Ayer estuvo en casa un pariente del campo. Llegó
borracho y sudoroso. Cojo como es, habrá andado difícil por las calles de
Osorno, con el alcohol acumulado en el tobillo del pie derecho, su hueso
malformado.
Trajo la noticia de la brutal caída de caballo de su padre,
tío abuelo mío por huilliche y por marido de una de las hermanastras de mi
abuela.
José Llanquilef, 89 años, carpintero, campesino, constructor
de lanchas y botes, mueblista y ex dueño de un almacén y de un microbús de
recorrido rural, vive por estos días sus últimos días. Ha perdido la memoria y de
sus ojos se ha borrado el mundo.
Su mujer, Zulema Huaiquipán Huenún, trajinará diminuta
bajo el peso de la joroba de vejez por los pasillos del hospital de Quilacahuín.
Pronto graznará el chonch6n desde el lado siniestro de
la vida.
¿Quién pide aplausos
por vivir o
por morir?
Este,
que recibi6 las arrugas
y las canas
como los árboles de monte, no
murió: quedó encantado.
Su catafalco va cubierto
de crisantemos y de lirios.
Nadie lo llora en el cortejo
que avanza entre el río
y los sembrados
de papa y remolacha.
Silencio de agua, polvo de murmullo.
Del Trumao de los trenes
al Cantiamo de las arvejas enormes;
del Trinidad de las manzanas
a la Barra del río Bueno:
que refloten los antiguos vapores
varados
(el “Margarita”, el “Tres palos”, el
“Rahue”)
y que se embarquen todos
los que ya murieron.
Mañana
florecerán los arrayanes,
y los campos serán de las abejas,
y el muerto despertará la primera
mariposa
bajo la lluvia de la eternidad.
en Ceremonias, 1999
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