Esta es una parábola a la que vale la pena dedicar unas
líneas, aunque se deriva de una experiencia personal mía bastante peculiar, que
ha atraído una atención inusual, si bien inmerecida, de los medios de
comunicación y de la opinión pública. Normalmente no suelo ponerme a mí mismo
como ejemplo, pero dado que este se ha tergiversado tanto y debido también a
que podría ilustrar el contexto de la lucha palestino-sionista en el que tuvo
lugar, me he permitido utilizarlo. A finales de junio y primeros de julio de
2000 realicé una visita personal con mi familia al Líbano, donde también
pronuncié dos conferencias públicas. Como la mayoría de los árabes, mi familia
y yo estábamos muy interesados en visitar el sur del Líbano para ver la recién
evacuada «zona de seguridad» ocupada militarmente por Israel durante veintidós
años, y de la que las tropas del estado judío fueron expulsadas sin ceremonias
por la resistencia libanesa. Nuestra visita tuvo lugar el 3 de julio, en una
excursión que duró todo el día y en la que nos detuvimos en la célebre prisión
de Jiam, construida por los israelíes en 1987, en la que ocho mil personas
fueron torturadas y retenidas en espantosas y brutales condiciones. A
continuación nos dirigimos al puesto fronterizo, también abandonado por las
tropas israelíes y actualmente una zona desértica si se exceptúa a los
visitantes libaneses que acuden allí en gran número para arrojar piedras en
señal de celebración a través de la frontera, todavía extremadamente fortificada.
No se veía a un solo israelí, ni militar ni civil.
Durante nuestra parada de diez minutos, me hicieron una
fotografía -con mi consentimiento- arrojando un diminuto guijarro en
competición con algunos de los hombres más jóvenes presentes, ninguno de los
cuales, evidentemente, tenía ningún objetivo concreto a la vista. La zona
estaba vacía en varios kilómetros a la redonda. Dos días después, mi foto
apareció en los periódicos de Israel y de todo Occidente. Se me describía como
un terrorista lanzador de piedras, un hombre violento, incluyendo el habitual
coro de difamaciones y falsedades conocido por todo aquel que haya incurrido en
la hostilidad de la propaganda sionista.
Dos ironías llaman la atención. Una es que, aunque he
escrito al menos ocho libros sobre Palestina y he defendido siempre la
resistencia a la ocupación sionista, nunca he propugnado otra cosa que no sea
la coexistencia pacífica entre nosotros y los judíos israelíes. Mis escritos
han circulado por todo el mundo al menos en 35 lenguas, de modo que es difícil
que mi postura resulte desconocida, y mi mensaje es muy claro. Sin embargo,
tras haber considerado inútil refutar los hechos y argumentos que he presentado
y, lo que es más importante, tras haber sido incapaz de evitar que mi trabajo
llegue a un público cada vez más amplio, el movimiento sionista ha recurrido a
técnicas cada vez más mezquinas para tratar de detenerme. Hace dos años
contrataron a un oscuro abogado norteamericano-israelí para que investigara los primeros diez años de mi
vida y demostrara que, aunque nací en
Jerusalén, en realidad nunca estuve allí; se suponía que eso mostraría que yo era
un mentiroso que había falseado mi derecho de retorno, y ello -y esta
constituye la estupidez y la trivialidad del argumento- a pesar de que la
odiosa Ley de Retorno israelí otorga a cualquier judío de cualquier lugar del
mundo el «derecho» a ir a vivir a Israel, haya o no puesto el pie allí alguna
vez anteriormente.
Por otra parte, tan groseros e imprecisos fueron los
métodos de investigación de este abogado que muchas de las personas a las que
entrevistó escribieron cartas contradiciendo lo que había dicho; ninguno de los
periódicos a los que ofreció su artículo, excepto uno, aceptaron publicarlo
debido a sus tergiversaciones y distorsiones. La campaña no solo constituyó un esfuerzo
para desacreditarme personalmente (el director del periódico que lo publicó
dijo abiertamente que había publicado la ridícula bazofia, producida por aquel
pistolero a sueldo, debido a que quería desacreditarme precisamente porque yo
tenía un montón de lectores), sino que, de forma bastante sorprendente, pretendía
mostrar que todos los palestinos son unos mentirosos y que no se puede creer en
sus afirmaciones sobre el derecho de retorno.
