Al igual que ciertos inmensos imperios del pasado, las
fronteras de la música culta tienen algo de hipotético y a la vez de muy
cierto. Nadie sabe muy bien dónde están, pero está claro que en algún sitio
están. Se da por descontada una geografía de la experiencia musical que dibuja
y sanciona fronteras ineludibles y meticulosas: aquellas por las que, se la
mire por donde se la mire, a Brahms y a los Beatles les competen paisajes e
idiomas diferentes. Pero los mapas de un mundo tal resultan vagamente
fantásticos, intencionadamente imprecisos y siempre provisionales. Con
imperturbable y eficaz torpeza los utiliza la industria cultural, haciéndolos
pasar por verdaderos y dibujando sobre ellos una división de mercados que ya ha
revelado para sí una feliz funcionalidad. En cuanto al público, se adecua de
buen grado, amparado por un sistema que proporciona a sus necesidades un orden
útil, en nada diferente al ya experimentado en las agradables visitas a los supermercados.
Como sucede a menudo, también aquí la falta de
fundamentos del sistema no hace mella en su funcionalidad: en conformidad con
un veredicto que incluso la filosofía, que es la ciencia de los fundamentos, se
ha resignado ya a refrendar. Como sucede a menudo, sin embargo, también aquí se
abre camino la tendencia a olvidar la falta de fundamentos del punto de partida
tributando a la convención un determinado valor de verdad. En esta operación se
distingue, por porfiado y pedante, el consumidor de música culta. Es él, más
que cualquier otro, el que teme que las cartas se barajen y el que por tanto
tiende a considerar el orden establecido como un apriori indiscutible, y
verdadero. El porqué es elemental: dentro del mundo de la música el consumidor
de música culta está convencido, y no del todo equivocado, de vivir en Suiza,
en un oasis en el mar de la corrupción del gusto. Al defender el orden
establecido él defiende su diversidad y su primado.
Mucho más de lo que en general se está dispuesto a admitir,
se trata en verdad de una cruzada tan enérgica como ciega: el consumidor de
música culta defiende algo que no conoce. Como en ciertos inmensos imperios del
pasado, también aquí es más fácil encontrar a alguien dispuesto a combatir por
las fronteras del reino que a alguien que haya visto esas fronteras. La diversidad de la música culta y su
supuesto primado cultural se
cuestionan raramente y con dócil rigor: reducidos a eslóganes sin fundamento
hacen de almohada teórica a los sueños de los abonados a ese convencionalismo.
Incluso los teóricos de profesión muestran cierto reparo a la hora de esbozar
una plausible legitimación. ¿Por qué debería ser precisamente la gente la que
estuviera en situación de hacerlo?
Si se preguntara a la gente, a la gente de los
conciertos, qué es lo que distingue a la música culta de la popular-ligera,
Berio de Sting y Vivaldi de Elvis, nos haríamos una idea de los mil equívocos
que circulan en torno al asunto. Es fácil presuponer que con esa inteligencia
sintética que es el contrapunto a la falta de costumbre de reflexionar, la
gente pondría en el punto de mira algunas argumentaciones básicas del tipo «la
música culta es más difícil, más compleja», o «la música ligera es un fenómeno
de consumo y nada más, la clásica sin embargo tiene un contenido, una
naturaleza espiritual, ideal». Frases como éstas comparten con cualquier otro
lugar común el privilegio de pronunciar, de manera falsa, algo verdadero. Se
reconoce en ellas las dos caras de una única convicción: la música culta debe
su diversidad y su primado a la capacidad de evadir,
gracias a la superior articulación de su lenguaje, desde los límites de la
inmanencia, introduciendo en un más allá
no bien identificado pero a pesar de todo conjugable de manera aproximada con
palabras como corazón, espíritu, verdad. Antes de preguntarse si todo esto es
verdadero o falso, no es inútil intentar entender cómo se ha llegado a ello.
Como todos los prejuicios, también éste tiene una historia para ser contada.
