Sobre un témpano a la deriva navega una flor roja. Es
un copihue, una campánula de sangre. A medida que desciende hacia el sur,
siempre más al sur, como llevado por una corriente invisible, su color cambia,
transformándose en un copihue blanco. Manos invisibles bajo el agua gobiernan
el témpano, que va siendo devastado. Así llega a la morada de los hielos
eternos, a una región perdida, a un Oasis de aguas templadas donde la flor se deposita
suavemente al pie de un manzano que alguien plantó junto a un remo y a un
antiguo navío abandonado. La flor se petrifica, se hace eterna, celebrando el
día inmóvil de una congregación de jóvenes inmortales.
*
* *
Tuve muchos altos y bajos, días buenos y malos,
fluctuando entre el desaliento y una alegría inexplicable que me hacía proferir
voces sin sentido. Entonces, me echaba a la espalda un saco andino, y partía a
recorrer las montañas de mi patria, siguiendo un rumbo trazado en los sueños.
Porque en esos días soñé mucho, raros sueños. A veces,
me encontraba en la Ciudad, caminaba por sus calles solitarias. Sus casas
estaban vacías. El viento cimbraba los olmos, las hayas, los alerces. Me
detenía en una plaza a mirar las fuentes herrumbrosas, ventanas a medio abrir,
portalones carcomidos. Una voz me decía: “Apresúrate, no sea que cuando tú
llegues, Él haya partido…”.
En una ocasión me vi en el centro del cráter de un
volcán apagado, donde surgía un riachuelo. La visión del agua me produjo gran
felicidad, porque la Voz también me explicó: “La verdadera agua es la que mana
del centro del cráter de un volcán”.
Otra vez me pareció divisar la Ciudad. Estaba en medio
de los montes y era de piedra, con grandes bloques tallados, semejando perfiles
de dioses y de héroes. Se encontraba en un punto de las altas cumbres andinas.
Las montañas ocultaban rostros bajo sus nieves, esculturas vivas. Y alguien me
decía: “Todo esto queda mucho más al sur, en los extremos del mundo”.
Vi entonces una playa solitaria y allí unos pájaros de
pecho rojo. El horizonte se encendió, mientras una flota de témpanos como
veleros, galeones, caballos marinos, empezó a moverse. Todo acompañado por un
gran silencio y un clima de transparencia veloz.
Una noche, junto a mi lecho, apareció la sombra de un
gigante con pieles, que me contempló con una fijeza no exenta de ironía. “Tú
llegarás –me dijo-. Tú vendrás hasta aquí…”.
Desperté con una sensación de temor. En el cielo del
amanecer brillaba el lucero del alba.
Comprendí que mi búsqueda debía extenderse hacia los
extremos del mundo, más al sur, siempre más al sur, hasta alcanzar esos Oasis
de aguas templadas que existen en el Polo y adonde con seguridad llega el
Caleuche, navegando por debajo del escudo de los hielos eternos. Quizás allí
estuviese la Ciudad…
En mi peregrinaje hacia los hielos me guió un perro.
Escuchaba su aullido entre los icebergs. Mi perro se perdió en las nieves; tal
vez cruzara las grandes barreras. Tal vez aullara desde el Oasis, desde la
Ciudad. Pero no tuve el valor de seguirlo; porque aún no estaba preparado. Aún
no había encontrado a la Reina…
en La flor inexistente, 1969
1 comentario:
Gracias, C., por incentivar el comienzo :)
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