domingo, junio 16, 2013

“La engañosa”, de Juan Rodolfo Wilcock









            Una de las cosas más divertidas de mi pícara vida me ocurrió cuando tenía veinte años. En esa época yo vivía en San Rafael y era contador de un olivar cooperativo. Casi todos los integrantes de esa romántica empresa de visionarios del porvenir eran españoles de nacimiento, toledanos para ser correcto, gente muy buena, muy bruta y muy comerciante, con las raíces en España y el resto en su patria adoptiva, la Argentina.

            Con ellos vivía durante la semana, y el sábado por la tarde me volvía a casa, a nuestro tesoro de finquita, donde me esperaban mis ancianos padres con sus sagrados cabellos blancos, por debajo de cuyos mechones asomaban sus dulces ojitos todavía negros de almaceneros retirados. Pero a veces los dejaba colgados enloquecido como un mono por el anuncio de algún baile al aire libre. Eran tan excitantes aquellas reuniones de rudos mocetones labriegos vigorosos y jolgorientos, de mano áspera e inocente corazón a flor de boca. Las muchachas eran cerriles y dicharacheras, como un rebaño de cabras jamás holladas por el hombre; verdadera bandada de cotorras, nos torturaban al rojo blanco con sus jácaras y sus zalemas de mancebas que obedecen inconscientemente la voz subterránea de la feminidad en plena eclosión. ¡Cuán jocundas eran! Todavía oigo, por entre las blancas canas ralas que también a mí me caen hoy en cascada sobre los oídos, su rubia algarabía de gallinitas que se disputan el gusano más gordo.

            —El sábado hay baile —me decía Concha—, de modo que no te irás a tu casa. Y ¡cuidadito con desobedecerme!

            Era Concha hembra garrida, fuerte y hacendosa, de cintura de cántaro y caderas de guitarra, ojos ardientes, saliva dulce, fresca, abundante. Tenía una voz cristalina de manantial montesino que se despeña cantarino por las piedras del camino; solía pensar en alta voz, y lo poco que pensaba era siempre puro y jugoso como la leche recién ordeñada. Temibles eran sus frases cortantes, capaces de degollar de oreja a oreja al más pintado, y de hacerle inclinar el testuz para siempre. Como buena cabra que era, se precipitaba en medio de nuestros modestos bailes sañrafaelinos, demente de goce picante pero honesto. Española hasta los tuétanos, le gustaba la jota, y solía bailarla hasta quedarse con la lengua colgando; era más alegre que unas castañuelas, como observó el profesor Pi y Plá cuando estuvo de paso por San Rafael. Y a fe mía que bailaba garbosamente, con un frenesí que parecía venirle de herencia, y en ciertas noches, con locura de mariposilla que revolotea enamorada en torno de la linterna incauta. Hasta se daba el caso de verla arrojar las zapatillas en la misma cara de los circunstantes y echarse a bailar con los pies descalzos, como esas vicuñas que bajan frenéticas de la Cordillera, buscando al hombre que les hará conocer el amor.

            Concha podía ser (si se me permite la expresión, ya que aún viven sus nobles y santas hermanas) su poquito de peligrosa. Me explicaré mejor: despertaba en todo joven de una legua a la redonda (el que más, el que menos, siempre algo de varón teníamos al fin de cuentas) una inexplicable atracción que subvertía nuestro habitual aburrimiento, y nos hacía olvidar el exceso de olivos que nos rodeaba. A mí, sobre todo, me producía un efecto urticante y delicioso, casi purgante. Como una fruta madura, o mejor dicho a punto de madurar, que ofrece el encanto de su poma a la avidez del que anhela por lo menos pincharla para sacarle el jugo, la niña se exhibía, apenas podía, casi desnuda, sin preocuparse en lo más mínimo por la rigidez incómoda que nos provocaba tanta inocencia.