Inmediatamente después de este orquestado esfuerzo vino
el incidente de las piedras. Y aquí está la segunda ironía. Pese a los
veintidós años de devastación del sur del Líbano por parte de Israel, su
destrucción de aldeas enteras, la matanza de centenares de civiles, su
utilización de soldados mercenarios en saqueos y represalias, su deplorable
empleo de los métodos más inhumanos de tortura y encarcelamiento en Jiam y en
otros lugares: a pesar de todo eso, la propaganda israelí, ayudada y alentada por
algunos corruptos medios de comunicación occidentales, decidió concentrarse en
mi inofensivo acto, hinchándolo hasta unas proporciones absurdas que sugerían
que yo era un fanático violento interesado en matar judíos. Se excluyó el
contexto, así como las circunstancias; es decir, que me limité a arrojar un guijarro,
que no había un solo israelí presente por ninguna parte y que no se amenazaba a
nadie con ningún daño o peligro físico y, lo que aún resulta más estrafalario,
se orquestó de nuevo toda una campaña para tratar de que me expulsaran de la universidad
donde llevo enseñando treinta y ocho años. Se utilizaron asimismo artículos en
la prensa, comentarios, cartas insultantes y amenazas de muerte para
intimidarme o silenciarme, incluso por parte de colegas míos que de repente
descubrieron su lealtad al estado de Israel. Sin embargo, toda aquella comedia,
la total falta de lógica que pretendía relacionar un incidente en el sur del
Líbano con mi vida y mis obras, fue en vano. Mis colegas me apoyaron, así como
una buena parte de la opinión pública. Y, lo que es más importante, la
administración de la universidad defendió magníficamente mi derecho a mis
propias opiniones y mis propios actos, y señaló que la campaña contra mí no
tenía nada que ver con el hecho de que hubiera arrojado una piedra (una acción
acertadamente descrita como un gesto de protesta), sino con mi postura y mi
actividad políticas, que se enfrentaba a la política israelí de ocupación y
represión.
El último episodio de toda esta presión sionista
resulta, en ciertos aspectos, el más triste y vergonzoso. A finales de julio de
2000, el director del Instituto y Museo Freud de Viena se puso en contacto
conmigo para preguntarme si aceptaría la invitación de pronunciar la conferencia
anual sobre Freud en la sede de dicho organismo, en mayo de 2001. Le dije que
sí y el 21 de agosto recibí una carta oficial del director del instituto invitándome
a hacerlo en nombre de la junta. Acepté de inmediato, ya que había escrito
sobre Freud y durante muchos años había sido un gran admirador de su vida y su obra.
(Habría que señalar, a modo de inciso, que Freud fue inicialmente antisionista,
pero posteriormente modificó su punto de vista cuando las persecuciones nazis
de los judíos europeos hicieron que el “estado judío” apareciera como una
posible solución al generalizado y mortífero antisemitismo. Sin embargo, creo
que su postura frente al sionismo fue siempre ambivalente).
El tema que propuse para mi conferencia fue «Freud y lo
no europeo», y pretendía mostrar que, aunque el trabajo de Freud fue para y
sobre Europa, su interés en las antiguas civilizaciones como las de Egipto,
Palestina, Grecia y África constituía un indicio de la universalidad de su
visión y del alcance humano de su obra. Además, creo que su pensamiento merecía
ser valorado por su antiprovincianismo, bastante distinto de la mentalidad de
sus contemporáneos, que denigraban a otras culturas no europeas tildándolas de
menores o inferiores.
Entonces, y sin previo aviso, el 8 de febrero de aquel
mismo año el presidente del instituto, un sociólogo vienés apellidado Schü1ein,
me informó de que el consejo había decidido cancelar mi conferencia debido
-decía- a la situación política en Oriente Próximo «y sus consecuencias». No se
me dio ninguna otra explicación. Fue un gesto lamentable y poco profesional, en
abierta contradicción con el espíritu y la letra de la obra de Freud. En los
más de treinta años que llevaba dando conferencias por todo el mundo nunca me
había ocurrido algo así, e inmediatamente respondí con una carta de una sola
frase en la que le pedía a Schü1ein que me explicara cómo una conferencia sobre
Freud en Viena podía tener algo que ver con «la situación política en Oriente
Próximo». Naturalmente, no recibí respuesta alguna.
Para empeorar aún más las cosas, el 10 de marzo The New York Times publicó una noticia
sobre el episodio, junto con una versión grotescamente ampliada de la famosa
fotografía del pasado mes de julio en el sur del Líbano, un hecho que había
tenido lugar mucho antes de que la gente de Freud me hubiera invitado, a
finales de agosto. Cuando The Times entrevistó
a Schülein, éste tuvo el cinismo de sacar a relucir la foto y de decir lo que
no había tenido el valor de decirme a mí, que aquella (así como mis críticas a la ocupación israelí) era la razón
de la cancelación, dado -añadía- que podía ofender la sensibilidad de los
judíos vieneses en el contexto de la presencia de Jörg Haider, el Holocausto y
la historia del antisemitismo austríaco. Que un respetable académico diga tales
tonterías es algo que excede los límites de la imaginación, pero que lo haga
mientras Israel está asesinando y matando a palestinos despiadadamente cada día
resulta derechamente indecente.
