Zorba se había arrodillado frente a la olla, miraba el fuego con ojos dilatados y callaba.
–¿Tienes hijos, Zorba? –le pregunté de pronto.
Se volvió.
–¿Por qué me lo preguntas? Tengo una hija.
–¿Casada?
Zorba se rió.
–¿Por qué ríes, Zorba?
–¿Acaso es necesario preguntarlo? Por supuesto, está ca¬sada. No es una chica idiota. Estaba yo trabajando en una mina de cobre, en Pravitsa, en la Calcídica. Un día me llega una carta de mi hermano Yanni. Es cierto que olvidé decirte que tengo un hermano, hombre casero, sensato, beatón, usu¬rero, hipócrita, un hombre de bien, pilar de la sociedad. Ven¬de comestibles en Salónica. «Alexis, hermano», me decía en la carta, «tu hija Froso tomó mal camino, ha deshonrado nuestro nombre. Tiene un amante y le ha nacido un hijo de él, nuestra reputación ha quedado por los suelos. Pienso llegar a la aldea y degollarla.»
–¿Y tú, qué hiciste, Zorba?
Zorba se encogió de hombros.
–«¡Puf, las mujeres!», me dije, y rompí la carta.
Removió el arroz, le echó sal y rió sarcásticamente.
–Espera, ahora oirás lo más gracioso. Dos meses más tarde, recibo del muy tonto de mi hermano otra carta: «¡Sa¬lud y júbilo, querido hermano Alexis!», escribía el imbécil. «Ha sido reparada la honra, ahora puedes llevar alta la fren¬te, el hombre de marras se casó con Froso.»
Zorba se volvió a mirarme. Al fulgor de su cigarrillo le veía brillantes los ojos. Nuevamente se encogió de hombros.
–¡Puf, los hombres! –dijo con profundo desprecio.
Y al rato:
–¿Qué cabe esperar de las mujeres? Que tengan hijos con el primer llegado. ¿Qué cabe esperar de los hombres? Que caigan en el lazo como chorlitos. ¡Apúntalo en la memoria, patrón!
Retiró la olla del fuego; comimos.
Zorba volvió a sumirse en sus meditaciones. Alguna pre¬ocupación lo atormentaba. Me miraba, entreabría la boca, la cerraba de nuevo. A la luz de la lámpara de aceite yo le veía los ojos inquietos, que reflejaban interior turbación.
No pude aguantar.
–Zorba –le dije–, tú quieres decirme algo, pues dímelo. ¡Ea, amigo, desembucha!
Zorba callaba; cogió una piedrecilla y la arrojó con fuerza por la puerta abierta.
–¡Deja esas piedras y habla!
Zorba alargó el arrugado cuello.
–¿Confías en mí, patrón? –me preguntó con tono an¬sioso, clavando la mirada en mis ojos.
–Sí, Zorba. Hagas lo que hicieres, no puedes equivocarte. Aunque lo quisieras, no lo podrías. Eres, digamos, como un león, o como un lobo. Estas bestias no proceden jamás al modo de carneros o de asnos, no se apartan nunca de los ca¬rriles en que los puso su natural complexión. Igualmente tú: eres Zorba hasta el extremo de las uñas.
Zorba meneó la cabeza.
–Bien, pero no entiendo ya adónde diablos vamos.
–Lo sé yo, no te preocupes. ¡Sigue adelante!
–Repítelo otra vez, patrón, para que me entre valor.
–¡Sigue adelante!
Los ojos le fulguraron.
–Ahora puedo hablarte –dijo–. Desde hace días alien¬to un gran proyecto, una idea descabellada que se me anidó en la cabeza. ¿La realizamos?
–¿Y lo preguntas? Para eso estamos aquí, Zorba, para ejecutar ideas.
Zorba, alargando el cuello, me contempló con alegría y con temor a la vez:
–¡Habla claro, patrón! ¿No hemos venido aquí por la mina?
–La mina es un pretexto, para no intrigar a la gente. Para que nos tengan por serios industriales y no nos acribi¬llen arrojándonos tomates. ¿Comprendes, Zorba?
Zorba quedó boquiabierto. Se esforzaba por comprender, sin atreverse a creer en tamaña dicha. De pronto, lo iluminó la comprensión y se arrojó hacia mí, cogiéndome de los hombros.
–¿Bailas? –me preguntó apasionadamente–. ¿Bailas?
–No.
–¿No?
Dejó los brazos caídos, asombrado.
–Bueno –dijo al rato–. Entonces bailaré yo, patrón. Siéntate un poco más allá, que no te atropelle. ¡Ohé! ¡Ohé!
De un brinco saltó afuera de la barraca, se quitó los za¬patos, la chaqueta, el chaleco, se arremangó los pantalones hasta las rodillas y comenzó a bailar. La cara, aún sucia de carbón, parecía negra. Los ojos brillantes, blancos.
Entró en el torbellino de la danza dando palmadas, brin¬cando luego, girando como una peonza en el aire, dejándose caer en elásticas flexiones de las piernas, volviendo a dar botes con las piernas dobladas, como si fuera de goma. Se alza¬ba de repente en un impulso que parecía destinado a que¬brantar las leyes de la naturaleza para echarse a volar. Se ad¬vertía en el carcomido cuerpo la lucha del alma por liberar a la carne y lanzarse con ella, como un meteoro, en las tinie¬blas. Sacudía con fuerza el cuerpo, que volvía a caer por no hallar cómo sostenerse en lo alto; lo sacudía nuevamente, des¬piadado, y conseguía llevarlo esta vez un poco más arriba; pero el pobre volvía a caer, jadeante.
Zorba, cejijunto, mostraba inquietante gravedad. Ya no salían gritos de su boca. Con las mandíbulas apretadas se em¬peñaba en lograr lo imposible.
–¡Zorba! ¡Zorba! –exclamé–. ¡Basta ya!
Temía que, de repente, no resistiendo el gastado cuerpo tal impetuosidad, se disgregara en mil trozos a los cuatro vientos.
Pero era inútil que gritara. ¿Cómo podía oír Zorba los gritos de la tierra? Sus entrañas eran ahora las de un pájaro.
1946
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