No es ilícito afirmar que debemos su creación al
romanticismo, y más concretamente a su protomártir: Beethoven. Es probable que
haya desempeñado una función, en la historia de la música, afín a la que, en la
historia de la filosofía, Nietzsche atribuía a Sócrates: la de sacralizar una
práctica hasta entonces exquisitamente laica, por no decir comercial. Lo que
sucede con Beethoven es que por primera vez, y bajo la legitimación del genio,
se superponen tres significativos fenómenos: 1) el músico aspira a escapar de
una concepción simplemente comercial de su trabajo; 2) la música aspira,
incluso explícitamente, a un significado espiritual y filosófico; 3) la
gramática y la sintaxis de esa música alcanzan una complejidad que a menudo
desafía las capacidades receptivas de un público normal. Como se ve, los tres
distintos apartados están firmemente ligados por el hecho de legitimarse
recíprocamente: aislado de los demás, cada uno de ellos no sería más que una
vacua hipertrofia. Ligados por una recíproca necesidad se cristalizaron, sin
embargo, en un único patrón. Dictaron una fórmula que, con la complicidad del
patético encanto de su creador (el genio rebelde, enfermo y solo), conquistó la
fantasía del nuevo público emergente, el burgués, dotando a la música de sus
salones de una identidad electrizante que muy bien respondía a la general
aspiración a algún tipo de nobleza.
Ideológicamente, la expresión música culta nace ahí. Nace para dar cuenta del repentino salto con
el que una cierta tradición musical se coloca por encima de las demás, reservándose
el espacio de un primado espiritual y ya no sólo social. Hasta entonces, en el
fondo, servía muy bien para definir esa tradición la bella fórmula del siglo
XVI de musica reservata, elegante
modo de sancionar una dorada separación social. Pero el modelo beethoveniano
eleva esa vocación elitista por encima de las prosaicas demarcaciones de censo
o de sangre. La música culta es la musica reservata de una humanidad que se
proyecta más allá del deleite y que viaja por los derroteros del espíritu. Si hasta
entonces el público selecto de esa particular tradición musical podía presumir
de una primacía del gusto, ahora podía, legítimamente, aspirar también a una
primacía cultural y moral.
Nada de todo esto habría pasado si el mundo romántico
no hubiese por instinto elevado a modelo el caso Beethoven, que, de por sí,
podía haber permanecido como una excepción dictada por la hipertrofia de un
genio. Se convirtió sin embargo en una matriz ideológica que no sólo fue
adoptada por los románticos como legitimación fundadora de su propio paisaje
sonoro, sino que fue alevosamente aplicada con poder retroactivo a generaciones
de ignaros músicos de los siglos XVII y XVIII: aquellos que se sentaban a la
mesa de los siervos y se ganaban el pan escribiendo nada más y nada menos que
una buena música de consumo. Siglos de refinado oficio se convirtieron de golpe
en arte. Era una manera, para la
recién nacida empresa de la música culta, de reivindicar ascendencias nobles y
lejanas, cándida estratagema en la que no es difícil distinguir el toque del
principal patrocinador de esa empresa: aquella burguesía que estaba tomando por
asalto Palacio, rica en dinero pero pobre en escudos nobiliarios.
Resumiéndolo en términos elementales, el modelo
beethoveniano patentado por los románticos dictaba el perfil de una música que
se elevaba por encima de la lógica comercial y que bajo la presión de sus
contenidos espirituales estaba obligada a complicar de forma admirable su
propio lenguaje. Es decir: una música comprometida, espiritual y difícil. Como
se ve es exactamente el retrato robot en el que el público de hoy reconoce el
perfil de la música culta y al que confía la legitimación de su propia
diversidad y de su propio primado. Han pasado casi dos siglos pero el modelo
sigue siendo ése: aceptado sumisamente y transmitido con recalcitrante
disciplina. Entre tanto ha desaparecido el sujeto social de esa fórmula: la
burguesía decimonónica; han decaído las palabras que la componen: ¿sabe alguien
lo que significa «espíritu»?; se han disgregado los paisajes teóricos que la
amparaban: el romanticismo y el idealismo. Sin embargo, al igual que una
fórmula mágica, aquélla es repetida con fe impasible, en la certeza de que nada
le puede impedir renovar el encantamiento acostumbrado. ¿Qué hay de absurda
culpa y qué de razonable en una actitud de esta índole?
Parece obvio pero vale la pena recordarlo: antes de
Beethoven, no había Beethoven. Su trabajo generó un concepto de música que
antes no existía. En sus obras se ofrece el raro espectáculo de cuando una idea
sale de la nada y deviene. Es el
milagro de la «primera vez», cuando el enigma de un acontecimiento inédito
provoca el surgir de un nombre. Hay mil cosas con las que, ahora, pega un
término como nostalgia. Pero hay que
imaginar la primera vez que apareció algo tan incurable que requirió la sutura
de un nombre nuevo. El instante en el que fue obligado acuñar el término nostalgia. La primera vez. Ahí, de
verdad, el frágil vínculo entre lo real y las ideas tiene su mayor e
irrecuperable momento de autenticidad. Una idea como la de música culta tiene
su momento de irrepetible verdad en el tiempo, que duró decenios, en el que
pudo ser la experimental respuesta a una realidad que escapaba a cualquier otro
nombre. Para el romántico siglo XIX nombrar esa realidad e intentar codificarla
era una manera de descubrir su propio presente y de fundar su propia identidad.
