. Las tres orquestas, sobre todo cuando tienen que tocar al mismo tiempo
en sus quioscos rivales, necesitan una guitarra, algo suave, sólido, pero
amplificado, que subraye los acordes al fondo. Supongo que pensáis que tres
bandas tocando al mismo tiempo en la misma plaza tiene que ser un auténtico
jaleo. Pero la Piazza San Marco es lo bastante grande para permitirlo. Un
turista que se pasee por ella oirá apagarse una melodía mientras sube el
volumen de otra como si cambiara el dial de la radio. Lo que los turistas no
soportan mucho rato es el repertorio clásico, esas arias famosas en versión
instrumental. Sí, esto es San Marco, no esperan los últimos éxitos
discotequeros. Pero de vez en cuando quieren algo que reconozcan, una canción
antigua de Julie Andrews o el tema de una película famosa. Recuerdo que el
verano pasado, yendo de una banda a otra, toqué «El padrino» nueve veces en una
tarde.
En cualquier caso,
allí estábamos aquella mañana de primavera, tocando para una nutrida muchedumbre
de turistas, cuando vi a Tony Gardner sentado solo con un café, casi en línea
recta delante de nosotros, a unos seis metros de nuestro quiosco. Siempre había
famosos en la plaza y nunca hacíamos alharacas. A lo sumo, al finalizar un
número, corría un callado rumor entre los miembros de la banda. Mira, es Warren
Beatty. Mira, es Kissinger. Aquella mujer es la que salía en la película de los
hombres que intercambiaban la cara. Estábamos acostumbrados. A fin de cuentas,
esto es la Piazza San Marco. Pero cuando me di cuenta de que Tony Gardner
estaba allí, fue diferente. Me emocioné.
Tony Gardner había
sido el cantante favorito de mi madre. Allá en mi tierra, en los tiempos del
comunismo, era realmente difícil encontrar discos como los suyos, pero mi madre
los tenía casi todos. Cuando era pequeño hice un arañazo en uno de aquellos
valiosos discos. La vivienda era muy pequeña y un chico de mi edad, bueno, a
veces tenía que moverse, sobre todo en los meses de frío, cuando no se podía
salir a la calle. Y a mí me gustaba jugar a dar saltos, saltaba del sofá al
sillón y una vez calculé mal el salto y golpeé el tocadiscos. La aguja resbaló
por el disco con un chirrido —fue mucho antes de los compactos— y mi madre
salió de la cocina y se puso a gritarme. Me sentí fatal, no sólo porque me
gritase, sino porque sabía que era un disco de Tony Gardner, y comprendía lo
mucho que significaba para ella. Y sabía que a partir de entonces también aquel
disco emitiría crujidos cuando Gardner cantase sus melodías americanas. Años
después, mientras trabajaba en Varsovia, acabé conociendo el mercado negro de
los discos y reemplacé todos los viejos y gastados álbumes de Tony Gardner de
la colección de mi madre, incluido el que yo había raspado. Tardé tres años,
pero se los conseguí, uno por uno, y cada vez que volvía para visitarla, le
llevaba otro.
Seguro que ahora se
entiende por qué me emocioné tanto cuando lo reconocí, apenas a seis metros de
donde me encontraba. Al principio no me lo podía creer y es posible que me
retrasara un intervalo al cambiar de acorde. ¡Tony Gardner! ¡Lo que habría
dicho mi querida madre si lo hubiera sabido! Por ella, por su recuerdo, tenía
que acercarme y decirle algo, y no me importaba que los demás músicos se rieran
y dijesen que me comportaba como un botones de hotel.
Pero tampoco era
cuestión de correr hacia él, derribando mesas y sillas. Teníamos que terminar
la actuación. Fue un sufrimiento, os lo digo yo, otras tres, cuatro piezas, y
cada segundo que pasaba me parecía que iba a levantarse e irse. Pero siguió
sentado allí, solo, mirando su café, removiéndolo como si le desconcertara el
motivo por el que se lo había servido el camarero. Era como cualquier otro
turista estadounidense, con pantalón informal gris y un polo azul claro. El
pelo, muy negro y muy reluciente en la carátula de los discos, era casi blanco
ahora, aunque seguía siendo abundante, y lo llevaba inmaculadamente esculpido,
con el mismo estilo de entonces. Cuando me fijé en él al principio, llevaba las
gafas negras en la mano —si no, dudo que lo hubiera reconocido—, pero mientras
interpretábamos las piezas yo no apartaba los ojos de él, y se las puso, se las
quitó y volvió a ponérselas. Parecía preocupado y me decepcionó que no prestara
atención a nuestra música. Cuando terminó nuestra actuación, me fui del quiosco
sin decir nada a los demás, me acerqué a la mesa de Tony Gardner y tuve un
momento de pánico, porque no sabía cómo iba a empezar la conversación. Me puse
detrás de él. Guiado por un sexto sentido, se volvió a mirarme —supongo que por
haber estado acosado por sus fans durante años— y, casi sin darme cuenta, me
presenté, le conté que lo admiraba, que mi madre había sido fan suya, todo de
un tirón. Me escuchó con cara seria, asintiendo con la cabeza cada tantos
segundos, como si fuera mi médico. Yo seguí hablando y él se limitó a decir de
vez en cuando: «¿De veras?» Al cabo del rato me pareció que era hora de irse, y
cuando ya me alejaba me dijo:
—Así que es usted
de uno de esos países comunistas. Tuvo que ser duro.
—Eso pertenece ya
al pasado —dije, encogiéndome de hombros con despreocupación—. Ahora somos un
país libre. Una democracia.
—Me alegra oír eso.
Y quienes tocaban hace un momento eran los de su grupo. Siéntese. ¿Le apetece
un café?
Le dije que no
quería que se sintiera obligado, pero
hubo una vaga y amable insistencia por parte del señor Gardner.
—De ningún modo,
siéntese. Decía usted que a su madre le gustaban mis discos. Así que tomé
asiento y le conté más cosas. De mi madre, de nuestra vivienda, de los discos del
mercado negro y aunque no recordaba el nombre de los álbumes, le describí las
carátulas tal como me venían a la memoria, y cada vez él levantaba el dedo y
decía más o menos: «Ah, seguro que ése era Inimitable. El inimitable Timy
Gardner.» Creo que los dos disfrutábamos con aquel juego, pero entonces me
di cuenta de que dejaba de mirarme y me volví en el instante en que una mujer
se acercaba a la mesa.
Era una de esas
señoras americanas con mucha clase, con un peinado, una ropa y una figura de
primera, y que cuando las ves de cerca te das cuenta de que no son tan jóvenes.