            Al fondo del soleado corredor de la moderna casona colonial, que aún conservaba sus recios pilares huecos llenos de antiquísimas alimañas y rodeados de alegres enredaderas centenarias, se encontraba el escritorio de la cooperativa; era el lugar más abrigado de la casa, y allí trabajaba yo en verano, con toda la ropa pegada por el sudor a mi joven cuerpo caliente de soñador empedernido, llenando de locos números los milenarios libros de la sociedad, o pergeñando con esbeltas plumas de oca que yo mismo arrancaba de las alas de los patos mis primigenias poesías, todas empapadas, como hoy con añorante sonrisa melancólica compruebo, de turbulentas expansiones juveniles.

            Y también ese día, por casualidad, hacía un calor insoportable; se oía el pesado rodar de una acequia cercana, y entre las añosas parras, hoy ¡ay! secas, que abarrotaban con sus uvas la galería luminosa como el fondo de un océano, se escuchaba el lírico comadreo de los faisanes, los cisnes y los pavos reales solariegos. Sentí de pronto el inconfundible martilleo de los pies de Concha que se acercaban pesada, lánguidamente, como los dos elefantitos que bajo la canícula del Olimpo arrastran el carro de Cibeles hacia su amante Júpiter o tal vez Marte. En ese momento, ni Homero habría podido expresar en castellano lo que me corrió por el cuerpo; quizá lo más acertado fuera decir que me sentí como una botella de leche cortada.

            —¿Y es posible, so papanatas, que no te quedes con nosotros para la fiesta? —me preguntó.
            —Tengo que volver a casa —repliqué, con voz también de suero.
            —¿Temes que las chinches te hayan comido la casa durante tu ausencia?

            ¡Oh juventud, todo es para ti motivo de imagen y alegoría!

            —Tú bien sabes que mis padres…
            —¡Pues que te quedas, y se acabó, so espantajo!

            Y se me acercó, con los brazos en jarras y el busto erguido como no se lo había visto nunca, oliendo no sé por qué a sidra gallega. Sentí el calor que nos pegoteaba, me subió por las narices anhelosas el perfume de su virginidad impoluta a la carga, y como un verdadero materialista experimenté la tentación de abrirme paso a mordiscos hasta el centro recóndito de su feminidad. ¡Que Dios me ayude!, pensé, y retrocedí dos pasos; pero ella, con la boca abierta como el dragón que espera tragarse la presa cotidiana, se me acercó aun más, clavándome en los ojos los dos abismos negros de música de los suyos; mi mirada se zambullía en ellos y llegaba al fondo mismo de su ser, hurgando y hurgando curiosamente: ¿qué tendrá en el fondo?, me preguntaba yo, ansioso por echarme de cabeza en el lago de esos ojos verdes que no pedían tampoco nada mejor que recibirme en su seno. El vaho de los alcaucilares vecinos, el olor mareante del depósito de papas, las uvas maduras que nos caían lentamente sobre los cabellos, toda esa ternura del campo que es como una frazada en pleno verano, me envolvía y me llenaba la boca, me penetraba por todos los poros del cuerpo, poco antes obturados de sudor.

            Concha parecía comprender que algo raro me pasaba, porque agarrándose de lo primero que encontró, empezó a contonearse de costado, cada vez más rápido. Sin querer, sin pensar, ya que pensar era lo que menos se me ocurría en ese momento, así como un pájaro se echa a volar sin saber adonde va ni de dónde viene, se me soltó una mano y fue a aterrizar sobre algo que le sobresalía del pecho, a un costado si mal no recuerdo. ¡Era un seno! ¡Era mi primer seno, para peor!

            ¡Oh inolvidable sensación de juguetear con lo que a uno no le cabe en la mano! En menos que se dice «San José», le bajé la blusita a la última moda, y ya estaba por aplicar los labios sobre lo primero que me saliera al paso, cuando su pudor herido me gritó:

            —Anda, pues, hombre, ¿es que pretendes deshacerme toda?

