Carlos Prats sabía que andaban detrás de él. El arma que cargaba consigo cada vez que salía a la calle reafirma esa certeza. También sabía que andaban tras sus memorias. De ahí el apuro por escribirlas y la precaución de guardarlas en la caja fuerte de su departamento en Buenos Aires.
Había recibido amenazas telefónicas y mensajes de advertencia. El más claro se lo hizo llegar el ex senador Carlos Altamirano por intermedio de un abogado chileno exiliado en Argentina: los servicios de seguridad de la República Democrática Alemana habían sido advertidos de un plan para matar al general chileno.
Prats se dio por enterado en agosto de 1974, un mes antes del atentado, pero no hizo nada más que lo que estaba haciendo hace meses: cuidarse y esperar los pasaportes chilenos que la embajada de su país demoraba en entregarle. Tenía una oferta de trabajo en una universidad española y la posibilidad de viajar con documentos argentinos. Tenía todo para escapar de su destino pero ahí seguía, testarudo, orgulloso. Saldría con pasaportes de su país o no saldría. Era un asunto de dignidad, decía, confiando en la seguridad que le brindaban los servicios de inteligencia argentinos.
La seguridad, sin embargo, no fue la misma desde el 1 de julio. Ese día Juan Domingo Perón murió y las cosas ya no fueron como antes en Argentina.
La amenaza también era un secreto a voces en los círculos de poder al otro lado de la cordillera. Federico Willoughby, el secretario de prensa de la Junta de Gobierno, declaró a la justicia argentina que en los días previos al atentado se le acercó el coronel Pedro Ewing para manifestarle que se había generado «un ambiente muy peligroso para Prats». Es más, en esa misma declaración dijo que «por alguna razón (…) se fue generando irritación en Pinochet, en razón de que Prats tuviera gravitación en el extranjero y porque este reprobaba al régimen militar».
Ewing había sido alumno de Prats en la Academia de Guerra y, como muchos de sus alumnos y subalternos, le tenía cariño y respeto, no obstante que fuera crítico de su actuación en el gobierno de la Unidad Popular. Ewing y otros oficiales de su generación que trataron a Prats estaban enfrentados a un dilema. Más Ewing que otros: le debía lealtad a la Junta de Gobierno, de la que era ministro, pero no compartía que sus compañeros de armas quisieran tomar venganza contra Prats, un general que siempre se mostró leal y correcto con los suyos.
Ewing estaba en un problema que no supo cómo resolver. Después de asistir a una reunión en el penúltimo piso del edificio Diego Portales fue en busca del secretario de prensa para manifestarle su preocupación y decirle que algo había que hacer. Prats era objeto de seguimientos y, según Willoughby, el coronel le dijo que «temía sinceramente que pudiera ocurrirle algo malo».
Algo malo. Eso fue lo que se planeaba en Santiago, a la vista y oídos de todos.
***
Los que presenciaron la escena se quedaron paralizados. No era primera vez que veían algo así: en privado, entre camaradas y colaboradores de terno y corbata, el general solía dar rienda suelta a sus arrebatos de ira. Quienes lo trataban de cerca en esos días comenzaban a acostumbrarse a ese genio. Sin embargo, ese día fue distinto. Más intenso y explosivo que nunca. Todo por un artículo de prensa que alguien dejó sobre su escritorio.
La prensa extranjera solía enojarlo, sobre todo cuando se refería a los horrores de su régimen. Por ese motivo sus colaboradores le ocultaban algunas publicaciones. Pero esta vez alguien juzgó conveniente que el artículo de una publicación argentina, firmado con el seudónimo de Lautaro, llegara a manos del general.
Federico Willoughby, el asesor de prensa, recuerda cómo el rostro del general se iba descomponiendo a medida que leía. Y no avanzó demasiado. Bastaron un par de párrafos para que el general lanzara un grito destemplado y tirara por los aires la publicación.
