El culpable era
defendido por un jovencísimo abogado, un novato que habló así:
—Los hechos son
innegables, señores del jurado. Mi cliente, un hombre honesto, un empleado
irreprochable, bondadoso y tímido, ha asesinado a su patrón en un arrebato de
cólera que resulta incomprensible. ¿Me permiten ustedes hacer una sicología de
este crimen, si puedo hablar así, sin atenuar nada, sin excusar nada? Después
ustedes juzgarán.
Jean-Nicolas
Lougère es hijo de personas muy honorables que hicieron de él un hombre simple
y respetuoso. Este es su crimen: ¡el respeto! Este es un sentimiento, señores,
que nosotros hoy ya no conocemos, del que únicamente parece quedar todavía el
nombre, y cuya fuerza ha desaparecido. Es necesario entrar en determinadas
familias antiguas y modestas, para encontrar esta tradición severa, esta
devoción a la cosa o al hombre, al sentimiento o a la creencia revestida de un
carácter sagrado, esta fe que no soporta ni la duda ni la sonrisa ni el roce de
la sospecha.
No se puede ser un
hombre honesto, un hombre honesto de verdad, con toda la fuerza que este
término implica, si no se es respetuoso. El hombre que respeta con los ojos
cerrados, cree. Nosotros, con nuestros ojos muy abiertos sobre el mundo, que
vivimos aquí, en este palacio de justicia que es la cloaca de la sociedad,
donde vienen a parar todas las infamias, nosotros que somos los confidentes de
todas las vergüenzas, los defensores consagrados de todas las miserias humanas,
el sostén, por no decir los defensores de todos los bribones y de todos los
desvergonzados, desde los príncipes hasta los vagabundos de los arrabales,
nosotros que acogemos con indulgencia, con complacencia, con una benevolencia
sonriente a todos los culpables para defenderlos delante de ustedes, nosotros
que, si amamos verdaderamente nuestro oficio, armonizamos nuestra simpatía de abogado
con la dimensión del crimen, nosotros ya no podemos tener el alma respetuosa.
Vemos demasiado este río de corrupción que fluye de los más poderosos a los
últimos pordioseros, sabemos muy bien cómo ocurre todo, cómo todo se da, cómo
todo se vende. Plazas, funciones, honores, brutalmente a cambio de un poco de
oro, hábilmente a cambio de títulos y de lotes de reparto en las empresas
industriales, o simplemente por un beso de mujer. Nuestro deber y nuestra
profesión nos fuerzan a no ignorar nada, a desconfiar de todo el mundo, ya que
todo el mundo es sospechoso, y quedamos sorprendidos cuando nos encontramos
enfrente de un hombre que tiene, como el asesino sentado delante de ustedes, la
religión del respeto tan arraigada como para llegar a convertirse en un mártir.
Nosotros, señores,
hacemos uso del honor igual que del aseo personal, por repugnancia a la bajeza,
por un sentimiento de dignidad personal y de orgullo; pero no llevamos al fondo
del corazón la fe ciega, innata, brutal, como este hombre.
Déjenme contarles
su vida.
Fue educado, como
se educaba antaño a los niños, dividiendo en dos clases todos los actos
humanos: lo que está bien y lo que está mal. Se le enseñó el bien, con una
autoridad tan irresistible, que se le hizo distinguir del mal como se distingue
el día de la noche. Su padre no pertenecía a esa raza de espíritus superiores
que, mirando desde lo alto, ven los orígenes de las creencias y reconocen las
necesidades sociales de donde nacen estas distinciones.
Creció, pues,
religioso y confiado, entusiasta e íntegro.
Con veintidós años
se casó. Se le hizo casar con una prima, educada como él, sencilla como él,
pura como él. Tuvo cierta suerte inestimable de tener por compañía una honesta
mujer virtuosa, es decir, lo que hay de más escaso y respetable en el mundo.
Tenía hacia su madre la veneración que rodea a las madres en las familias
patriarcales, el culto profundo que se reserva a las divinidades. Trasladó
sobre su madre un poco de esta religión, apenas atenuada por las familiaridades
conyugales. Y vivió en una ignorancia absoluta de la picardía, en un estado de
rectitud obstinada y de tranquila dicha que hizo de él un ser aparte. No
engañando a nadie, no sospechaba que se le pudiera engañar a él.
Algún tiempo antes
de su boda había entrado como contable en la empresa del señor Langlais,
asesinado por él hace unos días.
Sabemos, señores
del jurado, por los testimonios de la señora Langlais, de su hermano, el señor
Perthuis, asociado de su marido, de toda la familia y de todos los empleados
superiores de este banco, que Lougère fue un empleado modelo, ejemplo de
probidad, de sumisión, de dulzura, de deferencia hacia sus jefes y ejemplo de
regularidad.
Se le trataba, por
otra parte, con la consideración merecida por su conducta ejemplar. Estaba
acostumbrado a este respeto y a la especie de veneración manifestada a la
señora Lougère, cuyo elogio estaba en boca de todos.
Unos días después,
ella murió de unas fiebres tifoideas.
Él sintió
seguramente un dolor profundo, pero un dolor frío y tranquilo en su corazón
metódico. Sólo se vio en su palidez y en la alteración de sus rasgos hasta qué
punto había sido herido.