            Miréla atentamente. En efecto, mis dedos ávidos le habían desgarrado casi hasta el pezón la tersa piel del pecho, que ahora pendía arrugada como una peladura de durazno. Dentro, ¡oh engaño!, en vez de carne se veía una sustancia terrosa, granulosa, muy semejante al interior de un hormiguero. Miles de canalículos atravesaban esta anormalidad (anormalidad, sí, porque aunque era el primero que abría, bien sabía yo que los senos en general no son así), y cuando lleno de curiosidad, procediendo como cualquier otro habría procedido en mi lugar, introduje dos o tres dedos para ver qué era eso, y extraje un pedazo de esa extraña materia que por otra parte se me estaba ya casi desmoronando en la boca, vi que por las minúsculas galerías asomaban millones de gusanos como espaguetis, blancos en el medio y de un rosado delicado en las puntas.

            Le tapé como pude el vergonzoso secreto, y le pregunté:

            —Hija, ¿y estás toda rellena de esto?
            —No —me contestó—. Aquí, y un poco en el vientre, nada más. Pero ya se me está pasando.
            —¿Y en las nalgas? —le pregunté con curiosidad incontenible.
            —Entremos, y te muestro, don preguntón —replicó serenamente.

            Y me condujo de una mano hacia la tibia estancia ya descripta, donde yo llevaba los libros de la cooperativa. Me había quedado pegado a los dedos un poco de relleno del seno de Concha; me lo acerqué a las narices, y en tren de descubrimientos, comprobé que olía a pis de gato. Esta mujercita es un hormiguero de sorpresas, pensé; con razón su andar moruno es tan dislocado.

            Se me tendió boca abajo en el diván de la pata rota ya descripta, mientras se acomodaba a la buena de Dios primero la piel y después la blusa.

            —Y ahora, hazme trizas, amado —me dijo con un hilo de voz.

            Hacía tanto calor que temí que nos quedáramos dormidos. Saquéme la americana, y me senté en el diván cojo, posando una mano en cada muslo de Concha. Me sentía dispuesto a todo; por algo, ¡ay de mí!, tenía veinte años y estaba en la flor de la edad. Fuera, los cisnes y los pavos reales trepados a la parra entrelazaban sus voces voluptuosas; la acequia atronaba como un felino en celo, y las manzanas caían estrepitosamente de sus pesadas ramas sobre los mosaicos del patio. ¡Hora de beatitud! Mis manos subían por las piernas de Concha, duras y ennegrecidas por el sol montaraz; subían lentamente como sendas víboras, y el asco natural se me iba convirtiendo en sano placer. Acariciaba sus caderas, dispuesto ya a adueñarme de las nalgas, cuando mis dedos se hundieron inesperadamente en tres o cuatro agujeros; al introducir el índice curioso en uno de esos orificios inexplicables, sentí que una corona de dientecitos me lo mordía. Retiré el dedo con un aullido penetrante de dolor: un anillo de gotas de sangre se formó de inmediato en la zona mordida.

            —Válgame Dios, Concha —le dije—, ¿qué son estas boquitas que tienes en la cadera?
            —Déjate de preguntas, don Simplicio —me contestó—. ¡Dale de una vez, Miguel, que se hace tarde!
            —Espero que no seas venenosa, por lo menos —observé con toda la sal del mundo.

            En vez de replicar, se irguió y me besó en la boca. Ya he dicho que su saliva era fresca, pero en ese momento me pareció el más rico helado con gusto a grasa, a aceite con ajo, qué sé yo, todo lo que mi avidez de mocetón fornido imaginaba de más alimenticio. Yo ya no sabía si era su lengua o algún otro animal lo que se debatía espasmódicamente en mi boca. ¡Ni comino que me importaba en ese instante! Caí sobre ella, con mi buen cuidado eso sí de no provocarle ninguna desgarradura en el vientre, como me había advertido ella misma, y al echarle las rubias crenchas hacia atrás, para devorarle apasionadamente a besos las orejas, vi lo que —a causa de las negras trenzas que en orgullosa corona le ceñían la cabeza— no había podido ver hasta ese momento: vi que Concha no tenía orejas, sino un par de membranas verdosas surcadas por venitas como un ojo irritado.