Pinochet había maldecido a Carlos Prats, el verdadero autor tras el seudónimo Lautaro.
La publicación, que algún subalterno se apresuró a recoger sin atreverse a devolverlo al escritorio, trataba las implicancias geopolíticas del la crisis árabe-israelí. Un tema en apariencia inofensivo. Pero el punto no era ese, sino el autor y la materia: Carlos Prats había escrito sobre geopolítica, una materia en la que Pinochet se suponía experto.
Ese pudo ser el momento en que la suerte de Carlos Prats quedó sellada. Ese o cuando Pinochet leyó la carta que le envió Prats el 5 de junio donde se quejaba de una maquinación concertada en su contra. Días atrás, el agregado militar de Chile en Colombia había dado una entrevista de prensa en la que ironizaba sobre el buen pasar económico que supuestamente llevaba el ex comandante en jefe del Ejército chileno en su exilio en Buenos Aires.
Escribió Prats:
Quisiera manifestarle que no me parece que haya sido formulada espontáneamente por él; porque es inconcebible –en la práctica de las virtudes militares– que un coronel en servicio activo ataque públicamente a un ex comandante en jefe.
Además aprovechó de dar cuenta detallada de su precaria situación económica y no pasó por alto otros ataques verbales de los que había sido víctima desde su salida del país. La de Prats era una carta enérgica y resuelta que terminaba así:
Desde que dejé las filas (del Ejército) no me he entrometido en el quehacer de mi sucesor.
Esta última frase tocó una fibra sensible que Pinochet juzgó ponzoñosa, pues veía en ella una amenaza y un desafío a su autoridad. Su respuesta fue una carta redactada en un estilo seco y notarial, que marcó un punto de no retorno. Está fechada el 24 de junio, el mismo día en que Pinochet fue designado Jefe Supremo de la Nación:
Escribió Pinochet:
Con respecto a su afirmación de que no se ha entrometido en el quehacer de su sucesor, estimo que no es procedente tal declaración puesto que el suscrito, en su calidad de presidente de la Junta de Gobierno y comandante en jefe del Ejército, no se lo aceptaría ni al señor general ni a nadie.
Esa fue la última comunicación entre ambos. A partir de entonces no hubo más que decir. Era el turno de la acción.
***
El operativo que se ideó desde Santiago para acabar con la vida de Carlos Prats tuvo motivaciones políticas. Pero tuvo también un componente pasional.
Pinochet recelaba de los contactos y aptitudes de su antecesor no necesariamente porque pusieran en riesgo su posición de poder, sino porque acusaban sus propias limitaciones intelectuales. Es muy probable que el recelo anteceda por mucho a la toma del poder y que se incubara por años, por toda una vida, hasta derivar, como en el caso del emperador Tiberio, en un resentimiento incurable.
Eso último no es un pecado sino una pasión, previno Gregorio Marañón en su ensayo sobre Tiberio. Pero esa pasión de ánimo –agregó– puede conducir al pecado y, a veces, a la locura o al crimen.
Marañón sostiene que en la génesis del resentimiento es condición esencial «la falta de comprensión, que crea en el futuro resentido una desarmonía entre su real capacidad para triunfar y la que se le supone». Y es precisamente esa incomprensión de sus capacidades la que impulsó a Pinochet a escribir textos militares y procurar abrirse camino en la docencia. En ese afán había un ánimo de reconocimiento que le fue esquivo.
Desde sus años de cadete militar, cuando debía esforzarse el doble que sus compañeros para conseguir logros que no superaban la medianía, Pinochet resintió una adversidad que muy probablemente juzgaba injusta. A diferencia de Prats, que tuvo una carrera brillante, la de Pinochet estuvo marcada por claroscuros.
Prats egresó de cadete como primera antigüedad y más tarde, en la Academia de Guerra, volvió a ser el alumno más destacado de su generación. Pinochet, en cambio, fue un estudiante del montón: nunca entre los primeros pero tampoco entre los últimos.
