jueves, octubre 04, 2012

“Sacrificio”, de Philip K. Dick







El hombre salió al porche delantero y contempló el día. Claro y fresco... El rocío cubría la hierba. Se abrochó la chaqueta y hundió las manos en los bolsillos. Mientras bajaba la escalera, las dos orugas que esperaban junto al buzón cuchichearon entre sí.

—Ahí va —dijo la primera—. Envía tu informe.

Cuando la otra empezó a girar sus antenas, el hombre se detuvo y dio media vuelta.

—Os oí —dijo.

Golpeó con el pie la pared, y las dos orugas cayeron sobre el pavimento. Las aplastó. Después bajó corriendo por el sendero hasta la acera. Miró con recelo a su alrededor. Un pájaro daba saltitos en el cerezo, picoteando las cerezas. El hombre lo examinó. ¿Algún problema? El pájaro levantó el vuelo. No, ningún problema con los pájaros.

Siguió adelante. En la esquina tropezó con una telaraña que se extendía desde los matorrales al poste telefónico. Su corazón latió con violencia. Manoteó frenéticamente para abrirse paso. Luego miró por encima del hombro y comprobó que la araña se acercaba desde el matorral para inspeccionar los desperfectos de su obra.

Las arañas constituían un enigma. Necesitaba más hechos... Aún no se había producido ningún contacto. Se detuvo en la parada del autobús. Golpeó el suelo con los pies para hacerles entrar en calor. El autobús llegó y él subió a la plataforma, contento de sentarse entre la gente cálida y silenciosa que miraba al frente con indiferencia. Una vaga oleada de seguridad le invadió.

Rió entre dientes y se relajó, por primera vez en muchos días. El autobús prosiguió su camino.

Tirmus agitó sus antenas, excitada.

—Votad, si ése es vuestro deseo —ascendió por el montículo—, pero antes de empezar dejadme que os recuerde lo que dije ayer.
—Ya lo sabemos —dijo Lala con impaciencia—. Pongámonos en marcha. Ya hemos trazado los planes. ¿Qué nos detiene?
—Más a mi favor. —Tirmus paseó la mirada por los dioses allí reunidos—. Toda la Colina está preparada para atacar al gigante en cuestión. ¿Por qué? Sabemos, sin ningún género de dudas, que no puede comunicarse con sus congéneres. El tipo de vibración, el lenguaje que utiliza, todo hace imposible que logre popularizar la idea que tiene de nosotros, de nuestros...
—Tonterías. —Lala se irguió—. Los gigantes se comunican muy bien.
—¡No existe la menor noticia de que un gigante haya hecho pública ninguna información sobre nosotras!

El ejército se removió, inquieto.

—Adelante —dijo Tirmus—, pero es un esfuerzo vano. Es inofensivo..., está aislado. ¿Para qué perder el tiempo en...?
—¿Inofensivo? —Lala la miró fijamente—. ¿Es que no lo comprendes? ¡Sabe lo que está ocurriendo!

Tirmus bajó del montículo.

—Me repugna la violencia innecesaria. Deberíamos guardar nuestras fuerzas para el día que las necesitemos.

Se procedió a la votación. Como era de esperar, el ejército se manifestó a favor de atacar al gigante. Tirmus suspiró y trazó un mapa sobre la tierra.

—Éste es el lugar donde vive. Es lógico suponer que volverá cuando termine la jornada. La situación, según mi punto de vista...

Siguió desarrollando su plan sobre el suave terreno. Uno de los dioses se inclinó hacia su compañero hasta que las antenas se tocaron.

—Este gigante no tiene la menor oportunidad de salvarse. Por una parte, me da pena. ¿Por qué se le ocurrió entremeterse?
—Un accidente —sonrió el otro—. Ya sabes la manía que tienen de meter las narices en todo.
—Lo siento por él, a pesar de todo.

Anochecía. La calle estaba oscura y desierta. El hombre avanzaba por la acera, con el periódico bajo el brazo. Caminaba con rapidez, echando furtivas miradas a su alrededor. Rodeó el gran árbol plantado en la esquina y cruzó ágilmente la calle hacia la acera opuesta. Al girar la esquina se enredó con la telaraña, tejida desde el matorral al poste telefónico. Manoteó de forma automática para librarse del repelente contacto. Entonces escuchó un débil murmullo, metálico y agudo.

