Una
mañana de junio de 1872, temprano, asesiné a mi padre, acto que me impresionó
vivamente en esa época. Esto ocurrió antes de mi casamiento, cuando vivía con
mis padres en Wisconsin. Mi padre y yo estabamos en la biblioteca de nuestra
casa, dividiendo el producto de un robo que habíamos cometido esa noche.
Consistía, en su mayor parte, en enseres domésticos, y la tarea de una división
equitativa era dificultosa. Nos pusimos de acuerdo sobre las servilletas, toallas
y cosas parecidas, y la platería se repartió casi perfectamente, pero ustedes
pueden imaginar que cuando se trata de dividir una única caja de música en dos,
sin que sobre nada, comienzan las dificultades. Fue esa caja musical la que
trajo el desastre y la desgracia a nuestra familia. Si la hubiéramos dejado, mi
padre podría estar vivo ahora.
Era una exquisita y hermosa obra de artesanía, incrustada de costosas
maderas, curiosamente tallada. No solo podía tocar gran variedad de temas sino
que también silbaba como una codorniz, ladraba como un perro, cantaba como el
gallo todas las mañanas, se le diera cuerda o no, y recitaba los Diez
Mandamientos. Fue esta última maravilla la que ganó el corazón de mi padre y lo
llevó a cometer el único acto deshonroso de su vida, aunque posiblemente
hubiera cometido otros si le hubiera perdonado ese: trató de ocultarme la caja
aunque yo sabía muy bien que en lo que le concernía, el robo había sido llevado
a cabo principalmente para conseguirla.
Mi padre tenía la caja de música escondida bajo la capa; habíamos usado
capas como disfraz. Me había asegurado solemnemente que no la había tomado. Yo
sabía que sí, y sabía algo que, evidentemente, él ignoraba, o sea, que la caja
cantaría con la luz del día y lo traicionaría si me era posible prolongar la
división de bienes hasta esa hora. Todo ocurrió como yo lo deseaba. Cuando la
luz de gas empezó a palidecer en la biblioteca y la forma de las ventanas se
vio oscuramente tras las cortinas, un largo cocorocó
salió de abajo de la capa del caballero, seguido de algunos compases del área
de Tannhauser y finalizando con un
sonoro clic. Sobre la mesa, entre nosotros, había una pequeña hacha de mano que
habíamos usado para penetrar en la infortunada casa; la tome. El
anciano, viendo que ya de nada servía esconderla por más tiempo, sacó la caja
de música de entre su capa y la puso sobre la mesa.
-
Córtala en dos si así la prefieres -dijo-. He tratado de salvarla de la
destrucción.
Era un
apasionado amante de la música y tocaba la armónica con expresión y
sentimiento.
Dije:
- No
discuto la pureza de sus motivos: sería presunción de mi parte querer juzgar a
mi padre. Pero los negocios son los negocios; voy a efectuar la disolución de
nuestra sociedad a menos que usted consienta en usar en futuros robos un
cascabel.
- No
-dijo después de reflexionar un momento- no, no podría hacerlo, parecería una
confesión de deshonestidad. La gente diría que desconfías de
mí.
No pude dejar de admirar su temple y su sensibilidad; por un momento me
sentí orgulloso de él y dispuesto a disimular su falta, pero un vistazo a la
enjoyada caja de música me decidió, y, como ya lo dije, saqué al anciano de
este valle de lágrimas. Una vez hecho sentí una pizca de
desasosiego. No solo era mi padre -el autor de mis días- sino que sin duda el
cadáver sería descubierto. Era ya pleno día y en cualquier momento mi madre
podía entrar a la biblioteca. Bajo tales circunstancias consideré que lo
prudente era suprimirla también, cosa que hice. Pagué luego a todos los sirvientes
y los despedí.
Esa tarde fui a ver al Jefe de Policía, le conté lo que había hecho y le
pedí consejo. Me hubiera resultado muy penoso que los acontecimientos tomaran
estado público. Mi conducta hubiera sido unánimemente condenada y los
periódicos la usarían en mi contra si alguna vez obtenía un cargo de gobierno.
El Jefe comprendió la fuerza de estos razonamientos; él era también un asesino
de amplia experiencia. Después de consultar con el Juez que presidía la Corte
de Jurisdicción Variable me aconsejó esconder los cadáveres en una de las
bibliotecas, tomar un fuerte seguro sobre la casa y quemarla. Cosa que procedí
a hacer.
En la
biblioteca había una estantería que mi padre comprara recientemente a un
inventor chiflado y que no había llenado de libros. El mueble tenía la forma y
el tamaño parecidos a esos antiguos roperos que se ven en los dormitorios que
no tienen placards, pero se abría de arriba abajo como un camisón de señora.
Tenía puertas de vidrio. Había amortajado a mis padres y ya estaban bastante
rígidos como para mantenerse erectos de modo que los puse en la biblioteca de
la que había sacado los estantes. Cerré la puerta con llave y pinché unas
cortinitas en las puertecitas de vidrio. El inspector de la
compañía de seguros pasó media docena de veces frente al mueble sin sospechar
nada.
Esa noche, después de obtener mi póliza, prendí fuego a la casa y, a través
de los bosques me dirigí a la ciudad, que distaba dos millas, en donde me las
arreglé para encontrarme en el momento en que la alegría estaba en su punto más
alto. Con
gritos de aprehensión por la suerte de mis padres me uní a la multitud y llegué
con ellos al lugar del incendio unas dos horas después de haberlo provocado. La
ciudad entera estaba allí cuando llegué precipitadamente. La casa estaba
completamente consumida, pero en el extremo del lecho de encendidas ascuas,
enhiesta e incólume se veía esa biblioteca. El fuego había quemado las
cortinas, dejando a la vista las puertas de vidrio, a través de las cuales la
fiera luz roja iluminaba el interior. Allí estaba mi querido padre,
"igualito a cuando vivía" y a su lado la compañera de pesares y
alegrías. No tenían ni un pelo chamuscado y las vestimentas estaban intactas. Conspicuas eran las heridas de su cabezas y gargantas, que en la prosecución
de mis designios me había visto obligado a infligirles. La gente
guardaba silencio como en presencia de un milagro. El espanto y el terror
habían atado todas las lenguas. Yo mismo me sentía muy afectado.
Unos
tres años después, cuando los acontecimientos aquí relatados habíanse borrado
casi de mi memoria, fui a Nueva York para ayudar a pasar algunos bonos
americanos falsos. Cierto día, mirando distraídamente una mueblería, vi la
réplica exacta de mi biblioteca.
- La compré por una bicoca a un inventor que abandonó el oficio -me explicó
el vendedor-. Decía que era a prueba de fuego porque los poros de la madera
fueron rellenados a presión hidráulica con alumbre y el vidrio está hecho de
asbesto. No
creo que sea realmente a prueba de fuego... se la puedo dar al precio de una
biblioteca común.
- No -le
dije- si usted no puede garantizar que es a prueba de fuego, no la llevaré. Y
le di los buenos días.
No la hubiera llevado a ningún precio, me despertaba recuerdos sumamente
desagradables.
1909
No hay comentarios.:
Publicar un comentario