Pero lo que de verdadero bulle en la fórmula final de ese camino colectivo de
descubrimiento se va desvirtuando a medida que nos alejamos de ese momento de
originaria autenticidad. Y es lo que está sucediendo, con impunidad
sistemática, hoy. Lo que en el siglo XIX era descubrimiento y nombre e idea, se
transforma hoy en mistificación porque es asumido como santo y seña exento de
cualquier verificación. Lo que entonces era una revolución por construir, hoy
se convierte en un reaccionario anacronismo porque es impuesto como un precepto
gratuito, recalcitrante eslogan publicitario que ha sido infiltrado desde el
exterior en una determinada mercancía para perpetuar su encanto. En el
complacido entusiasmo del abonado que se estremece gastronómicamente ante los
decibelios mahlerianos convencido de estar haciendo algo objetivamente superior
al paladear una opípara degustación culinaria, murmura sordamente el inequívoco
sonido de la impostura. En la santificación de cierta música contemporánea,
introducida directamente en la órbita del «espíritu» sólo en virtud de su
complejidad y de su voluntario exilio del círculo infernal del comercio, late
el clarísimo perfil del puro y simple engaño. En el histérico saltar en pie del
melómano frente al enésimo agudo del tenor se descifra algo que sólo él, y sin
explicaciones, podría diferenciar del grito de un hincha de estadio.
Por muy desagradable que sea decirlo, incluso la idea
misma de considerar la música culta un «valor», que hay que promover y
defender, es una idea que, aunque avalada sólo por eslóganes heredados
sumisamente, no tiene legitimaciones reales. No está claro, por ejemplo, por
qué hay que complacerse tanto ante el hecho de que los jóvenes acudan a llenar
las salas de conciertos. ¿Hay alguien que sepa acaso explicar de verdad por qué
un joven que prefiere a Chopin en vez de a los U2 deba ser motivo de consuelo para
la sociedad? ¿Y se puede en verdad asegurar que, queriendo estar allí donde el
presente acontece, el sitio más adecuado sea un auditorio y no una sala de cine
o una calle? El que teje estas falsas verdades es, en éste como en otros casos,
un moralismo tan soterrado como tenaz. El mismo que induce incautamente a usar
la música culta como catalizador de una supuesta humanidad mejor. También aquí
el que dicta la ley es el tótem beethoveniano: desde el Himno a la alegría en adelante la música culta parece ser la lengua
oficial de los momentos bondadosos del mundo. Pero lo que podía haber de
auténtico en ese originario rito coral, cosa sobre la que no obstante habría
mucho que discutir, no permanece auténtico para siempre, ni para revitalizarlo
es suficiente repetir el rito delante del muro de Berlín que cae. Bajo la
presión de lo moderno esa música ha estallado con una violencia tal que ha
esparcido sus cascotes por los rincones más distintos de lo imaginario: no por
casualidad la encontramos, de manera indiferente, como sintonía de la Europa
unida o como banda sonora de las violencias sádicas de La naranja mecánica.
Sin vacilar, a pesar de todo, el mundo de la música
culta sigue considerándose culturalmente y moralmente distinto. Y, calladamente, superior. No hay que menospreciar el
rasgo cándidamente reaccionario de tal prejuicio. El instinto que refleja es el
de considerar un cierto tipo de repertorio y de tradición musical como una
suerte de inexpugnable depósito de valores del que abastecerse resguardándose
de la corrupción de lo moderno. Es un seguro permanente contra la degradación
de ciertas instituciones morales y espirituales, erosionadas por las acechanzas
del Tiempo. La música culta acaba siendo vivida como lugar separado en el que
categorías éticas y tótems culturales sobreviven en una áurea inexpugnabilidad.
La ilusión es que entrando en una sala de conciertos, automáticamente se accede
a ese lugar separado. Reconociéndose fuera del caos, aún no descifrado, del
presente, se consume la límpida «verdad» conservada en alcohol por la praxis
concertista.