De lejos habría podido tomarla por una modelo de las que salen en las revistas
de lujo dedicadas a la moda. Pero cuando tomó asiento al lado del señor Gardner
y se levantó las gafas negras hasta la frente, advertí que debía de tener unos
cincuenta años, quizá más.
—Le presento a
Lindy —me dijo el señor Gardner—, mi mujer.
La señora Gardner
me dirigió una sonrisa algo forzada y se volvió a su marido.
—¿y quién es éste?
¿Has hecho un amigo?
—Así es, querida. Y
he pasado un buen rato charlando aquí con..., lo siento amigo, pero no sé cómo
se llama.
—Jan —dije con
rapidez—. Pero mis amigos me llaman Janeck.
—¿Quiere decir que
su apodo es más largo que su nombre verdadero? —dijo Lindy Gardner—. ¿Cómo es
posible?
—No seas
impertinente, cariño.
—No soy
impertinente.
—No te burles de su
nombre, cariño. Es una buena chica. Lindy Gardner me miró con cara de algo
parecido a la indefensión.
—¿Sabe de lo que
habla mi marido? ¿Le he ofendido acaso?
—No, no —dije—, en
absoluto, señora Gardner.
—Siempre me dice
que soy impertinente en público. Pero no lo soy. ¿He sido impertinente con
usted? —y volviéndose al señor Gardner—: Yo hablo en público con naturalidad,
querido. Es mi forma de expresarme. Nunca soy impertinente.
—Está bien, cariño
—dijo el señor Gardner—, no hagamos una montaña de esto. De todos modos, este
hombre no es el público.
—¿Ah, no? ¿Qué es
entonces? ¿Un sobrino que desapareció hace años?
—Sé amable, cariño.
Este hombre es un colega. Un músico, un profesional. Hace un momento nos estaba
deleitando a todos. —Señaló vagamente hacia nuestro quiosco.
—Ay, qué bien.
—Lindy Gardner se volvió otra vez hacia mí—. ¿Estaba usted roncando hace un
momento? Pues ha sido muy bonito. Usted era el del acordeón, ¿verdad? Ha sido
realmente precioso.
—Muchas gracias. En
realidad, soy el guitarrista.
—¿Guitarrista? Me
roma el pelo. Pero si lo he visto hace sólo un minuto. Sentado allí, al lado
del contrabajo, tocando el acordeón que era una delicia.
—Discúlpeme, pero
el del acordeón era Carla. El tipo calvo y corpulento...
—¿Seguro? ¿No me
toma e! pelo?
—Te lo repito,
querida. No seas impertinente con él.
No lo dijo
exactamente gritando, pero en su voz hubo una inesperada veta de dureza e
irritación, y a continuación se produjo un extraño silencio. Lo rompió el
propio señor Gardner, hablando a su mujer con amabilidad.
—Perdona, cariño.
No quería ser brusco.
Estiró el brazo y
asió la mano de su mujer. Yo medio esperaba que ella rechazara el gesto, pero
acercó la silla y puso la mano libre sobre las dos enlazadas. Estuvieron así
unos segundos, el señor Gardner con la cabeza gacha, ella mirando al vacío por
encima del hombro del marido, mirando hacia la basílica, aunque no daba la
impresión de que viera nada. Durante aquellos instantes fue como si se hubieran
olvidado no sólo de que yo estaba allí con ellos, sino también de toda la gente
que había en la piazza.
—Está bien, querido
—dijo ella entonces, casi susurrando—. Ha sido culpa mía. Os he fastidiado.
Siguieron en la
misma posición otro poco, con las manos enlazadas. La mujer dio entonces un
suspiro, soltó la mano del señor Gardner y me miró. Ya me había mirado, pero
esta vez fue otra cosa. Esta vez sentí su encanto. Era como si tuviera un dial,
numerado del cero al diez, y en aquel momento hubiera decidido ponerlo en el
seis o el siete, porque yo lo sentí con fuerza, y si me hubiera pedido algún
favor —por ejemplo, que cruzara la plaza para comprarle unas flores—, se lo
habría hecho con alegría.
—Janeck —dijo—. Se
llama así, ¿no? Le pido disculpas, Janeck. Tony tiene razón. Es imperdonable
haberle hablado como lo he hecho.
—Señora Gardner,
por favor, no tiene importancia...
—y he interrumpido
la conversación que sosteníais. Una conversación de músicos, seguro. ¿Sabéis
qué? Voy a dejaros solos para que sigáis hablando.
—No tienes por qué
irte, querida —dijo el señor Gardner.
—Claro que sí,
cariño. Me muero por
ir a ver la tienda de Prada. Sólo he pasado para decirte que tardaré más de lo
previsto.
—Está bien,
querida. — Tony Gardner se sentó derecho por fin y respiró profundamente—.
Siempre que estés segura de que es eso lo que te apetece.
—Me lo voy a pasar
de fábula en esa tienda. Así que vosotros hablad todo lo que queráis. —Se puso
en pie y me tocó en el hombro— Cuídese, Janeck.
La vimos alejarse y
entonces el señor Gardner me hizo algunas preguntas sobre ser músico en
Venecia, sobre la orquesta del Quadri en particular y quién estaría tocando en
aquellos momentos. Parecía prestar poca atención a mis respuestas, y estaba a
punto de disculparme e irme cuando dijo inesperadamente:
—Quisiera
proponerle algo, amigo. Permítame decirle primero lo que se me ha ocurrido y
luego usted, si lo decide así, lo rechaza. —Se inclinó hacia delante y bajó la
voz—. Permítame explicárselo. La primera vez que Lindy y yo vinimos a Venecia
fue para pasar nuestra luna de miel. Hace veintisiete años. Y a pesar de los
felices recuerdos que nos atan a esta ciudad, no habíamos vuelto hasta ahora,
por lo menos juntos. Así que cuando planeamos este viaje, este viaje tan
especial para nosotros, nos dijimos que debíamos pasar unos días en Venecia.
—¿Es su
aniversario, señor Gardner?
—¿Aniversario?
—Pareció desconcertado.
—Perdone —dije—. Me
ha pasado por la cabeza, porque ha dicho que era un viaje especial para
ustedes.
Siguió un rato con
aquella cara de desconcierto y se echó a reír, con una risa profunda y
resonante, y entonces me acordé de una canción que mi madre ponía en el
tocadiscos continuamente, una canción con un pasaje hablado en que venía a
decir que no le importaba que cierta mujer lo hubiera abandonado, y entonces
lanzaba una carcajada sarcástica. La risa que re— sonaba en la plaza en aquel
momento era igual. Entonces dijo:
—¿Aniversario? No,
no es nuestro aniversario. Pero lo que voy a proponerle no anda muy lejos.
