Qué fácil es tapar la historia de los palestinos,
borrar la narrativa de su tragedia, evitar una ironía grotesca sobre Gaza que
–en cualquier otro conflicto– los periodistas estarían escribiendo en sus
primeros informes: que los originales, los legales propietarios de la tierra
israelí sobre la que impactan los cohetes Hamas viven en Gaza. Por eso existe
Gaza: porque los palestinos que vivían en Ashkelon y los campos de los
alrededores –Ashalaan en árabe– fueron desposeídos de sus tierras en 1948,
cuando se creó Israel y terminaron en las playas de Gaza.
Ellos –o sus hijos y nietos y bisnietos– están entre el
millón y medio de los refugiados palestinos atiborrados en el basurero de Gaza,
80 por ciento de aquellos cuyas familias vivieron una vez en lo que ahora es
Israel. Esto, teóricamente, es la verdadera historia; la mayoría de la gente de
Gaza no viene de Gaza.
Pero al ver las noticias, uno pensaría que la historia
comenzó ayer, que un grupo de lunáticos barbudos islamistas antisemitas surgió
de pronto en los barrios bajos de Gaza –una basura de gente destituida sin
ningún origen– y comenzaron a lanzar misiles al pacífico, democrático Israel,
sólo para encontrarse con la venganza justa de la fuerza aérea israelí. El
hecho de que cinco hermanas muertas en un campo en Jabalya tenían abuelos que
venían de la misma tierra cuyos más recientes propietarios ahora las bombardean
a muerte simplemente no aparece en la historia.
Tanto Yitzhak Rabin como Shimon Peres dijeron allá por
la década de 1990 que deseaban que Gaza simplemente desapareciera, cayera al
mar, y podemos ver por qué. La existencia de Gaza es un recordatorio permanente
de aquellos cientos de miles de palestinos que perdieron sus hogares a manos de
Israel, que huyeron o fueron echados por temor o por limpieza étnica israelí
hace sesenta años, cuando oleadas de refugiados recalaron en Europa después de
la Segunda Guerra Mundial y cuando un puñado de árabes echados a patadas de sus
propiedades no le preocupaba al mundo.
Bueno, el mundo debería preocuparse ahora. Atiborrados
en los más superpoblados kilómetros cuadrados en el mundo está un pueblo
desposeído que ha estado viviendo en la basura y las aguas servidas y, durante
los últimos seis meses, con hambre y en la oscuridad, y que han sido sancionados
por nosotros, Occidente. Gaza siempre fue un lugar de insurrección. Tomó años
para que la sangrienta “pacificación” de Ariel Sharon, que comenzó en 1971, se
completara y Gaza no será domada ahora.
La voz más poderosamente política de los palestinos
–estoy hablando de Edward Said, no del corrupto Yasser Arafat (y cómo lo deben
extrañar ahora los israelíes)– está en silencio y su prédica en gran parte no
ha sido explicada por su deplorable y tonto vocero. “Es el lugar más aterrador
que he visto”, dijo Said una vez de Gaza. “Es un lugar horriblemente triste a
causa de la desesperación y de la miseria en que vive la gente. No estaba
preparado para los campos, que son mucho peores que cualquier cosa que vi en
Sudáfrica”.
Por supuesto, le tocó a la canciller Tzipi Livni
admitir que “a veces también los civiles pagan el precio”, un argumento que no
daría, por supuesto, si los estadísticas de las bajas fueran al revés. Por
cierto fue instructivo ayer escuchar a un miembro del American Enterprise
Institute –repitiendo fielmente los argumentos de Israel– defender el
vergonzoso número de muertos palestinos diciendo que “no tenía sentido jugar el
juego de los números”. Pero si más de 300 israelíes hubieran muerto –contra dos
palestinos muertos– estemos seguros de que el “juego de los números” y la
desproporcionada violencia serían muy relevantes.
El simple hecho es que las muertes palestinas importan
mucho menos que las muertes israelíes. Es verdad, sabemos que 180 de los
muertos eran miembros de Hamas. Pero ¿qué pasa con el resto? Si las cifras
conservadoras de la ONU de 57 muertos civiles es correcta, el número de muertos
sigue siendo una vergüenza. Descubrir que Estados Unidos y Gran Bretaña no
condenan la matanza israelí mientras que culpan a Hamas no es sorprendente. La
política de Estados Unidos en Medio Oriente y la política israelí ahora son
indistinguibles y Gordon Brown está siguiendo con la misma devoción perruna a
la administración Bush que su predecesor.
Como siempre, los sátrapas árabes –pagados y armados en
gran parte por Occidente– están en silencio; absurdamente llaman a una cumbre
árabe sobre la crisis que (si tiene lugar) nombrará un “comité de acción” para
hacer un informe que nunca será escrito. En cuanto a Hamas, por supuesto
disfrutarán de la incomodidad de los potentados árabes mientras esperan
cínicamente que Israel les hable. Lo que hará. De verdad, dentro de algunos
pocos meses, oiremos que Israel y Hamas están teniendo “conversaciones
secretas” –como una vez nos pasó con Israel y la aún más corrupta OLP—. Pero
para entonces hará mucho que los muertos fueron enterrados y nos estaremos
enfrentando a la próxima crisis desde la última crisis.
en Página 12, 7 de enero de 2009
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