Es la noche. Una noche castellana de mediados de agosto en el año 1040. El calor sofocante del día ha calmado un poco, gracias a un viento sin sol que sopla infatigable desde hace tres horas cargado de olor a campo y de rumores de chopos.
Durante el día el cielo se había dejado caer con todo su sol sobre la tierra, la pobre tierra sedienta, sofocada, tratando de sacar la cabeza y poder respirar brisas verdes.
La noche ha traído una tregua y todo duerme pesadamente, como embotado, como embrutecido.
La casa de Diego Laínez, una inmensa casona de piedra en el pueblo de Vivar, medio fortaleza, medio casa de campo, tratando de mantenerse fría a fuerza de piedra, levanta sus líneas duras y precisas, su adusta majestad en medio de un sueño de piedra.
Piedra. Piedra. Piedra. He aquí la casa de Diego Laínez. Casa de silencios de piedra, de sueños de piedra, de palabras de piedra, de honradez de piedra, de sentimientos de piedra (¿quién ha dicho que las piedras no tienen sentimientos?; ¡oh error!), de energías de piedra, de hombres de piedra.
¡Casa señalada por el dedo de piedra del Destino!
Diego Laínez, gran guerrero, ganador de batallas, sostén del trono de sus reyes, heredero de la sangre de Laín Calvo; Diego Laínez, que peleó en la batalla en que el conde Fernán González venció a Almanzor, ha vuelto de una consulta a que le llamara el rey y no puede conciliar el sueño.
Mil preocupaciones le asaltan. Desnudo sobre el lecho, en vano se revuelve de un lado a otro. La respiración inquieta de su pecho fuerte retumba en las paredes como golpes de encarcelado.
Las imágenes del insomnio se cruzan en su cabeza, pasan, repasan; se precipitan unas sobre otras y dilatan su cerebro en fiebre.
España se le aparece como una olla de grillos, despedazada, diseminada, deshecha en mil trozos separados e incongruentes. Provincias, ciudades, fortalezas independientes. Un reyezuelo por aquí, un condado por allá, un general moro proclamándose amo de un terruño conquistado. Cristianos luchando contra cristianos, moros contra moros. Alianzas de moros y cristianos para luchar contra otros cristianos u otros moros. Rotos los pactos al día siguiente, los efímeros aliados se destrozan entre sí. En el momento de calarse las armaduras de combate no se sabe contra quién se va a pelear.
Este es el cuadro que aparece a Díego Laínez. Hace ya más de trescientos años los musulmanes invadieron España, y el imperio visigodo cayó con el rey Rodrigo en las aguas del Guadalete y se deshizo en ondas hasta el mar.
El gran imperio musulmán, después de llegar a su cenit y de haber sometido a toda España a excepción de don Pelayo, empezaba también a disgregarse en guerras intestinas y deshacerse en molicies de apogeo. Del califato de Córdoba, que había sido de una magnificencia de cuento oriental, quedaban como restos dispersos, como trozos de un planeta que ha estallado, los reinos moros de Granada, de Sevilla, de Murcia, de Denia, de Valencia, de Badajoz, de Toledo, de Zaragoza.
Don Pelayo, ese solo trozo independiente de la península, desprendiéndose de roca en roca desde la cueva de Covadonga había empezado la reconquista. Don Pelayo no es un hombre, es un aluvión, es una bola de nieve.
¡Cómo admira a don Pelayo Diego Laínez! Se le aparece como el dragón de las grutas del destino, lanzando fuego por los ojos, triturando moros entre los dientes, aplastando fortalezas bajo las garras.
Debido a don Pelayo, los cristianos poseen ahora, en medio de esos reinos moros, los condados de Barcelona, de Aragón y de Castilla; los reinos de Navarra, de Galicia y de León.
Diego Laínez adora a Castilla. Piensa en las hazañas de sus condes, vasallos del reino de León; las proezas de esos condes castellanos que han dado a sus tierras un olor a poema y a sangre de eternidad, desfilan en su memoria. Castilla presenta ya una fuerza hecha, una personalidad; tiene sabor a patria. Diego Laínez no puede contenerse y exclama en voz alta:
–Es preciso que nazca otro don Pelayo, es preciso que salte una voluntad unificadora, otra fuerza invencible, otro destino.
Al ruido de las palabras de Diego Laínez, su mujer, que duerme junto a él, se despierta sobresaltada.
–¿Qué te pasa, Diego Laínez? ¿Estás enfermo? –pregunta–. ¿Por qué no duermes?
–Pienso –responde el hombre.
–¿Qué piensas?
–No es cosa de mujeres lo que pienso.
–Política o guerras; comprendo.
–Salvar a España.
La mujer guarda silencio y siente un orgullo que le recorre toda la piel, orgullo del hombre a quien pertenece.
Los pensamientos de Diego Laínez son elevados y nobles. Nunca ella ha sentido en sus pensamientos los pasos de terciopelo de la traición, con ese oído que tienen las mujeres para los pensamientos de quienes las rodean.
