viernes, marzo 08, 2013

“Una historia de amor romántico”, de Ramón Oyarzún











a Fernanda

             

            Puedo escribir esto que me fue participado, de manera jovial y generosa, por un tercero, quien tuvo la alegría de conocerlos y tratarlos en lugares y momentos comunes. Por supuesto, los hechos, son remotos, necesariamente cambiados por mi humilde capacidad de contarlos; puedo contar sólo desde la perspectiva humana de un hombre a quien le ha sido trasmitida la historia, sucedida en un medio tan lejano, tal vez, al tiempo y espacio en que sucedió, que incluso se podría decir que es un invento, que el amor romántico es sólo un invento, lejano, irreal, cómico.

            Cómo se conocieron no importa ahora. Parecían conocerse desde siempre. O más bien, querían conocerse desde siempre. Y siempre. Se puede decir que esta es la historia de ambos, que comienza a suceder en algún momento indeterminado, sus protagonistas, un hombre y una mujer que sólo conocemos cuando están juntos, en pareja. Un hombre y su mujer, una mujer y su hombre. Una pareja, de esas parejas hermosas y felices que deciden estar alegremente juntas “para siempre”, “hasta que la muerte los separe”, “en las buenas y en las malas”, “las duras y las maduras”, “contra viento y marea”; de todas estas formas y más. Una pareja que decidió esto mucho antes de hacerlo promesa efectiva en una ceremonia o mediante un contrato. Una pareja de aquellas que podemos pensar, nacen para estar juntas.

            Pues bien dicho está, eran muy unidos. Poto y calzón, uña y mugre, pan y mantequilla. Resultaba difícil no encontrarles juntos. Fueron conocidos, durante las épocas de colegio y universidad, siempre como una dupla inseparable. Alfa y Omega, Noche y Día. Nunca se supo quién fue primero, y a veces servían como axioma al problema del huevo y la gallina. Axiomáticos en su relacionarse, valoraban enormemente la compañía del otro. Así, durante los años de estudios universitarios se volvieron afamados por su inseparabilidad.

            Normal es en esa época de maduración y creciente camaradería por afinidad electiva, la organización de reuniones en grupos genéricos. Los llamados “clubes de tobi” o “de lulú”, encuentros exclusivos, sólo de hombres, machos, caballeros; ó, sólo para mujeres, señoritas, damas, chicas. Los hombres se reunían a charlar sobre autos, deportes, mujeres. A beber, comer, reír de todo y de todos en afán celebratorio, distendido, ligero. Eran momentos libres de preocupaciones, compromisos, deberes. Las mujeres, tal vez hacían lo mismo con características particulares y distintivas que son desconocidas para los hombres, pues nunca han sido ni serán invitados a participar de aquellos aquelarres privados.

            Nuestra dupla de inseparables no frecuentó con asiduidad estas instancias. Más bien había que convencerles para que asistieran a las reuniones, pues nunca hubo uno sin otro. Cuando se le invitaba a él, preguntaba, ¿puedo ir con ella? ¿puedo ir con mi polola? La cuestión, inquietante para algunos irredimibles solteros, resultaba algo molesta, por lo que rápidamente nació una broma y de ahí un apodo. Empezó como una mofa. Venía una invitación: “Oye, nos vamos a juntar en la casa de este amigo... ¿y puedo ir con mi novia?”; luego “Mira, nos reuniremos en el bar de la plaza, y sí, sí puedes ir con tu polola...”.

            Por sobrenombre le pusieron “el monótono”, mote inocente y cariñoso que él tomó casi como un cumplido y que se le quedó pegado. Así pues, “monótono” aparecía con su “polola”, luego “novia” y finalmente “señora”. Siempre alegre del lado de su amada y amante mujer, ya conocida la condición de inseparables, las reuniones se acomodaron a la pareja y esa monotonía de relacionarse con el mundo, de socializar como dos que hacen uno, pasó a ser acogida y querida.

