Los soles pueden ponerse y volver a salir:
nosotros, una vez que la breve luz se apague,
hemos de dormir una sola noche
eterna.
Catulo
Cada día muere en
la montaña,
y, sin embargo, me
asegura cuatro versos lentos
bajo el aire que
respira;
me rebela un gran
secreto en el oído,
cuando el trueno se
hace luz
y nos separa en
inútiles fragmentos.
Ella quiere ver,
observar el claro
azul del bosque
y levitar entre las
sombras que la acechan.
Un pequeño beso,
una caricia y su cuerpo frágil y convulso que responde en la caída. Yo la quiero antes de que muera, le
repito musitando un misterioso código que recuerdo cada fin de año. Pero el
canto seco de su piel me rechaza, una vez más, y aún el grito recompensa mis
esfuerzos.
Caigo junto a ella,
junto a su silencio
indiferente.
Caigo frente al
mar,
de rodillas, junto
a cruces sin ficción.
Caigo, solo caigo,
sin llegar a detenerme.
Ahora, reubicado en
el pasado, me consuela su recuerdo, en la cima y sobre el aire. Su cansada
letra surca y graba en el espacio blanco y frío de la nieve. Ni siquiera ha
despedido, hablado o resurgido. El silencio frena su primer intento, tal como
la sangre que registra el horizonte.
Así es ella.
Así somos nosotros.
Así es el vacío que
nos separa y nos reúne, día a día.
en Plegarias del olvido, 1956
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