Ella ama la integridad de ese hombre, porque ella es hija de otro varón semejante. Ella, Teresa Álvarez, es hija de Rodrigo Álvarez de Asturias, gran guerrero, conquistador del castillo de Ubierna, noble hacendado, poderoso por su influencia y su fortuna.
–Hace calor –dice ella–; sería bueno abrir las ventanas.
–Duerme.
Diego Laínez se levanta y abre las ventanas. Vuelve el silencio y vuelve el insomnio.
Ese simple gesto, abrir una ventana, que parece tan nimio, tan sin importancia, es una cosa grave. Abrir una ventana es como abrir el alma, es como abrir el cuerpo.
Por la ventana abierta entra la noche, detrás de la noche entra Castilla y detrás de Castilla entra España.
Millones de estrellas se precipitan por esa ventana como el rebaño que aguarda que abran las puertas del corral; miles de fuerzas dispersas corren como atraídas por un imán y se atropellan entre los gruesos batientes, todo el calor y las savias descarriadas de la naturaleza se sienten impulsadas hacia el sumidero abierto en el muro de aquel aposento que se hace la arista de todas las energías, de todos los anhelos.
Innumerables corrientes eléctricas convergen hacía esa habitación, único punto interesante del mapa en aquella noche.
Diego Laínez siente todo ese enjambre de alientos profundos y substanciases llegar hasta él. Un vigor inmenso se apodera de su cuerpo, su pecho se hincha, se dilata y desborda en la noche. El mundo es tina usina de energías, un acumulador de fuerzas ebrias, una fábrica de hidrógeno.
Y él traga, traga, aspira por todos sus poros esa riqueza que afluye hacia él y viene a ofrecérsele como el manjar del mundo.
¿Qué transmutación, qué destino va buscando esa aglomeración de irradiaciones?
Diego Laínez siente una vaga inquietud. La carne se rebela y un cosquilleo le agita las arterias.
Afuera la noche se pone lánguida, blanda. Una ancha brisa nacida en quién sabe qué jardines recónditos trae caricias de flor, suavidad de hierba. Un ruiseñor silba a su hembra en castellano y la noche se hace envolvente como una cabellera de mujer.
Diego Laínez contempla a la que duerme a su sombra. Hermosa, regordeta, Teresa Álvarez es la hija del campo, del hacendado noble, de sangre bien nutrida. Hermosa, regordeta, frutal. Carne apetitosa, apta a la caricia, pronta al amor. Sus senos potentes, con perfumes de huerta como grandes melones, palpitan con un ritmo sereno de corazón y de mar.
Mirar esa mujer rejuvenece, dulcifica, aclara los problemas del mundo. Todo junto a ella se hace natural, primario, alegre. No se comprenden el vicio, ni las complicaciones, ni los retorcimientos de falsos placeres. El amor directo, lógico, el acto sexual rotundo de un hombre y de una mujer enlazados cumpliendo una función orgánica imperiosa y suprema.
Diego Laínez la coge entre, sus brazos, le acaricia todas las blanduras. Ella le ofrece los labios carnudos y pletóricos. Él se crispa en cada roce. Ella se muere en cada beso.
Es un instante solemne, ese instante en que el mundo parece hacerse silencioso para escuchar, recogerse para dar un gran salto. Se prepara una fiesta.
El hombre ahora es el macho, y el macho no resiste más sus impulsos; la mujer es la hembra, y la hembra se abre como una rosa de pie.
Diego Laínez, fogoso, rudo, infantil, se precipita sobre su mujer y entra en su carne, se hunde debajo de su piel con energías de guerrero descansado, ansioso de batallas, impaciente de victorias.
La tierra toma el ritmo de esos cuerpos resollantes y suspira como una montaña. El infinito se vacía, el universo vacila y durante un minuto el sistema planetario se detiene.
Dios, mirando por el ojo de la cerradura del cielo, sonríe.
–¡Ah! Diego, esposo mío, nunca he sentido un estremecimiento semejante, creí perder la razón.
–Teresa mía, es curioso; se me figura hacer el amor por primera vez.
Y Diego Laínez lloraba de alegría anunciadora y cósmica.
–No sé, no sé qué tengo, mujer; pero se me figura que no soy yo el que ha realizado el simple acto de amor, sino todo el universo el que lo ha realizado en mí. Se me figura que he cumplido un designio.
–Esta noche tiene gusto a milagro.
Y otra vez la obsesión de don Pelayo se apodera del alma de Laínez. Don Pelayo, don Pelayo, la obra inacabada, trunca, cortada a mitad del camino.
La sombra del guerrero gigante se pasea en los sueños de Diego Laínez y la noche se hace fuerte, heroica. La noche es don Pelayo y afuera el ruiseñor sigue cantando a don Pelayo.
–Sí, efectivamente, esta noche tiene sabor a milagro.
Fragmento de Mío Cid Campeador, 1929
2 comentarios:
http://www.youtube.com/watch?v=2BykejCQJJE&feature=youtu.be
Así se procrea un campeador!
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