Porque quiero hacer algo muy romántico. Quiero darle una serenata. Totalmente
al estilo veneciano. Y aquí es donde entra usted. Usted toca la guitarra, yo
canto. Lo hacemos en una góndola, nos ponemos al pie de su ventana y yo le
canto. Hemos alquilado un palazzo no lejos de aquí. La ventana del dormitorio
da al canal. Lo ideal sería por la noche. Hay una luz arriba, en la pared.
Usted y yo en la góndola, ella se acerca a la ventana. Todas sus canciones
preferidas. No hace falta que estemos mucho rato. Todavía hace fresco por la
noche. Tres o cuatro canciones, ésa es la idea que tengo. Le compensaré debidamente.
¿Qué me dice?
—Señor Gardner,
para mí será un honor. Como ya le dije, usted ha sido una figura importante en
mi vida. ¿Cuándo ha pensado hacerlo?
—Si no llueve, ¿qué
le parece esta misma noche? ¿Hacia las ocho y media? Cenaremos pronto y a esa
hora ya habremos vuelto. Yo pondré una excusa, saldré de la casa y me reuniré
con usted. Tendremos una góndola amarrada, volveremos por el canal, nos
detendremos debajo de la ventana. Será perfecto. ¿Qué me dice?
Como cualquiera
puede imaginar, fue como un sueño hecho realidad. Además, me parecía algo muy
bonito que aquella pareja —él sesentón, ella cincuentona— se comportara como
dos adolescentes enamorados. En realidad, era una idea tan bonita que casi me
hizo olvidar la escena que habían tenido antes. Lo que quiero decir es que,
incluso en aquella fase, yo sabía en lo más hondo que las cosas no iban a salir
tan bien como él planeaba.
El señor Gardner y
yo seguimos allí sentados, comentando todos los detalles, las canciones que le
interesaban, la clave que prefería, cosas por el estilo. Pero entonces se me
hizo la hora de volver al quiosco para la siguiente actuación, así que me puse
en pie, le di la mano y le dije que aquella noche podía contar conmigo absolutamente
para todo.
Las calles estaban
silenciosas y a oscuras cuando fui a reunirme con el señor Gardner. En aquella
época me perdía en Venecia cada vez que me alejaba un poco de la Piazza San
Marco, así que aunque me puse en marcha con tiempo de sobra, y aunque conocía
el puentecito donde me había emplazado el señor Gardner, llegué con unos
minutos de retraso.
Estaba al pie de
una farola, con un traje oscuro arrugado y la camisa abierta hasta el tercer o
cuarto botón, enseñando los pelos del pecho. Cuando me disculpé por llegar
tarde, dijo: — ¿Qué son unos minutos? Lindy y yo llevamos casados veintisiete
años. ¿Qué son unos minutos?
No estaba enfadado,
pero se mostraba serio y solemne,
todo menos romántico. Detrás de él estaba la góndola, meciéndose suavemente en
las aguas del canal, y vi que el gondolero era Vittorio, un sujeto que no me
acababa de caer bien. Delante de mí siempre se muestra cordial, pero sé —lo
sabía ya por entonces que anda por allí diciendo toda clase de calumnias, todo
mentira, sobre los tipos como yo, los que él llama «extranjeros de los nuevos
países». Por eso, cuando aquella noche me saludó como a un hermano, yo me
limité a saludarle con la cabeza y aguardé en silencio mientras él ayudaba al
señor Gardner a subir a la góndola. Luego le alargué la guitarra —había llevado
la guitarra española, no la que tenía el orificio oval— y subí yo también.
El señor Gardner no
hizo más que cambiar de postura en la proa y en cierto momento se sentó con
tanta brusquedad que casi volcamos. Pero él no pareció darse cuenta y mientras
avanzábamos no dejó de mirar el agua.
Guardamos silencio
durante unos minutos, deslizándonos junto a edificios y sombras y por debajo de
puentes bajos. Entonces salió de su abstracción y dijo:
—Escuche, amigo. Sé
que hemos quedado en tocar esta noche una serie de canciones. Pero he estado
reflexionando. A Lindy le gusta aquella que se titulaba «By me Time I Get to
Phoenix». La grabé hace mucho tiempo.
—Claro, señor
Gardner. Mi madre decía siempre que su versión era mejor que la de Sinatra y
que aquella tan famosa de Glenn Campbell.
El señor Gardner
asintió con la cabeza y durante un momento dejé de ver su rostro. Cuando fue a
doblar una esquina, Vittorio dio el grito tradicional de aviso, que retumbó
entre los muros de los edificios.
—Antes se cantaba
mucho —dijo el señor Gardner—. Entiéndame, creo que le gustaría oírla esta
noche. ¿Conoce la melodía?
Yo ya había sacado
la guitarra de la funda y toqué unos compases.
—Suba —dijo—. A mi bemol. Así la grabé en
el álbum.
Toqué en aquella
clave y, tras dejar pasar toda una estrofa, el señor Gardner empezó a cantar,
de un modo muy suave, casi inaudible, como si sólo recordara la letra a medias.
Pero su voz sonaba bien en el silencio del canal. En realidad, sonaba estupendamente
y durante un momento volví a ser niño, allá en aquella vivienda, acostado en la
alfombra mientras mi madre estaba sentada en el sofá, agotada, o quizá
desconsolada, mientras el disco de Tony Gardner daba vueltas en el rincón.
El señor Gardner
interrumpió la canción de pronto y dijo:
—De acuerdo.
Tocaremos «Phoenix» en mi bemol. Luego tal vez «I Fall in Love Too Easily», tal
como planeamos y terminaremos con «One for My Baby». Será suficiente. No tendrá
ganas de oír más.
Tras decir aquello
pareció volver a sus meditaciones y seguimos adelante en medio de la oscuridad
y entre los suaves chapoteos del remo de Vittorio.
—Señor Gardner
—dije al cabo del rato—, espero que no le moleste que le haga una pregunta.
Pero ¿espera la señora Gardner este recital? ¿O va a ser una sorpresa
maravillosa? Dio un profundo suspiro y dijo:
—Supongo que
tendríamos que ponerlo en la casilla de las sorpresas maravillosas. —Luego
añadió—: Sólo Dios sabe cómo reaccionará. Puede que no lleguemos a «One for My Baby».
