Aunando el primer intertexto que es el universo de Peter Pan, está el epígrafe general del libro, de Marc Chagall, que reconfigura el imaginario de Barrie, dándole un giro de base derruida, en donde la ausencia de hogares, de casas que «fueron desde la niñez destruidas», refiere a un retorno imposible, como naves que ya han sido quemadas para no volver.
«Un desconocido silba en el bosque» marca la señal de la oscuridad que se cierne como niebla: mientras dentro del hogar asoman las hadas, afuera «el hermano muerto escucha tras la puerta». Otra señal que, sin embargo, sirve para guiar al hablante, se apaga. La muerte siempre oscura y la incapacidad de proseguir. Luego la batalla reflejada en el frío invierno y nieve ajena —o muerta— al mundo, versus las huellas como memoria y sol y luz y vida. El cambio de lenguaje, como cambio de voz y estado, ahora en la muerte. Luego, la esperanza está dada en la infancia —en sus propios hijos a los que dedica este poema— en «Juegos», en donde las fuerzas de vida y muerte están representadas por los niños y los adultos. Los infantes refieren a la ingenuidad y pureza que se tuvo en el pasado, como también al futuro, al tiempo nuevo que ellos en sí mismos guardan. Mientras los niños narran sus «historias incontables», para los adultos sólo la condena del silencio. En «Los dominios perdidos» las estrellas hacen de la noche una figura benigna, ya que es posible apagar las lámparas y seguirlas. Se reiteran las asociaciones y cualidades de los elementos: la luz, el día y la memoria, además del hogar entre los sueños, salvaguardado de toda sombría realidad en la que el hablante lírico se tiende a situar: «Lo que importa no es la casa de todos los días / sino aquella oculta en un recodo de los sueños».
Se reitera, ahora en «A un niño en un árbol», la figura de la verticalidad. El niño es «el único habitante» de la isla de la infancia, que ha dejado fuera la violencia del viento y el silencio de la noche. Desde ahí todo lo visto está deteriorado: el verano otorga pesadillas y en la acequia se halla un «amigo desaparecido» o muerto. Los «ojos de extraños peces / [que] miran amenazantes desde el cielo» marcan el quiebre del universo que hemos presenciado —«Hay que volver a tierra»— y el asalto del tiempo se concreta como peces invadiendo la isla de la infancia, que «se hunde» irremediable en las profundidades de la adultez, del tiempo que siempre prefigura la muerte.
Se repite la tripartición en «Historia de un hijo pródigo», cuadro que se inicia oscuro, pero en el que se encienden inmediatamente velas. Aún en el silencio —otro opuesto enfrentado a decir, que es vida— no hay sonrisas, por lo que desde las sombras la muerte intenta comunicarse. No se es cuando uno no se encuentra en ninguna parte. La ruina del mundo se evidencia al revertirse. Las palabras han dejado de tener significado al perderse toda identidad. La espacialidad ve alterada su lógica, por ende también la temporalidad a la que está sujeta: la realidad del poema es una, anclada en la muerte, en la cual el reflejo y el viento son los que pueden dar cuenta de lo que el hablante ha vivido. Mientras el temporal sigue amenazando, ahora hablando un lenguaje olvidado, «el padre nos acoge, pero no lo reconocemos»: la realidad finalmente desarmada. Vuelve ya la noche, atardeciendo, cuando las «Señales» evidencian la embestida frontal del tiempo, que no es más que el destino que será noche y el fracaso de la vida en los rostros de los que entrarán en la muerte, los desaparecidos, las novias que han muerto esperando y los vagabundos destrozados por los trenes. Las señales ya están dadas [1]. El enfrentamiento de la vida con la muerte no cesa. El amor es posible sólo guardando la infancia, sin embargo la distancia es lo único reflejado en la «Carta de lluvia» que carga el jinete. El tiempo se reitera a sí mismo en la muerte acechante, ahora hecha memoria en los odiados fantasmas. Es el mundo el que se arruina como una pelota que se pudre en un techo. Sólo en sus sueños ella viene atravesando el tiempo, conservando el recuerdo de lo sentido, esa lluvia que en la infancia se debió compartir. Recién en ese punto la reunión sería posible, donde los sueños, donde sí es posible reiterar la alegría.
«Traten de despertar» es el último poema del corpus, en el que el hablante apela a que al menos sus recuerdos no lo abandonen. No hay espacio aquí ni para los árboles ni para el amor. No hay tiempo tampoco en la ciudad para la esperanza, pues ella sólo es reflejo de las ruinas en las que ya no queda nada. Sólo persiste el recuerdo de la partida en el tren lejos del pueblo y la posibilidad final, el sueño del sueño en el País de Nunca Jamás, en donde el tiempo ya no pueda ser.
[1] Cfr. el poema “Murió Cárdenas” en El molino y la higuera, 1993.
en Jorge Teillier, Nostalgia de la Tierra, Cátedra, 2013
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