Entonces, señores,
ocurrió algo muy natural.
Este hombre estaba
casado desde hacía diez años. Desde hacía diez años tenía la costumbre de sentir
una mujer cerca de él, siempre. Estaba acostumbrado a sus cuidados, a esta voz
familiar cuando uno llega a casa, al adiós de la tarde, a los buenos días de la
mañana, a ese suave sonido del vestido, tan del gusto femenino, a esta caricia
ora amorosa, ora maternal que alivia la existencia, a esta presencia amada que
hace menos lento el transcurrir de las horas. Estaba también acostumbrado a la
condescendencia material de la mesa, a todas las atenciones que no se notan y
que se vuelven poco a poco indispensables. Ya no podía vivir solo. Entonces,
para pasar las interminables tardes, cogió la costumbre de ir a sentarse una
hora o dos a la cervecería vecina. Bebía un bock y se quedaba allí, inmóvil,
siguiendo con una mirada distraída las bolas de billar corriendo una detrás de
la otra bajo el humo de las pipas, escuchando, sin pensar en ello, las disputas
de los jugadores, las discusiones de los vecinos sobre política y las
carcajadas que provocaban a veces una broma pesada al otro extremo de la sala.
Acababa a menudo por quedarse dormido de lasitud y aburrimiento. Pero tenía en
el fondo de su corazón y de sus entrañas, la necesidad irresistible de un
corazón y de un cuerpo de mujer; y sin pensarlo, se fue aproximando, un poco
cada tarde, al mostrador donde reinaba la cajera, una rubia pequeña, atraído
hacia ella invenciblemente por tratarse de una mujer.
Pronto conversaron,
y él cogió la costumbre, muy agradable, de pasar todas las tardes a su lado.
Era graciosa y atenta como se tiene que ser en estos amables ambientes, y se
divertía renovando su consumición lo más a menudo posible, lo cual beneficiaba
al negocio. Pero cada día Lougère se ataba más a esta mujer que no conocía, de
la que ignoraba toda su existencia y que quiso únicamente porque no veía otra.
La muchacha, que
era astuta, pronto se dio cuenta que podría sacar partido de este ingenuo y
buscó cuál sería la mejor forma de explotarlo. Lo más seguro era casarse.
A esta conclusión
llegó sin remordimiento alguno.
Tengo que decirles,
señores del jurado, que la conducta de esta chica era de lo más irregular y que
la boda, lejos de poner freno a sus extravíos, pareció al contrario hacerla más
desvergonzada.
Por juego natural
de la astucia femenina, pareció cogerle gusto a engañar a este honesto hombre
con todos los empleados de su despacho. Digo "con todos". Tenemos
cartas, señores. Pronto se convirtió en un escándalo público, que únicamente el
marido, como todo, ignoraba.
Al fin esta pícara,
con un interés fácil de concebir, sedujo al hijo del mismísimo patrón, joven de
diecinueve años, sobre cuyo espíritu y sentido tuvo pronto ella una influencia
deplorable. El señor Langlais, que hasta ese momento tenía los ojos cerrados
por la bondad, por amistad hacia su empleado, sintió, viendo a su hijo entre
las manos, —debería decir entre los brazos de esta peligrosa criatura— una
cólera legítima.
Cometió el error de
llamar inmediatamente a Lougère y de hablarle impelido por su indignación
paternal.
Ya no me queda,
señores, más que leerles el relato del crimen, formulado por los labios del
mismo moribundo y recogido por la instrucción:
"Acababa de
saber que mi hijo había donado, la misma víspera, diez mil francos a esta mujer
y mi cólera ha sido más fuerte que mi razón. Verdaderamente, nunca he
sospechado de la honorabilidad de Lougère, pero ciertas cegueras son más
peligrosas que auténticas faltas.
Le hice pues llamar
a mi lado y le dije que me veía obligado a privarme de sus servicios.
Él permanecía de
pie delante de mí, azorado, sin comprender. Terminó por pedir explicaciones con
cierta vivacidad.
Yo rechacé
dárselas, afirmando que mis razones eran de naturaleza íntima. Él creyó
entonces que yo tenía sospechas de su falta de delicadeza, y, muy pálido, me
rogó, me requirió que me explicara. Convencido de esto, se mostró arrogante y
se tomó el derecho de levantarme la voz.
Como yo seguía
callado, me injurió, me insultó, llegó a tal grado de exasperación que yo temía
que pasara a la acción.
Ahora bien, de
repente, con una palabra hiriente que me llegó a pleno corazón, le dije toda la
verdad a la cara.
Se quedó de pie
algunos segundos, mirándome con ojos huraños; después le vi coger de su
despacho las largas tijeras que utilizo para recortar el margen de algunos
documentos; a continuación le vi caer sobre mí con el brazo levantado, y sentí
entrar algo en mi garganta, encima del pecho, sin sentir ningún dolor".
He aquí, señores
del jurado, el sencillo relato de su muerte. ¿Qué más se puede decir para su
defensa? Él ha respetado a su segunda mujer con ceguera porque había respetado
a la primera con la razón.
Después de una
corta deliberación, el acusado fue absuelto.
Gil
Blas, 1 de noviembre de 1887
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