Vittorio dobló otra
esquina y de súbito oímos risas y música, y pasamos por delante de un
restaurante grande, brillantemente iluminado. Todas las mesas estaban ocupadas,
los camareros corrían de aquí para allá, los comensales parecían muy contentos,
aunque no era precisamente calor lo que se sentía tan cerca del canal y en
aquella época del año. Después de desplazarnos entre la oscuridad y el
silencio, el restaurante resultaba un poco inquietante. Como si los inmóviles
fuéramos nosotros y observáramos desde el muelle el paso de un resplandeciente
barco de atracciones. Vi que algunas caras se volvían hacia nosotros, pero
nadie nos prestó particular atención. El restaurante quedó atrás y entonces
dije:
—Es gracioso. ¿Se
imagina lo que harían esos turistas si supieran que acababa de pasar una
embarcación con el legendario Tony Gardner a bordo?
Vittorio no sabía
mucho inglés, pero pilló el mensaje y rió levemente. El señor Gardner guardó
silencio durante un rato. Habíamos vuelto a la oscuridad e íbamos por un canal
estrecho y flanqueado de portales mal iluminados. Entonces dijo:
—Amigo mío, usted
es de un país comunista. Por eso no entiende cómo funcionan estas cosas.
—Señor Gardner
—dije—, mi país ya no es comunista. Ahora somos libres.
—Discúlpeme. No es
mi intención hablar mal de su país. Son ustedes un pueblo valiente. Espero que
alcancen la paz y la prosperidad. Lo que trato de
decirle, amigo mío, lo que
quiero señalarle, es que, viniendo de donde viene, es del todo natural que haya
muchas cosas que no entiendan ustedes todavía. Del mismo modo que tiene que
haber muchas cosas en su país que yo no entienda.
—Supongo que tiene
razón, señor Gardner.
—Esas personas que
hemos dejado atrás hace un momento. Si usted se acercara a ellas y les dijese: «Eh, ¿se acuerda alguien de Tony Gardner?», es
posible que algunos, o casi todos, le dijeran que sí. ¿Quién sabe? Pero pasando
en góndola como hemos pasado, aun en el caso de que me reconocieran, ¿cree que
se emocionarían? Yo creo que no. No soltarían el tenedor, no interrumpirían las charlas íntimas a la luz de las velas. ¿Para qué? No
soy más que un cantante melódico de una época pasada.
—No puedo aceptar
eso, señor Gardner. Usted es un clásico. Es como Sinatra o Dean Martin. Hay
canciones clásicas que nunca pasan de moda. No es como las estrellas pop.
—Es usted muy
amable por decir eso, amigo mío. Sé que su intención es buena. Pero esta noche,
precisamente esta noche, no es el mejor momento para burlarse de mí. Estaba a
punto de protestar, pero hubo algo en su actitud que me aconsejó olvidarme del
asunto. Así que seguimos avanzando, todos en silencio. Si he de ser sincero,
empezaba ya a preguntarme en qué me había metido, de qué iba la historia aquella de la serenata. A fin de cuentas,
eran americanos. Basándome en lo que yo sabía, cuando el señor Gardner se
pusiera a cantar, la señora Gardner podía perfectamente salir a la ventana con
una pistola y abrir fuego contra nosotros.
Puede que las lucubraciones de Vittorio
siguieran la misma dirección,
porque cuando pasamos bajo una farola, me miró como diciendo: «Vaya tío raro
que llevamos, ¿eh, amico?» Pero no respondí. No iba a
ponerme al lado de los de
su clase y en contra del señor Gardner. Según Vittorio, los extranjeros como yo se dedican a estafar a los turistas, a ensuciar los canales y, en general, a arruinar
toda la maldita ciudad. Los
días que está de mal humor dirá que somos
atracadores, incluso violadores. Una vez le pregunté directamente si era cierto que iba por allí diciendo
estas cosas y me juró que todo era una sarta de mentiras. ¿Cómo podía ser
racista él, que tenía una tía
judía a la que adoraba como a
una madre? Pero una tarde que me encontraba en Dorsoduro, matando el tiempo
entre dos actuaciones, acodado en el pretil de un puente, pasó una góndola por
debajo. Iban tres turistas sentados y Vittorio de pie, dándole al remo y
proclamando a los cuatro
vientos aquellas patrañas. Así que por mucho que me mire a los ojos, no obtendrá la menor complicidad de mí.
—Permítame contarle
un pequeño secreto –dijo entonces el señor Gardner—. Un secretito sobre las actuaciones. De profesional a
profesional. Es muy sencillo. Hay
que saber algo, no importa qué, pero hay que saber algo del público. Algo que
nos permita, interiormente, distinguir aquel público del otro ante el que cantamos la noche anterior.
Pongamos que estamos en Milwaukee. Tenemos que preguntarnos: ¿qué es aquí
diferente, qué tiene de especial el público de Milwaukee? ¿En qué se diferencia
del público de Madison? Si no se nos ocurre nada, hemos de esforzarnos hasta
que se nos ocurra. Milwaukee, Milwaukee. En Milwaukee preparan unas chuletas de
cerdo excelentes. Eso serviría y eso es lo que utilizamos cuando salimos allí a
escena. No es necesario decirles una palabra al respecto, pero es en lo que hay
que pensar mientras se canta. Los que tenemos delante de nosotros, ésos son los
que se comen las chuletas de cerdo. En cuestión de chuletas de cerdo tienen
unos índices de calidad muy altos. ¿Entiende lo que le digo? De ese modo, el
público se personaliza, pasa a ser alguien a quien se conoce, alguien para
quien se puede actuar. Bueno, ése es mi secreto. De profesional a profesional.
—Pues gracias,
señor Gardner. Nunca se me había ocurrido enfocarlo de ese modo. Un consejo de
alguien como usted, no lo olvidaré.
—Pues esta noche
—prosiguió— vamos a actuar para Lindy. Lindy es el público. Así que voy a
contarle algo sobre Lindy. ¿Quiere oír cosas de ella?
—Claro que sí,
señor Gardner —dije—. Me gustaría mucho oírlas.
El señor Gardner
estuvo hablando alrededor de veinte minutos, mientras la góndola enfilaba
canales. Unas veces su voz descendía al nivel del murmullo, como si hablara
para sí. Otras, cuando la luz de una farola o una ventana iluminada barría la
góndola, se acordaba de mi existencia y elevaba el volumen y decía: «¿Entiende
lo que le digo, amigo mío?» o algo parecido.
Su mujer era de un
pueblo de Minnesota, en el centro de Estados Unidos, y las maestras la
castigaban mucho porque, en vez de estudiar, se dedicaba a hojear revistas de
cine.