—¡Espera!

El hombre se detuvo.

—Cuidado..., dentro..., espera...

Su mandíbula colgó flojamente. Los últimos hilos se rompieron en sus manos y prosiguió su camino. La araña se deslizó detrás de él por los restos de la tela, esperando. El hombre volvió la vista atrás.

—Estás chiflada —dijo—. No me voy a arriesgar a quedarme ahí bien atadito.

Llegó al sendero que conducía a su casa. Lo subió, evitando aproximarse a los matorrales. Sacó la llave y la metió en la cerradura.

Se inmovilizó. ¿Dentro? Mejor que fuera, en especial de noche. Un período malo, la noche. Demasiado movimiento bajo los matorrales. Malo. Abrió la puerta y entró. La alfombra, un pozo de negrura, se extendía ante él. Al otro lado vislumbró la forma de una lámpara.

Cuatro pasos hacia la lámpara. Alzó un pie. Se detuvo. ¿Qué había dicho la araña? ¿Esperar? Esperó, y escuchó. Silencio.

Sacó el mechero y lo encendió.

Una alfombra de hormigas cayó sobre su cabeza, como un diluvio. Ganó el porche de un salto. Las hormigas se arrastraron con toda la velocidad de que eran capaces sobre el suelo, a la débil luz que entraba por las ventanas. El hombre rodeó la casa. Cuando la primera oleada de hormigas se derramó en el porche, ya estaba girando la llave del agua, con la manguera preparada.

El chorro de agua dispersó las hormigas. El hombre ajustó la lanza de la manguera, forzando la vista para discernir en la oscuridad. Avanzó y disparó el chorro de un lado a otro.

—Malditas seáis —dijo con los dientes apretados—. Así que espera adentro...

Estaba aterrorizado. Dentro... ¡nunca antes! Un sudor frío le cubría la cara. Dentro. Nunca habían entrado antes. Alguna mariposa, y moscas, por supuesto. Pero eran inofensivas, ruidosas... ¡Una alfombra de hormigas!

Las roció salvajemente hasta que rompieron filas y fueron a refugiarse en la hierba, en los matorrales, bajo la casa. Se sentó en la acera, sin dejar de aferrar la manguera, temblando de pies a cabeza. Lo habían planeado a la perfección. No se trataba de un ataque rabioso, frenético y espasmódico, sino de una acción de guerra planificada en todos sus detalles. Le habían esperado. Un paso más. Gracias a Dios por la araña.

Cortó el agua y se puso en pie. No se oía el menor ruido; silencio absoluto. Los matorrales se agitaron. ¿Un escarabajo? Algo negro surgió; lo aplastó con el pie. Un mensajero, probablemente. Un corredor de primera. Entró cabizbajo en la casa, iluminándose con el mechero.

Estaba sentado ante su escritorio, con el pulverizador de acero y cobre a mano. Acarició la fría superficie con los dedos. Las siete. La radio sonaba con el volumen muy bajo. Se inclinó hacia adelante y movió la lámpara del escritorio para que iluminara el suelo. Encendió un cigarrillo. Cogió papel y pluma. Reflexionó unos minutos.

Lo habían planeado todo para eliminarle. La desesperación se abatió sobre él como un torrente. ¿Qué podía hacer? ¿A quién iba a pedir ayuda? ¿Quién le iba a creer? Apretó los puños y se irguió en la silla. La araña se dejó caer sobre el escritorio.

—Lo siento. Confío en que no te haya asustado, como en el poema.

El hombre la contempló sin pestañear.

—¿Eres la misma? ¿Aquella de la esquina? ¿La que me avisó?
—No, ésa era otra. Una Hilandera. Yo, en concreto, soy una Masticadora. Observa mis mandíbulas. —Abrió y cerró la boca—. Me las como a puñados.
—Estupendo —sonrió el hombre.
—Desde luego. ¿Sabes cuántas de nosotras hay en, digamos, un acre de tierra? A ver si lo adivinas.
—Un millar.
—No. Dos millones y medio, de todas clases: Masticadoras, como yo, o Hilanderas, o Picadoras.
—¿Picadoras?
—Son las mejores. Por ejemplo, la que llamáis viuda negra. Muy valiosa. Pero...
—¿Qué?
—También tenemos nuestros problemas. Los dioses...
—¡Dioses!
—Hormigas, como decís vosotros. Los líderes. Están por encima de nosotras. Es una pena. Tienen un sabor detestable..., me enferma. Vamos a abandonarlas en favor de los pájaros.