           
* * *


            Casados, crecidos, maduros, formaron una familia y se involucraron en todas las actividades sociales correspondientes, el trabajo, la producción, el dinero, los hijos, su cuidado, crianza y educación. Esto, podemos creer, funcionó con altos y bajos naturales a la vida de una pareja burguesa común. Los amigos y compañeros del tiempo universitario siguieron juntándose al menos una vez al año. Ahora con más obligaciones y menos tiempo, “monótono” llegaba siempre jovial a las alegres reuniones donde los antiguos condiscípulos gozaban de anécdotas y compartían sus aventuras en el viaje de la vida, conversando de los trabajos y los días de cada quien. Ahora sí, “monótono” aparecía solo y por un breve lapso de tiempo, atendido su afán de proximidad con la compañera y media naranja.

            Pasa el tiempo, los amigos de la universidad crecen, ahora platican sobre hijos y familias con asiduidad y ternura, aprenden a pasar en camaradería duelos y alegrías propios de la vida que fluye. Muchos experimentan separaciones, alguno se separa del grupo para emigrar, otro muere, hay quien simplemente se aleja sin más. Pero “monótono” sigue acompañando a sus amigos, contentándose con ellos, defendiendo siempre su opción monógama, monótona, fielmente ligado a su mujer, la cual, por supuesto, puebla el discurso del marido. Cuando los amigos le preguntan “¿Cómo estás monótono?”, responde, con una sonrisa que se ha vuelto una broma personal: “Bien, con ella hemos hecho esto, con ella pensamos aquello, con ella fuimos acá o allá...” y los amigos, joviales, contentos de conocer a su colega, le interrumpen, “Ya monótono, ya sabemos...”.

            Con los años, llega monótono cabizbajo, apesadumbrado y silencioso a una reunión. Está solo. Su relación ha terminado. Se separa. Silencio entre los colegas, incredulidad, tal vez algo de decepción. Los años siguientes se le ve triste y algo apocado. Los amigos no saben bien que hacer con este “nuevo monótono”. Le siguen llamando monótono más bien por costumbre. Convienen en apoyarlo y se reúnen algunas veces más de la habitual cita anual, simplemente para acompañarse. Al cabo del tiempo se acostumbran a ver a monótono solitario pero compuesto, que sigue con su vida metódicamente, trabajando estoico. No le preguntan sobre su vida y escuchan con apertura y templanza lo que él les cuenta sobre los hijos y la labor cotidiana.

            Un par de años después del incidente que interrumpiera la monotonía, el ritmo de las reuniones de los antiguos compañeros vuelve a ser anual y fijo. Todos saben dónde y cuándo se volverán a ver, a reír de los mismos recuerdos, a recuperar diálogos inconclusos desde siempre. Monótono les acompaña, algo más callado, contemplando esas felicidades que no llega a entender ni puede compartir del todo, pues la felicidad de un hombre es siempre personal e intransferible, y dependerá de su disposición, su situación y su circunstancia. La felicidad de monótono, lo sabemos, es esa calma de la relación única e irrenunciable.

            Un año, para sorpresa de todos, monótono llega radiante, feliz, riendo para sí, muy contento. Luego de la conversación de rigor donde más o menos se ponen al día los amigos con sus cuestiones y vidas, alguien pregunta “¿Y por qué estás tan contento Monótono?”; con una risa ahogada, baja, casi previendo la reacción del grupo, confidencia “Es que estoy pololeando”; un segundo de meditado silencio da paso a las expresiones de alegría compartida “¡Qué! Fantástico monótono, brindemos, felicidades, qué bueno monótono! ¡Salud!”. Hasta que, de nuevo, alguien pregunta “Y ¿Con quién? ¿Quién es tu polola? ¿La conocemos?” “Claro que la conocen”, responde monótono sacando pecho “Estoy pololeando con mi ex”, y el respetable monótono, jovial, vuelve a ser completo. Sus contertulios, amigos de toda la vida, no pueden sino soltar carcajadas y apoyarlo, muy felices por el amigo que ha recuperado su ser. Al cabo del brindis, claro, monótono es el primero en irse de la comida “es que tengo una cita”, dice.

           

Inédito, 2013



















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