—Lo que aquellas
señoras no entendieron nunca es que Lindy tenía grandes planes. Y mírala ahora.
Rica, guapa, ha viajado por todo el mundo. ¿Y qué son hoy aquellas maestras?
¿Qué vida llevarán? Si hubieran hojeado más revistas de cine, habrían soñado
más y a lo mejor tendrían también un poco de lo que Lindy tiene actualmente.
A los diecinueve
años se había ido a California en autostop, con intención de llegar a
Hollywood. Pero se quedó en las afueras de Los Ángeles, trabajando en un
restaurante de carretera.
—Es sorprendente
—dijo el señor Gardner—. Un restaurante normal, un pequeño establecimiento
cercano a la autopista. Resultó ser el mejor sitio al que habría podido ir a
parar. Porque era allí donde aterrizaban todas las chicas ambiciosas, de sol a
sol. Eran siete, ocho, una docena, pedían los cafés, los perritos calientes,
allí clavadas durante horas, hablando.
Aquellas chicas,
algo mayores que Lindy, procedían de todos los rincones de Estados Unidos y
llevaban ya en la zona de Los Ángeles por lo menos dos o tres años. Llegaban al
restaurante para cambiar cotilleos e historias de mala suerte, comentar
tácticas, vigilar os progresos de las otras. Pero la principal atracción del
lugar era Meg, una mujer ya cuarentona, la camarera con la que trabajaba Lindy.
—Meg era la hermana
mayor de todas, su fuente de sabiduría. Porque hacía muchos, muchos años había
sido exactamente como ellas. Tiene usted que entender que eran chicas serias,
chicas realmente ambiciosas y decididas. ¿Hablaban de vestidos, de zapatos y de
maquillaje, como otras chicas? Seguro que sí. Pero sólo hablaban de los
vestidos, los zapatos y el maquillaje que las ayudaría a casarse con una
estrella. ¿Hablaban de cine? ¿Hablaban de! mundillo de la música? Naturalmente.
Pero hablaban de los actores de cine y los cantantes que estaban solteros, de
los que eran infelices en su matrimonio, de los que se estaban divorciando. Y
Meg, entiéndalo, podía hablarles de todo esto y de mucho más. Meg había
recorrido aquel camino antes que ellas. Conocía todas las normas, todos los
trucos, en lo referente a casarse con un astro de la pantalla. Y Lindy se
sentaba con ellas y lo asimilaba todo. Aquel pequeño restaurante fue su
Harvard, su Yale. ¿Una chica de Minnesota, de diecinueve años? Ahora tiemblo al
pensar en laque habría podido ser de ella. Pero tuvo suerte.
—Señor Gardner
—dije—, perdone que le interrumpa. Pero si esta Meg era tan lista en todo,
¿cómo es que no se había casado con una estrella? ¿Por qué servía perritos calientes
en aquel restaurante?
—Buena pregunta,
pero es que usted no entiende cómo funcionan estas cosas. Es cierto, esta
mujer, Meg, no lo había conseguido. Pero lo importante es que había observado a
las que sí. ¿Lo entiende, amigo mío? En otra época había sido como aquellas
chicas y había sido testigo del éxito de unas y del fracaso de otras. Había
visto las dificultades, había visto las escalinatas de oro. Podía contarles
todo lo bueno y todo lo malo, y las chicas escuchaban. Y algunas aprendían. Por
ejemplo, Lindy. Ya se lo he dicho, fue su Harvard. Allí se gestó todo lo que
ella es hoy. Le dio la fuerza que le iba
a hacer falta después, y vaya si le hizo falta, chico. Pasaron seis años hasta
que se le presentó la primera oportunidad. ¿Se lo imagina? Seis años de
gestiones, de planificación, de esperar e! turno en la cola. Sufriendo reveses
una y otra vez. Pero es igual que en nuestra profesión. No puedes dar media
vuelta y desistir por unos cuantos golpes iniciales. Las chicas que se
conforman, a ésas se las puede ver en todas partes, casadas con hombres grises
en ciudades anónimas. Pero unas cuantas, las que son como Lindy, ésas aprenden
con cada golpe, se hacen más fuertes, más duras, y vuelven replicando con
furia. ¿Cree que Lindy no sufrió humillaciones? ¿A pesar de su belleza y su
encanto? Lo que la gente no entiende es que la belleza no es lo más importante.
Úsala mal y te tratarán como a una puta. El caso es que al cabo de seis años le
llegó la oportunidad.
—¿Fue cuando lo
conoció a usted, señor Gardner?
—¿A mí? No, no. Yo
aparecí un poco después. Se casó con Dino Hartman. ¿No ha oído hablar de Dino?
El señor Gardner rió por lo bajo con un ligero matiz de crueldad—. Pobre Dino.
Sospecho que sus discos no llegaban a los países comunistas. Pero Dino tenía un
prestigio por aquel entonces. Cantó mucho en Las Vegas y ganó algunos discos de
oro. Como le digo, fue la gran oportunidad de Lindy. Cuando la conocí, estaba
casada con Dino. La vieja Meg le había explicado que las cosas suceden siempre
así. Desde luego, una chica puede tener suerte la primera vez, ir derecha a la
cumbre, casarse con un Sinatra o un Brando. Pero no es lo habitual. Una chica
tiene que estar preparada para salir del ascensor en e! primer piso, para
abandonar. Necesita acostumbrarse al aire de ese piso. Entonces, quizá, un día,
en ese primer piso, conocerá a alguien que ha bajado del ático unos minutos,
quizá a recoger algo. Y el tipo le dice a la chica: oye, ¿por qué no te vienes
arriba conmigo, al último piso? Lindy sabía que las cosas suelen suceder así.
No había aflojado al casarse con Dino, no había bajado el listón de sus
ambiciones. Y Dino era un tipo decente. Siempre me cayó bien. Por eso, aunque
me enamoré perdidamente de Lindy en el instante en que la vi, no hice ningún movimiento.
Fui el caballero perfecto. Luego descubrí que era esto lo que había determinado
la decisión de Lindy. No hay más remedio que admirar a una mujer así. No hace
falta que le diga, amigo mío, que entonces yo era una estrella rutilante.
Calculo que la madre de usted m
escucharía por aquella época. Pero la estrella de Dino se estaba
apagando muy aprisa. Muchos cantantes lo pasaron muy mal por entonces. Todo
estaba cambiando. La gente joven escuchaba a los Beatles, a los Rolling Stones.
