Fragmento
La segunda parte de
mi estudio se titula: «Robert Brasillach o la señorita de Núremberg». «Fuimos
unos cuantos quienes nos acostamos con Alemania», admitía, «y siempre
conservaremos de ello un tierno recuerdo.» Esta espontaneidad suya recuerda a
la de las jóvenes vienesas durante el Anschluss. Los soldados alemanes
desfilaban por el Rin y ellas se habían puesto, para tirarles rosas, unos
vestidos tiroleses muy coquetos. Luego, se paseaban por el Prater con esos
ángeles rubios. Y después venía el crepúsculo encantado del Stadtpark donde
besaban a un joven SS Totenkopf susurrándole unos lieder de Schubert. ¡Dios
mío, qué hermosa era la juventud en la otra orilla del Rin...! ¿Cómo era
posible no enamorarse del joven hitleriano Quex? En Núremberg, Brasillach no se
podía creer lo que estaba viendo: músculos del color del ámbar, miradas claras,
labios vibrantes de los Hitlerjugend y sus vergas, cuya tensión se intuía en la
noche ardorosa, una noche tan pura como la que vemos caer sobre Toledo desde lo
alto de los cigarrales... Conocí a Robert Brasillach en la Escuela Normal
Superior. Me llamaba cariñosamente «su buen Moisés» o «su buen judío».
Descubríamos juntos el París de Pierre Corneille y de René Clair, cuajado de
tabernas simpáticas en donde tomábamos vasitos de vino blanco. Robert me
hablaba con picardía de nuestro buen maestro André Bellessort e ideábamos algunas
bromas sabrosas. Por la tarde «desasnábamos» a unos cuantos zotes judíos,
tontos y presumidos. Por la noche, íbamos al cine o saboreábamos con nuestros
amigos ya «titulados» brandadas de bacalao muy abundantes. Y en torno a la
medianoche bebíamos esos zumos de naranja helados que tanto le gustaban a
Robert porque le recordaban a España. En todo esto consistía nuestra juventud,
la honda mañana que nunca más recuperaremos. Robert inició una brillante
carrera de periodista. Recuerdo un artículo que escribió acerca de Julien
Benda. Paseábamos por el parque de Montsouris y nuestro Gran Meaulnes estaba
denunciando con voz viril el intelectualismo de Benda, su obscenidad judía, su
senilidad de talmudista. «Disculpe», me dijo de repente. «He debido de ofenderlo.
Se me había olvidado que era israelita.» Me puse encarnado hasta la punta de
las uñas. «¡No, Robert, soy un goy honorífico! ¿Acaso no sabe que un Jean Lévy,
un Pierre-Marius Zadoc, un Raoul-Charles Leman, un Marc Boasson, un René
Riquier, un Louis Latzarus, un René Gross, todos ellos judíos como yo, fueron
vehementes partidarios de Maurras? ¡Pues yo, Robert, quiero trabajar en Je suis
partout! ¡Presénteme a sus amigos, se lo ruego! ¡Me haré cargo de la sección
antisemita en vez de Lucien Rebatet! ¿Se imagina qué escándalo?». A Robert le
encantó esa perspectiva. No tardé en simpatizar con P. A. Cousteau, «bordelés,
moreno y viril»; con el cabo Ralph Soupault; con Robert Andriveau, «fascista
pertinaz y tenor sentimental de nuestros banquetes», con el jovial Alain
Laubreaux, oriundo de Toulouse; y, finalmente, con el cazador alpino Lucien
Rebatet («Es un hombre, coge la pluma igual que cogerá el fusil cuando llegue
el día»). Le di enseguida a ese campesino de Le Dauphiné unas cuantas ideas
adecuadas para guarnecer su sección antisemita. Más adelante, Rebatet me pedía
consejos continuamente. Siempre pensé que los goyim son demasiado burdos para
entender a los judíos. Incluso su antisemitismo es torpe.
en Trilogía de la ocupación, 2012
No hay comentarios.:
Publicar un comentario