Así las cosas, no fue casual que Prats alcanzara la Comandancia en Jefe del Ejército; lo casual fue que un alumno de calificaciones regulares como Pinochet llegara a un puesto que tradicionalmente era y es ocupado por los mejores oficiales de cada generación.
Más que encono, Pinochet debería haber sentido gratitud hacia Prats: fue él quien lo promovió a comandante en jefe, creyéndolo capaz y, sobre todo, leal. Si algo de eso hubo, no duró más que diecisiete días. Roto el juramento de obediencia al presidente Allende, la gratitud derivó en encono. No porque Prats haya tenido responsabilidad alguna en las dificultades que Pinochet sorteó en su carrera, sino porque las ponían en evidencia.
En su biografía sobre Pinochet, Gonzalo Vial dice que el general que se hizo del poder en 1973 era consciente del menosprecio intelectual que Allende y otros políticos de la Unidad Popular sentían por él. Eso no significaba que no lo tuviera por un hombre de fiar, muy por el contrario. Nada más confiable que un militar al que consideraban únicamente «preocupado de los juegos de guerra».
No había cómo pensar otra cosa. En confianza, en reuniones sociales o de trabajo, Pinochet solía hablar de gestas bélicas y anécdotas de cuartel. Esos eran sus temas. Pinochet representaba mejor que ningún otro oficial de ejército «esa concupiscencia y frivolidad, esas limitaciones intelectuales y culturales» de las que habló Prats en su carta de 1974 a la viuda de José Tohá.
En ese y otros sentidos, Prats era una excepción en el ejército chileno. Podía hablar de igual a igual con Allende y otros dirigentes de la Unidad Popular. Podía conversar de gestas bélicas y anécdotas de cuartel pero también de literatura, arte y política. Sus conocimientos eran amplios y ponían al descubierto las deficiencias de Pinochet. No sólo ante dirigentes políticos, sino que también ante sus propios compañeros de armas.
Uno de ellos, el general Fernando Lyon, se sorprendió cuando Pinochet le confesó que el general René Schneider lo consideraba «un general de poco vuelo intelectual». Transcurrían los primeros días tras el golpe de Estado y, a decir de testigos, «esa confesión estuvo cargada de cierto resentimiento».
La opinión de Schneider no era muy distinta a la que expresó Prats en la carta a la viuda de José Tohá. Después de señalar la «limitaciones intelectuales y culturales» de los militares golpistas, se detuvo a diseccionar al jefe de ellos:
En su personalidad –como en el caso Duvalier– se conjugan admirablemente una gran pequeñez mental con una gran dosis de perversidad espiritual, como lo ha estado demostrando con sus inauditas declaraciones recientes.
En su ensayo sobre Tiberio, Gregorio Marañón dijo que el resentido es de naturaleza tímida y apocada. Incuba la enfermedad en silencio, secretamente, hasta que encuentra una posición de privilegio y tiene la oportunidad de cobrar venganza. Entonces hay que cuidarse. Hecho del poder absoluto, escribió Marañón, el resentido es capaz de todo.
***
La bomba instalada en el chasis del automóvil Fiat 125, y activada mediante control remoto la madrugada del 30 de septiembre de 1974 por dos agentes civiles de la Dina, provocó un efecto devastador. El informe que la policía argentina levantó en el lugar de los hechos dio cuenta de «restos calcinados de carne humana» esparcidos en un radio de cincuenta metros.
A Sofía Cuthbert, que ocupaba el asiento del copiloto, «le faltaban ambas piernas y el brazo izquierdo», además de presentar «quemaduras de primer grado y carbonización de cráneo, cara, muslo superior derecho, tórax y abdomen». En tanto Carlos Prats, que había bajado a abrir la cochera del estacionamiento de su casa al momento de producirse la explosión, tenía «quemaduras de cabellos, cejas, pestañas y bigotes, destrucción traumática de brazo, antebrazo, mano derecha y del miembro izquierdo».