El pobre Dino sonaba ya casi como Bing Crosby. Probó a lanzar un álbum de bossa
nova y la gente serió de él. Decididamente, para Lindy había llegado el momento
de salir del ascensor. Nadie habría podido acusarnos de nada en aquella
situación. Creo que ni siquiera Dino nos lo reprochó. Y entonces di e! paso.
Así fue como Lindy subió al ático.
»Nos casamos en Las
Vegas, pedimos que nos llenaran la bañera de champán. Esa canción que vamos a
interpretar esta noche, "I Fall in Love Too Easily". ¿Sabe por qué la
he elegido? ¿Quiere saberlo? Poco después de casarnos fuimos a Londres. Después
de desayunar subimos a la habitación y la camarera estaba limpiándola. Pero
Lindy y yo follamos como conejos. Yal entrar oímos a la camarera pasando la
aspiradora por e! salón de la suite, no la veíamos, porque había un biombo por
medio. Así que entramos de puntillas, como si fuéramos críos, ¿se da cuenta?
Entramos de puntillas en el dormitorio y cerramos la puerta. Vimos que la
camarera había arreglado ya e! dormitorio, así que no era probable que
volviese, pero no estábamos seguros. En cualquier caso, no nos importaba. Nos
desnudamos aprisa, hicimos el amor en la cama y todo el rato la camarera al
otro lado del tabique, moviéndose por la suite, sin la menor idea de que estábamos allí. Ya le digo, estábamos
cachondos, pero al cabo de! rato encontramos graciosa la situación y nos entró
la risa. Por fin terminamos y nos quedamos abrazados, y la camarera seguía
allí, ¿y sabe qué? ¡Se puso a cantar! Había apagado la aspiradora y se puso a
cantar a pleno pulmón, y qué voz tan horrorosa tenía. Nosotros no parábamos de
reír, pero procurábamos no hacer ruido. ¿Y sabe lo que pasó después? Que dejó
de cantar y encendió la radio. Y de pronto oímos a
Chet Baker. Cantaba "I Fall in Love Too Easily", lento, suave,
meloso. Y
Lindy y yo allí acostados en la cama, oyendo cantar a Chet. Un momento después
también yo me puse a cantar, en voz muy baja, al ritmo que seguía Chet Baker en
la radio, con Lindy acurrucada entre mis brazos. Así fue. Y por eso vamos a
interpretar esa canción esta noche. Aunque no sé si ella se acordará. ¿Quién
diablos lo sabe?
El señor Gardner
dejó de hablar y vi que se enjugaba las lágrimas. Vittorio dobló otra esquina y
entonces me di cuenta de que pasábamos otra vez junto al restaurante. El local
parecía más animado que antes y en el rincón tocaba un pianista, un conocido
mío que se llamaba Andrea.
Volvimos a
sumergirnos en la oscuridad y dije:
—Señor Gardner, ya
sé que no es asunto mío. Pero entiendo que las cosas no han ido muy bien
últimamente entre usted y la señora Gardner. Quiero que sepa que comprendo esas
cosas. Mi madre solía estar triste, más o menos como usted ahora. Creía que
había encontrado a alguien y se ponía muy contenta cuando me hablaba del tipo
que iba a ser mi padre. La creí las dos primeras veces. Después supe que no
resultaría. Pero mi madre nunca dejó de creer. Y cada vez que se deprimía,
quizá como usted esta noche, ¿sabe lo que hacía? Ponía sus discos y cantaba las
canciones. Todos aquellos largos inviernos en aquella estrecha vivienda, se
quedaba allí, con las piernas encogidas, con un vaso de cualquier cosa en la
mano, cantando en voz baja. Y a veces, de esto me acuerdo, señor Gardner, los
vecinos de arriba daban patadas en el suelo, sobre todo cuando cantaba usted
aquellas fabulosas canciones rápidas, como «High Hopes» o «They All Laughed».
Yo observaba a mi madre, pero era como si no oyera nada más, sólo le oía a
usted, siguiendo el ritmo con la cabeza, moviendo los labios para reproducir la
letra. Señor Gardner, quería decírselo. Su música ayudó a mi madre a pasar
aquellos años y seguramente ayudó a millones de personas. Y sería magnífico que
también le ayudara a usted. —Reí ligeramente, para darme confianza, pero hice
más ruido del que pretendía—. Puede contar conmigo esta noche, señor Gardner.
Pondré en ello todo lo que llevo dentro. Lo haré tan bien como la mejor de las
orquestas, ya lo verá. Y la señora Gardner nos oirá, ¿y quién sabe? Puede que
las cosas vuelvan a normalizarse entre ustedes. Todas las parejas pasan por
momentos difíciles.
El señor Gardner
sonrió.
—Es usted un buen
tipo. Le agradezco que me eche una mano esta noche. Pero no podemos seguir
hablando. Lindy ha llegado ya. Hay luz en su habitación.
Estábamos ante un
palazzo junto al que ya habíamos pasado por lo menos dos veces y entonces
comprendí por qué Vittorio nos había tenido dando vueltas. El señor Gardner
había estado pendiente de que se encendiera la luz en determinada ventana y,
cada vez que la veía a oscuras, dábamos otra vuelta. En esta ocasión, sin
embargo, la ventana del segundo piso estaba encendida, los postigos abiertos, y
desde donde estábamos divisábamos un fragmento del techo, cruzado por oscuras
vigas de madera. El señor Gardner hizo una seña a Vittorio, pero éste ya había
dejado de remar y nos deslizamos
lentamente hasta que la góndola quedó bajo la ventana.
El señor Gardner se
puso en pie, otra vez haciendo escorar peligrosamente la góndola, y Vittorio
dio un salto para estabilizarnos. El señor Gardner llamó a su mujer, casi en
voz baja.
—¿Lindy? ¿Lindy?
—Por último, gritó—: ¡Lindy! Una mano empujó los postigos y apareció una figura
en el estrecho balcón. En la pared del palazzo, un poco por encima de nosotros,
había una farola, pero apenas iluminaba y la señora Gardner era poco más que
una silueta. Pese a todo, advertí que no llevaba el mismo peinado de antes, se
lo había arreglado, quizá para cenar.
—¿Eres tú, querido?
—Se apoyó en la barandilla—. Ya creía que te habían secuestrado. Estaba al
borde de un ataque de nervios.
—No seas tonta,
cariño. ¿Qué podría ocurrir en una ciudad como ésta? Además, te dejé una nota.
—No he visto ninguna nota, querido.
—Pues te dejé una
nota. Para que no te pusieras nerviosa.
—¿Dónde la dejaste?
¿Qué decía?
—No lo recuerdo, cariño.