El hombre se puso en pie.

—¿Los pájaros? ¿Son...?
—Bueno, hemos llegado a un acuerdo. Esto ya ha durado mucho tiempo. Te contaré la historia. Aún nos queda un poco de tiempo.

El corazón del hombre se contrajo.

—¿Algo de tiempo? ¿Qué quieres decir?
—Nada. Un problemilla sin importancia que se suscitará más tarde. Deja que te cuente los antecedentes. Creo que no los conoces.
—Adelante, te escucho.

Empezó a pasear por la habitación.

—Ellas gobernaban la Tierra muy bien, hace un millón de años. Los hombres vinieron de otro planeta. ¿De cuál? Lo ignoro. Aterrizaron y decidieron apoderarse de la Tierra. Hubo una guerra.
—Así que somos nosotros los invasores —musitó el hombre.
—Pues sí. La guerra condujo a la barbarie a ambos bandos. Vosotros olvidasteis vuestros conocimientos, y ellas degeneraron en un sistema de clases sociales muy rígido, hormigas, termitas...
—Entiendo.
—El último grupo de hombres que recordaba la historia nos adiestró. Fuimos educadas —La araña rió entre dientes a su manera—, educadas en algún lugar para este propósito. Las mantuvimos a raya. ¿Sabes cómo nos llaman? Las Devoradoras. Desagradable, ¿verdad? Dos arañas más descendieron hacia el escritorio. Las tres se agruparon para conferenciar.
—Es mucho más serio de lo que pensaba —dijo la Masticadora —No sabía absolutamente nada. La Picadora...

La viuda negra se aproximó al borde del escritorio.

—Gigante —gritó con voz aflautada—, me gustaría hablar contigo.
—Adelante —dijo el hombre.
—Vamos a tener algunos problemas. Se acerca un ejército de hormigas. Nos quedaremos contigo un rato.
—Entiendo. —El hombre se mojó los labios y se alisó el pelo con dedos temblorosos—. ¿Crees que... hay alguna oportunidad de...?
—¿Oportunidad? —La Picadora osciló pensativamente—. Bueno, hace mucho tiempo que nos dedicamos a esta tarea. Casi un millón de años. A pesar de los inconvenientes, pienso que les llevamos ventaja. Nuestros acuerdos con los pájaros y, por supuesto, con los sapos...
—Creo que podemos salvarte —interrumpió la Masticadora con optimismo—. De hecho, prevemos acontecimientos como éste.

Por debajo de las tablas del piso se oyó un sonido distante y rasposo, el ruido de una multitud de alas y garras diminutas que vibraban débilmente. Al oírlo, el hombre se puso a temblar.

—¿Estáis seguras? ¿Podréis hacerlo?

Se secó el sudor que se agolpaba sobre el labio superior y cogió el pulverizador.

El sonido aumentaba de potencia, dilatándose bajo el suelo, bajo sus pies. Los matorrales cercanos a la casa se agitaron y varias mariposas volaron hacia la ventana. El sonido crecía en intensidad por todas partes, un ascendente murmullo de cólera y determinación. El hombre miró de un lado a otro.

—¿Seguro que podéis hacerlo? —murmuró—. ¿Podéis salvarme?
—Oh —exclamó la Picadora, confundida—. No me refería a esto. Me refería a las especies, a la raza..., no a ti como individuo.

El hombre la miró boquiabierto y las tres Devoradoras se removieron, incómodas. Otras mariposas se estrellaron contra la ventana. El suelo bajo sus pies se combaba.

—Entiendo —dijo el hombre—. Lamento haber comprendido mal vuestras palabras.





Julio de 1953




Nota del autor

Al principio, me gustaba escribir cuentos fantásticos cortos, para Anthony Boucher, de los que éste es mi favorito. Me vino la idea cuando una mosca zumbó alrededor de mi cabeza, y yo imaginé (¡auténtica paranoia!) que se reía de mí.











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