59 y 57 años, respectivamente. Carlos Prats y Sofía Cuthbert tenían tres hijas y cinco nietos.
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Al año siguiente, las hijas de Prats fueron recibidas en audiencia por el general Pinochet y se quejaron del desinterés del gobierno chileno por el proceso judicial que se seguía en Argentina. También por el trato del Ejército en los funerales de sus padres, sin honores militares ni saludos de pésame.
Sobre este último punto, el general Pinochet se mostró extrañado, ofendido incluso. Dijo que no correspondía hacer más de que se hizo, y para demostrarlo fue en busca de un reglamento que guardaba en uno de los estantes de su oficina de la Comandancia en Jefe. Con la normativa entre las manos, buscó un párrafo que parecía conocer de memoria y lo leyó en voz alta: ahí estaban las razones por las cuales, supuestamente, debido a las circunstancias de su muerte en el extranjero, víctima de un enemigo desconocido, al general Prats no le correspondían honores militares en su funeral.
La audiencia no duró más de unos veinte minutos. Pinochet cerró el reglamento, ensayó una sonrisa piadosa y dio por terminada la reunión.
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La muerte del general Prats y su esposa, la muerte y sus circunstancias, impactaron a los oficiales que lo habían tratado de cerca, que no eran pocos. Varios habían estado de visita en su casa, especialmente sus compañeros del cuerpo de artillería y sus alumnos de la Academia de Guerra. Pocos jefes militares habían sido tan queridos y respetados como Prats. Aunque exigía disciplina y obediencia, era cercano, cálido y justo con sus subordinados.
El golpe, de cualquier modo, fue sordo: nadie se atrevió a lamentarse en voz alta, menos a preguntar o pedir una explicación. Todos sabían que para Pinochet y su grupo de incondicionales, Prats había traicionado al Ejército, y la traición se pagaba con la vida.
Así y todo, eran muchos lo que no creían, y aún hoy se niegan a creer, que Pinochet y su régimen estén relacionados con el crimen. Otros derechamente hicieron la vista gorda y, pese a las evidencias, se mantuvieron leales al hombre que dijo que en su país no se movía una hoja sin que él lo supiera.
Julio Canessa Robert fue uno de esos tantos leales. Dirigió el Comité Asesor de la Junta de Gobierno, que en rigor asesoraba únicamente a su jefe en materias políticas y administrativas, y llegó a ser vicecomandante en jefe del Ejército y senador designado. Así y todo guarda un gran afecto por Carlos Prats, quien fuera profesor suyo en la Academia de Guerra.
Desde su casa en la comuna de La Reina, donde pasa sus días de retiro, Canessa dice que como profesor Pinochet era bueno, pero Prats era sobresaliente.
Sus clases de estrategia eran especialmente recordadas. Como todo profesor en esta materia, Prats solía proponer un escenario real de conflicto para que los alumnos desarrollaran un plan de guerra. Pero, a diferencia de otros, a él le gustaba debatir hondamente sobre las diferentes posibilidades de una campaña. Canessa recuerda que en sus clases Prats citaba las campañas de Napoleón y también las de Hitler y Baquedano. El arte de la guerra lo fascinaba, y cuando se enfrentaba a un problema complejo, uno para el que no tenía respuesta inmediata, fruncía el ceño y jugaba con su lengua al interior de sus mejillas. Acompañaba ese gesto, ceremonioso y coqueto, fumando un cigarrillo.
Canessa asegura que la muerte de su profesor le duele hasta estos días. Le duele y no cree que el gobierno del que formó parte, ni menos quien lo encabezó, hayan tenido algo que ver con ese crimen. De hecho, a los pocos días de ocurrido, dice que salió de la duda. A puertas cerradas se plantó ante Pinochet y preguntó:
–Mi general, ¿fuimos nosotros?
–Cómo se le ocurre, Julito –respondió el general–. Nosotros no tenemos nada que ver con eso.
en CIPER, 10 de mayo 2013
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