—El señor Gardner parecía irritado Era una nota normal y corriente. Ya sabes,
de las que dicen he ido a comprar tabaco o algo parecido.
—¿Y eso es lo que
haces ahí abajo? ¿Comprar tabaco?
—No, cariño. Es
otra cosa. Voy a cantar para ti.
—¿Es una broma?
—No, cariño, no es
una broma. Estamos en Venecia. Aquí la gente hace estas cosas. —Hizo un
movimiento circular, para señalarnos a Vittorio y a mí, como si nuestra
presencia demostrara su argumento.
—Querido, hace un
poco de frío aquí fuera.
El señor Gardner
dio un profundo suspiro.
—Escúchanos
entonces desde dentro de la habitación. Vuelve a la habitación, cariño, ponte
cómoda. Deja las ventanas abiertas para oírnos bien.
La mujer lo miró
fijamente durante un rato y él le devolvió la mirada, sin que ninguno de los
dos abriera la boca. La mujer entró en la habitación y el señor Gardner pareció
desilusionarse, aunque la mujer se había limitado a seguir sus indicaciones. Abatió la cabeza
con otro suspiro y me di cuenta de que dudaba si seguir adelante. Así que dije:
—Vamos, señor
Gardner, manos a la obra. Interpretemos «By
the Time I Get to Phoenix». Hice un floreo suave, sin ritmo todavía, el típico
rasgueo que lo mismo invita a seguir adelante que a abandonar. Procuré que
sonara a cosa americana, bares de carretera tristes, autopistas largas y
anchas, y creo que también pensé en mi madre, en cuando yo había entrado en la
habitación y la había visto mirando fijamente la carátula de un disco en que
había una carretera americana, o quizá fuera el cantante, sentado en un coche
americano. Lo que quiero decir es que me esforcé por tocar de un modo que mi
madre hubiera reconocido como procedente de aquel mismo mundo, el mundo de la carátula
de su disco.
Entonces, sin que
me diera cuenta, y antes de coger yo un ritmo estable, el señor Gardner se puso
a cantar. De pie en la góndola, su postura era muy inestable y tuve miedo de
que en el momento más inesperado perdiera el equilibrio. Pero su voz brotó tal
como la recordaba, suave, casi ronca, pero con mucho cuerpo, como si cantara
con un micrófono invisible. Y, al igual que los mejores cantantes americanos,
cantaba con un rastro de cansancio en la voz, incluso con un punto de titubeo,
como si no estuviera acostumbrado a abrir su corazón de aquel modo. Así
trabajan los grandes.
Nos enfrascamos en
la canción, abundante en desplazamientos y despedidas. Un americano abandona a
la mujer con la que está. Sigue pensando en ella mientras recorre ciudades,—
una por una, estrofa a estrofa, Phoenix, Albuquerque, Oklahoma, un largo viaje
que mi madre nunca pudo emprender. Ojalá pudiéramos alejarnos de las cosas con
tanta facilidad; supongo que es lo que mi madre habría pensado. Ojalá
pudiéramos alejarnos así de la tristeza.
Al terminar, el
señor Gardner dijo:
—Vale, pasemos
directamente a la siguiente, «I Fall in Love Too Easily».
Como era la primera
vez que tocaba con el señor Gardner, tuve que adaptarme a él sobre la marcha,
pero nos salió bastante bien. Después de lo que me había contado sobre aquella
canción, no aparté los ojos de la ventana en ningún momento, pero no hubo el
menor signo de vida de la señora Gardner, ningún movimiento, ningún sonido,
nada. Terminamos y quedamos en silencio y rodeados de oscuridad. Un vecino
cercano abrió los postigos, quizá para oír mejor. Pero en la ventana de la
señora Gardner, nada. Atacamos «One for My Baby» muy quedos, prácticamente sin
ritmo. Y después todo volvió a quedar en silencio. Seguimos mirando la ventana,
hasta que por fin, tal vez al cabo de un minuto entero, lo oímos. Apenas se
percibía, pero era inconfundible. La señora Gardner sollozaba.
—Lo conseguimos,
señor Gardner —exclamé en voz baja—. Lo conseguimos. Hemos llegado a su corazón.
Pero el señor
Gardner no parecía complacido. Cabeceó con cansancio, se sentó e hizo una seña
a Vittono.
—Da la vuelta y
llévanos al otro lado. Ya es hora de volver.
Nos pusimos en
marcha y me pareció que el señor Gardner evitaba mirarme, casi como si se avergonzara
de lo que acabábamos de hacer, y empecé a recelar que todo aquel plan había
sido una especie de broma malintencionada. Por lo que yo sabía, aquellas
canciones estaban cargadas de connotaciones nefastas para la señora Gardner.
Dejé la guitarra a un lado y tomé asiento, tal vez un poco mohíno, y así
seguimos un rato.
Salimos a un canal
más ancho e inmediatamente nos cruzamos con un vaporetto que venía en sentido
contrario y cuya estela zarandeó nuestra góndola. Estábamos ya muy cerca de la
fachada principal del palazzo del señor Gardner y mientras Vittorio nos
acercaba al muelle, dije:
—Señor Gardner,
usted ha desempeñado un papel importante en mi educación. Y esta noche ha sido
muy especial para mí. Si nos despidiéramos ahora y no volviéramos a vernos, sé
que pasaría el resto de mi vida haciéndome preguntas. Le pido, pues, por favor,
que me lo aclare, señor Gardner. ¿Lloraba la señora Gardner hace un momento
porque se sentía feliz o porque estaba disgustada?
Pensé que no iba a
responderme. En aquella semioscuridad, el hombre era simplemente un bulto
encorvado en la proa. Pero mientras Vittorio amarraba la góndola, dijo:
—Supongo que le ha
gustado oírme cantar así. Pero seguro que estaba disgustada. Los dos lo
estamos. Veintisiete años es mucho tiempo y después de este viaje nos
separaremos. Es nuestro último viaje juntos.
—Lamento mucho oír
eso, señor Gardner —dije en voz baja—. Supongo que muchos matrimonios se
terminan, incluso después de veintisiete años. Pero ustedes, por lo menos, son
capaces de separarse así. Vacaciones en Venecia. Canciones en góndola. Pocas
parejas se separan de un modo tan civilizado.
—¿Y por qué no
íbamos a portarnos civilizadamente? Todavía nos queremos. Por eso lloraba.
Porque todavía me quiere tanto como yo a ella.
