miércoles, octubre 03, 2012

"Ay mamá Inés", de Jorge Guzmán

Fragmento


Capítulo III

I. De cómo Don Benito halló alivio en los consejos de Don Rodrigo González

Ya desde Copiapó, sus amigos habían empezado a notar que algo perturbaba a Don Benito. Inés fue la primera en proponer que quizá lo había alterado el paso por el Despoblado de Atacama. Se le ocurrió esa explicación porque durante las primeras dos semanas en Copiapó, él, que hablaba tan poco ordinariamente, se puso casi gárrulo. Y cuando hablaba, era para comparar cualquier cosa que estuviera ocurriendo con algo que había pasado durante la pesadillesca travesía del Despoblado. Si oía comentar lo numerosos y lo belicosos que les resultaron los indios de Copiapó, recordaba la indecible soledad del Despoblado. El calor del valle se le asociaba también con el frío desesperante de las pampas y los cajones estériles del Despoblado. Luego, al correr de los días, volvió a su normal laconismo, pero quedó cambiado definitivamente. Seguía teniendo el coraje ejemplar que lo había traído desde la conquista de México hasta la de Chile en un torbellino de combates con indios y con españoles, que afrontaba alegremente, y un torbellino de intrigas y traiciones, de las que siempre salía pobre, triste y perplejo.
Poco a poco, alternando rudezas de director espiritual con rudezas de soldado, el fraile fue poniendo al Maestre en la posición de un feligrés aproblemado. No se confesó Don Benito, pero terminó hablando de sus obsesiones. Quería compulsivamente encontrar las dos piedras. No quería querer, porque veía con absoluta claridad que esas ansias eran una forma de idolatría o de gran vanidad, pero seguía queriendo. No quería recordar, porque sentía malsana cualquier nostalgia, y mucho más la de estar cerca de la muerte, pero tenía continuamente presentes en la memoria imágenes del Despoblado.

–Don Rodrigo, ¿será posible que tenga yo un demonio familiar metido en el pensamiento?
–Todo es posible, amigo mío, pero no lo parece. ¿Qué cosas recuerda usted del Despoblado? Cuénteme alguna.

Sí, también se acordaba don Rodrigo de esos cuatro días de sed que mataron a casi cincuenta indios y los mantuvieron a todos al umbral de la muerte, luego de dejar la explanada aquella, la de los indios y las indias momificados. Y también recordaba perfectamente la angustia de tener apenas saliva para mojar la garganta inflamada por la sequedad. Y el dolor de los ojos, también. Sí, sabía que hubo varios cristianos que despojaron a los indios del poco líquido que habían conservado, golpeándolos brutalmente, a veces hasta matarlos. Y no ignoraba, aunque no lo vio por sus ojos, que un español llevaba obligada junto a sí a una india madre, para mamar de sus pechos cuando se le juntaba algo de leche.

–En los extremos peligros, Maestre –respondió el fraile–, los hombres olvidamos muchas cosas. Los cristianos, un poco menos que los indios. Los vimos comer cadáveres de otros indios cuando fracasó la entrada de los Chunchos.

El fraile había creído que la conciencia moral atormentaba al Maestre.

–Parece que no me doy a entender, don Rodrigo. Porque yo mismo no me entiendo será. A veces creo que lo que yo quiero es volver al Despoblado, y por eso me acuerdo tanto.
–¿Recuerda alguna otra cosa? –preguntó el fraile.

Lo obsedía esa gran sed. Se veía caminando junto a Inés y Villagra. Caminaban por sus pies, para no agotar aún más a los caballos, y los llevaban de la rienda. Volvían los tres a no hablar, en su cerebro, porque dolía la garganta si de la forzaba, y la voz salía muy ronca:
–Por eso nos asustó mucho doña Inés al detenerse y decir con voz alta y clara: “Maestre, mande usted que vengan los indios cavadores y que hagan un uraco precisamente aquí”. Creímos que le había venido la lucidez de la muerte y estaba pidiendo ver abierta su propia sepultura.
Se quedó callado, tirándose el bigote cano, buscando la causa de su sufrimiento. Era el deseo de regresar allá. Eso era. De tener otra vez las manos casi paralizadas por el frío, y estar esperando junto a una hoguera pequeña que se calentaran los alimentos y sentir de repente una ráfaga de viento aullante, más frío que el hielo, precipitarse desde los cerros, desparramando desierto abajo los tizones encendidos y volcando las ollas. Le parecía trivial y despreciable este sosegado asentamiento junto al Mapocho, entre los dos brazos de un río cristalino. Lo hacía sentir una especie de vergüenza lo abundoso de estas aguas sabrosas. Y lo decaía la apacible templanza del clima. Miraba a estos indios dulces y sumisos que aparecían sonrientes por las tardes trayéndonos de regalo tres perdices, una calabaza comestible, cuatro ajíes picantes que han cogido en las acequias, palomas torcazas y a veces, entre varios, una oveja de la tierra. Y se desconsolaba. Recordaba entonces esos otros indios, los que estaban en los refugios del Despoblado, intactos después de años de muerte, tan enteros como si solamente durmieran, tan inmutados, que el género descolorido y quebradizo que vestía el cuerpo de una india muerta le dio deseos de mirar entre sus muslos.










1997








Fotografía intervenida de Alejandro Olivares












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