viernes, noviembre 16, 2012

“5 de junio de 1991”, de Carlos Turturro







Una brizna de otro tiempo, un filamento, un rincón pequeño y, sin embargo, inevitable… acaso el ruido del tumulto de aquel campeonato invicto del lejano 1941, decenas, décadas de estrellas juntas en un túnel enfilado hacia la gloria, o al olvido.  Un hincha furibundo, desaparecido, que se instala en una foto histórica, máscara de diablo, manto de héroe, vaticinando aquella gesta. Una Libertadores que, la verdad, tuvo dos finales. La primera, una batalla: policías, perros, carreras laterales impulsadas por los dioses araucanos sosteniendo vientos, huracanes y tormentas, esperando un desenlace distendido en el momento en que Morón le cubre una escapada a Batistuta en su estilo clásico. Somos campeones, ahora sí, se escuchó en el viento de la cordillera. No hay más posibilidad que esta cima limpia, inexplorada. Otros gritos, más batallas, el estadio cubierto por la oposición de sus colores. Luego, la segunda noche, la de goles bellos, la tranquilidad, la celebración.

Cada triunfo es un recuerdo, le escuché decir a mi abuelo alguna vez, tomado de su mano rumbo al Nacional, cuando todavía el hoyo de Pedreros era el hoyo de Pedreros. Esa noche, más aún en la final primera, preparamos las gargantas, gritamos goles como nunca, corrimos junto a Yáñez, el Polaco, Barticciotto, Cheíto, Garrido, Martínez, el Coca… y enfrentamos el codo norte hacia la historia esquiva.

No hay final posible sin batalla previa. No hay triunfo, ni feliz equidistancia, sin caídos, vuelos o entera precisión. Algo más que fútbol se reúne en la noche de un gran triunfo. Ahí están presentes los recuerdos, el sufrido inicio, el mártir, los pequeños triunfos, las derrotas, el hincha de tablón, el relator que en vano oculta su afición, el pueblo unido, la concentración, la inspiración… el genio, la suerte. Todo desemboca en una noche, en dos finales y seis goles repartidos por igual. El sabor de la nostalgia, la memoria y la leyenda.






Inédito








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