Vittorio estaba ya
en el embarcadero, pero el señor Gardner y yo seguimos sentados en la
oscuridad. Esperaba que me contara más cosas y, efectivamente, al cabo de un
momento prosiguió:
—Como ya le dije,
me enamoré de ella en cuanto la vi. Pero ¿me correspondió entonces? Dudo que la
pregunta le haya pasado alguna vez por la cabeza. Yo era una estrella y eso era
lo único que le importaba. Yo era la materialización de sus sueños, lo que
había planeado conquistar en aquel pequeño restaurante. Amarme o no amarme no
estaba previsto. Pero veintisiete años de matrimonio pueden engendrar cosas
curiosas. Mucha parejas se quieren desde el principio, luego se cansan y
terminan odiándose. Pero a veces es al revés. Tardó unos años, pero poco a poco
Lindy acabó queriéndome. Al principio no me atrevía a creerlo, pero con el
tiempo ya no fue necesario creer. Un ligero roce en mi hombro cuando nos levantábamos
de una mesa. Una sonrisa generosa desde el otro lado de la habitación cuando no
había nada por lo que sonreír, sólo sus ganas de bromear. Apuesto a que se
sintió tan sorprendida como la que más, pero eso es lo que ocurrió. Al cabo de
cinco o seis años nos dimos cuenta de que nos sentíamos cómodos juntos. De que
nos preocupábamos por nosotros, nos cuidábamos. Como ya he dicho, nos
queríamos. Y nos seguimos queriendo. —No lo entiendo, señor Gardner. ¿Por qué
se separan entonces?
Dio otro suspiro de
los suyos.
—¿Y cómo quiere
entenderlo, amigo mío, siendo de donde es? Pero ha sido amable conmigo esta
noche y trataré de explicárselo. La cuestión es que yo ya no soy la figura de
primera línea que fui en otra época. Proteste todo lo que quiera, pero en el
lugar de donde yo soy es un hecho consumado. Ya no soy una figura de primera
línea. Ahora me toca aceptarlo y desaparecer. Vivir de las glorias pasadas. O
puedo decir no, aún no estoy acabado. En otras palabras, amigo mío, podría
regresar. Muchos lo han hecho, en mi situación y en situaciones peores. Pero
los regresos son apuestas arriesgadas. Tienes que estar preparado para hacer
muchos cambios y algunos son difíciles. Cambias tu forma de ser. Cambias
incluso algunas cosas que amas.
—Señor Gardner, ¿me
está diciendo que usted y la señora Gardner tienen que separarse porque usted
prepara su regreso?
—Mire a los otros,
a esos que vuelven bañados en
éxito. Mire a los de mi generación que todavía están en pie. Absolutamente
todos han vuelto a casarse. Dos veces,
en ocasiones tres. Absolutamente todos tienen una esposa joven del brazo. Lindy
y yo estamos a punto de convertirnos en el hazmerreír del público. Además, hay
una damisela a la que le he echado el ojo y que me ha echado el ojo a mí. Lindy
sabe lo que pasa. Lo sabe desde hace más tiempo que yo, quizá desde la época en
que estaba en aquel restaurante, escuchando a Meg. Hemos hablado de esto.
Comprende que ha llegado el momento de seguir por caminos separados.
—Sigo sin
entenderlo, señor Gardner. El lugar de donde son ustedes no puede ser muy
diferente de cualquier otro. Por eso, señor Gardner, por eso, las canciones que
ha cantado usted durante todos estos años han tenido sentido para gente de
todas partes. Incluso para gente de donde yo vivía. ¿Y qué dicen todas esas
canciones? Si dos personas dejan de amarse y se tienen que separar, eso es
triste. Pero si siguen queriéndose, deberían estar juntas para siempre. Eso es
lo que dicen las canciones.
—Entiendo a qué se
refiere, amigo. Y sé que puede parecerle desagradable. Pero las cosas son así.
Y escuche, también es por Lindy. Es mejor para ella que hagamos esto ahora. Aún
no ha empezado a envejecer. Ya la ha visto, todavía es una mujer hermosa.
Necesita escapar, ahora que tiene tiempo. Tiempo para encontrar otro amor, para
casarse otra vez. Tiene que escapar antes de que sea demasiado tarde.
No sé qué le habría
respondido, porque entonces dijo por sorpresa:
—Su madre. Supongo
que no escapó.
Medité aquello y
dije con voz tranquila:
—No, señor Gardner.
No escapó. No vivió lo suficiente para ver los cambios del país.
—Una lástima. Estoy
seguro de que era una mujer estupenda. Si lo que dice es cierto, y mi música le
sirvió para sentirse feliz, eso significa mucho para mí. Lástima que no
escapara. No quiero que le pase eso a mi Lindy. No señor. A mi Lindy no. Quiero
que mi Lindy escape.
La góndola golpeaba
suavemente contra el muelle. Vittorio nos llamó en voz baja, alargando la mano,
ya los pocos segundos el señor Gardner se puso en pie y bajó. Cuando puse los
pies en el embarcadero, con la guitarra —no pensaba mendigar un paseo gratis a
Vittorio—, el señor Gardner tenía la billetera en la mano.
Vittorio pareció
contento con lo que recibió y, con la delicadeza que caracterizaba a sus
expresiones y sus gestos, volvió a su góndola y se alejó por el canal.
Lo vimos
desaparecer en la oscuridad y, cuando me di cuenta, el señor Gardner me estaba
poniendo un montón de billetes en la mano. Le dije que era demasiado, que al
fin y al cabo había sido un gran honor para mí, pero no quiso que le devolviera nada.
—No, no —dijo,
agitando la mano delante de su cara, como si quisiera terminar, no sólo con lo
del dinero, sino también conmigo, con la noche, quizá con aquella parte de su
vida. Echó a andar hacia el palazzo, pero tras dar unos pasos se detuvo y se
volvió para mirarme. La calle, el canal, todo estaba ya en silencio y sólo se
oía a lo lejos el rumor de una televisión. —Ha tocado bien esta noche, amigo
—dijo—. Tiene un sonido delicioso.
—Gracias, señor
Gardner. Y usted ha cantado de un modo magnífico. Como siempre.
—Puede que antes de
irnos me acerque otra vez por la plaza. A oírle tocar con su grupo.
—Espero que sí, señor Gardner.
Pero no volví a
verlo. Meses después, en otoño, me enteré de que se había divorciado de la
señora Gardner: un camarero del Florian lo leyó no sé dónde y me lo contó. Me
acordé de todo lo que había sucedido aquella noche y volver a pensar en aquello
me entristeció un poco. Porque el señor Gardner me había parecido un tipo muy
decente, y se mire como se mire, con regreso o sin regreso, siempre será uno de
los grandes.
en Nocturnos, 2010
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