Lo que, en su abrumadora pusilanimidad, la pandilla
freudiana no dijo públicamente fue que la verdadera razón de aquella indecorosa
cancelación de mi conferencia fue que esta era el precio que hubieron de pagar
a sus donantes de Israel y de Estados Unidos. En Viena y Nueva York se ha
celebrado ya una exposición de los papeles de Freud organizada por el instituto
y ahora se espera poder llevarla a Israel. Parece ser que los potenciales
financieros exigieron que para pagar la exposición en Tel Aviv se había de
cancelar mi conferencia. La sumisa junta de Viena cedió y consecuentemente mi
conferencia se canceló, no porque yo defendiera la violencia y el odio, ¡sino
precisamente porque no lo hago!
Ya dije en su momento que Freud fue obligado a
abandonar Viena por los nazis y por la mayoría del pueblo austríaco. Hoy, esos
mismos dechados de valor y de principios intelectuales prohíben dar una
conferencia a un palestino. Tan bajo ha caído esa rama especialmente
desagradable del sionismo que no puede justificarse mediante el debate abierto
y el diálogo genuino, sino que utiliza oscuras tácticas mafiosas de amenaza y
extorsión para obtener silencio y obediencia. Tan desesperadamente busca la
aprobación que, tanto en Israel como a través de sus partidarios en otros
lugares, se revela, por desgracia, a favor de borrar por completo la voz
palestina, ya sea estrangulando las aldeas palestinas como Bir Zeit, ya sea
sofocando la discusión y la crítica allí donde pueda encontrar a colaboracionistas
y cobardes que lleven a cabo sus reprensibles exigencias. No resulta sorprendente
que en un clima así Ariel Sharon sea el dirigente de Israel.
Pero en última instancia estas tácticas propias de
matones se vuelven en su contra, ya que no todo el mundo tiene miedo, ni se
puede silenciar a todo el mundo. Después de cincuenta años de censura y
tergiversación sionistas, los palestinos continúan con su lucha. En todas
partes, a pesar de la escasa cobertura de los medios de comunicación, a pesar
de la venalidad de instituciones como la sociedad freudiana, a pesar de la
cobardía de los intelectuales que mantienen dormidas sus conciencias, la gente clama
justicia y paz. Inmediatamente después de que se cancelara mi invitación, el
Museo Freud de Londres me invitó a pronunciar la conferencia que debía haber
pronunciado en Viena (tras verse obligado a abandonar Viena en 1938, Freud pasó
el último año de su vida en Londres). Dos instituciones austríacas, el
Instituto de Ciencias Humanas y la Sociedad Austríaca de Literatura, me
invitaron a pronunciar sendas conferencias en Viena en la fecha que yo
eligiera. Un grupo de distinguidos psiquiatras y psicoanalistas críticos (entre
ellos, Mustafá Safuan) escribieron una carta al Instituto Freud protestando por
la cancelación. Muchas otras personas se han sentido conmocionadas ante tan
patente intimidación y así lo han manifestado en público. Mientras tanto, la
resistencia palestina continúa en todas partes.
Sigo creyendo que nuestro papel como pueblo que busca
la paz y la justicia consiste en ofrecer una visión alternativa al sionismo, una
visión basada en la igualdad y la inclusión, antes que en el apartheid y la exclusión. Cada episodio
del estilo del que aquí he descrito aumenta mi convicción de que ni los
israelíes ni los palestinos tienen otra alternativa que compartir una tierra
que ambos reivindican. Creo también que la intifada de al-Aqsa se ha de dirigir
a ese fin, a pesar de que se debe practicar una enérgica resistencia política y
cultural frente a las reprensibles políticas de ocupación israelíes basadas en
el asedio, la humillación, la inanición y el castigo colectivo. El ejército
israelí causa un daño inmenso a los palestinos día tras día: se mata a más
personas inocentes, sus tierras se destruyen o se confiscan, sus casas son
bombardeadas o demolidas y sus movimientos se ven restringidos o totalmente
interrumpidos. Como resultado de estas acciones israelíes, miles de civiles no
pueden encontrar trabajo, ir a la escuela o recibir tratamiento médico. Esta
arrogancia y esta rabia suicida contra los palestinos no darán otro resultado
que más sufrimiento y más odio, y por eso, en última instancia, Sharon siempre
ha fracasado y ha recurrido a inútiles asesinatos y pillajes. Por nuestro
propio bien, debemos sobreponernos a la bancarrota del sionismo y seguir
expresando nuestro propio mensaje de paz y justicia. Aunque el camino parezca difícil,
no se puede abandonar. Cuando alguno de nosotros se detenga, otros diez deben
ocupar su lugar. Este es el genuino sello distintivo de nuestra lucha, y ni la censura
ni la complicidad innoble pueden evitar su triunfo.
en Al-Ahram Weekly, 15-21 de marzo de 2001
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