            ¡Allá ella!, me dije para mi coleto, y enceguecido de deseo decidí ocuparme solamente de sus regiones por así decir inferiores.

            Ya formábamos una sola masa aglutinada de sudor. Metí nuevamente las manos bajo las faldas de pulcro percal estampado de rositas, que a causa del ajetreo parecían haberse arrugado un poco; mientras tanto, para calmarla, volví a besarla en la boca principal, la de la cara. Toca que te toca, cuando ya creía llegar a alguna parte, mis dedos se encontraron inesperadamente con un objeto duro, frío y metálico. ¡Cuántos obstáculos!, suspiré resignadamente para mi fuero interno; pero de pronto un dolor intensísimo en la mano derecha me hizo lanzar un alarido incontenible. ¡Había metido la mano en una trampa para conejos! Más esfuerzos hacía por liberarme, más se intensificaba la mordedura de esas dos mandíbulas de acero que acababan de apresar mis cuatro dedos distraídos. Al mismo tiempo, una serie de descargas eléctricas me recorría el cuerpo.

            Concha se retorcía de la risa. Yo me sentía humillado, incómodo y nervioso; le rogué que por lo menos cortara la corriente. Pero el único efecto de mi súplica fue el de provocar en la insidiosa seductora una nueva serie de carcajadas. Desesperado de dolor, encogido por las sacudidas eléctricas, decidí echar por la borda las últimas consideraciones que mi arraigada caballerosidad me había impuesto hasta el momento, y alcé del todo la pollera floreada.

            Los diversos aparatos de Concha —batería de bolsillo, trampa para conejos, etcétera—, pulcramente aplicados sobre un bonito slip de cuero verde, eran todos de metal pulido y reluciente; se advertía que la joven ponía especial cuidado en mantener en perfecto estado de conservación esa parte de su cuerpo. Rápidamente, sin detenerme a admirar la curiosa instalación, apreté el botoncito que soltaba el resorte de la trampa, y lanzando un suspiro de alivio pude por fin retirar la mano magullada. El que más había sufrido, como siempre ocurre, era el dedo medio, que se veía todo ensangrentado.

            —Primero el índice, después el medio —protesté, enojado—; a este paso me vas a arruinar todos los dedos.

            Concha yacía ahora supina sobre el sillón, exánime de tanto reír, con la cabeza echada hacia atrás como quien ha gozado demasiado.

            —La culpa no es mía —balbuceó con aire extático.
            —¿Ah no? —repliqué— ¿Y de quién es entonces? ¿Mía? No, señorita, ciertas cosas no se perdonan. ¡Con razón me habían dicho que eras peor que una pila eléctrica!
            —Probemos del otro lado —propuso entonces con voz débil la doncella.
            —¿Para toparme con un nido de escorpiones, o vaya a saber con qué? No, te aseguro que estaba dispuesto a perdonarte todas tus rarezas; pero esta última broma pasa la medida. Haz de cuenta que entre nosotros no ha sucedido nada.

            Y me fui a mi casa, a la casta calma del campo.

            Como suele ocurrir cuando dos personas comparten algún vergonzoso secreto, nunca más tuvimos ocasión de volver a encontrarnos a solas, quizá porque nos evitábamos mutuamente. Pero juro que cada vez que la veía pasar, entregada a los absorbentes quehaceres de la casa, no podía contener la risa, acordándome de esos minutos de desenfreno, ya perdonados, y en el fondo (¿por qué negarlo?) placenteros. También ella se reía cuando me veía, en cómplice silencio, mientras una lucecita de picardía se encendía en sus labios de cereza. Después, como siempre sucede, el destino nos separó, truncando un idilio que de todos modos no nos habría convenido llevar a término.




en El caos, 1974

















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