De esta manera, toda la música culta, desde los
madrigales del siglo XVI al Strauss tardío de los cuatro últimos lieder, se
convierte en una enorme telaraña capaz de aprisionar consignas, sentimientos, verdades
e ideales, momificándolos y ofreciéndolos al cómodo consumo de una humanidad
necesitada de sentirse mejor. El meollo de este mecanismo es un astuto poner en
fuera de juego el presente. De hecho, la idea de música culta que
mayoritariamente se cultiva hoy corresponde a un sistema en el que las
aspiraciones a algo elevado, que rebata la miseria del simple ser existente,
convergen más allá del mundo al que ese ser pertenece y se satisfacen en un
parque natural que es la réplica de un mundo desaparecido. Para el pueblo de la
música culta, la Historia tiene el centro de gravedad inexorablemente dirigido
hacia atrás. No hay casi consumo de esa música que no sea un velado acto de
resistencia a la corriente del tiempo. Acosado por la modernidad, el consumidor
de música culta rema hacia atrás con gran dignidad, temiendo los rápidos del
futuro y soñando la paradisíaca calma de manantiales cada vez más lejanos. Es
precisamente en este movimiento a la contra donde vacía toda una inmensa
tradición musical de cualquier valor particular, confinándose a sí mismo y a
esa tradición en los bancales de un refinado e inútil conservadurismo. En la
actitud que la mitifica y la coloca fuera del tiempo, la música culta muere, y
se marchita el patrimonio de deseos y de esperanzas que ella, en el momento de
salir a la luz, encarnaba. Resulta un pasatiempo entre tantos, una afición sólo
más señorial que otras.
Nada puede salvar a la música culta del triste destino
de difuminarse en praxis oscurantista y patrañera salvo el instinto de ponerla
en cortocircuito con la modernidad. Debe volver a ser idea que deviene y no consigna que se vacía en el tiempo. No hay
otra manera de salvar el espacio utópico que a ella efectivamente le compete y
que el sentido común intuye: su tendencia objetiva a no dejarse resolver en la
inmediatez del momento del consumo y a aludir a un más allá tan enigmático como
preciado. El sentido común transmite esta ocasión de rescate desde la
insignificancia de lo que, simplemente, es; pero luego, enseguida, se la deja
arrebatar y la asume como realidad gratuita reduciendo inmediatamente a cero su
alcance innovador. La Quinta de
Beethoven, e incluso el más lacrimógeno vals de Chopin, siguen mirando más allá
de la mirada que les interroga. Ésta es la insoslayable diversidad que llevan a cuestas. Pero si ese más allá se
confecciona como fórmula y se adjunta con las entradas como amable homenaje
para almas perezosas, la Quinta de
Beethoven y el vals de Chopin se convierten en estampitas de sí mismos y
vuelven a ser mercancía absolutamente muda y alineada con la disciplina del
simple ser existente. En obras como esas late una fuerza capaz de «agujerear»
el velo de lo real, dando voz a la legítima pretensión de que aquello que es no
lo es todo. Pero hacerlas rígidos iconos de una mitología rancia equivale a
domarlas y confinarlas en el parque natural de una espiritualidad dominguera.
La idea de música culta agoniza en la praxis que la
asume como valor absoluto y la transmite recalcitrantemente como privilegio de
un complacido cónclave de muertos vivientes. Pero la música que en un tiempo
pretendió esa idea, como nombre de su propio enigma, sigue estando allí, y
sigue pretendiendo que todo tiempo vuelva sobre ella y libere su fuerza
innovadora. La diversidad y el primado que sigue reclamando deben ser
tomados no como un dato de hecho sino como algo problemático que estamos
llamados a extorsionar, cada vez como si fuese la primera. En una palabra: no
es un hecho sino una tarea. Es una hipérbole por realizar,
que no hay que dar por sentado, y sin embargo posible. En una recepción capaz
de metabolizar esa música con los instrumentos y en los escenarios de la
modernidad, esa música volvería a sonar distinta.
Nadie puede decir qué es lo que de ella quedaría en pie. Bajo la onda expansiva
de la modernidad lo mínimo que puede suceder es que su geografía resulte
desfigurada. Pero el inconexo perfil de sus ruinas sería a su vez, de nuevo,
una figura, y esta vez no un icono
sagrado heredado, sino una figura de lo moderno. Nombre que nace y no eslogan
transmitido. Graffiti del presente y no estampita del pasado.
Nada menos es lo que debería pretender aquel que de
verdad esté fascinado por la música culta. Nada menos que un tan pequeño,
salvador apocalipsis. Es un apocalipsis que tiene un nombre: interpretación.
en El alma de Hegel y las vacas de Wisconsin,
2003
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