domingo, octubre 21, 2012

“Casandra”, de Christa Wolf

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Otra vez me sacude el Eros que afloja los miembros,
agridulce, indomable, animal oscuro
SAFO

Aquí fue. Ahí estaba. Esos leones de piedra, sin cabeza ahora, la miraron. Esa fortaleza, un día inexpugnable, ahora un montón de piedras, fue lo último que vio. Un enemigo hace tiempo olvidado y los siglos, sol, lluvia y viento la arrasaron. Inalterado el cielo, un bloque azul intenso, alto, dilatado. Cerca las murallas ciclópeamente ensambladas, hoy como ayer, que marcan su dirección al camino: hacia la puerta, bajo la cual no mana la sangre. Hacia lo tenebroso. Hacia el matadero. Y sola.

Con mi relato voy hacia la muerte.

Aquí termino, impotente, y nada, nada de lo que hubiera podido hacer o dejar de hacer, querer o pensar, me hubiera conducido a otro objetivo. Más profundamente incluso que mi miedo, me empapa, corroe y envenena la indiferencia de los celestiales hacia nosotros los terrenos. Ha fracasado el intento de contraponer a su frialdad helada un poco de calor nuestro. Inútilmente intentamos sustraernos a sus actos de violencia, lo sé hace tiempo. Sin embargo, recientemente, de noche, durante la travesía, cuando las tormentas amenazaban destrozar nuestro barco desde todos los puntos cardinales, y no se sostenía nadie que no estuviera firmemente atado; cuando sorprendí a Marpesa soltando a escondidas los nudos que sujetaban a ella y a los gemelos entre sí y al mástil; cuando, siendo mi cuerda más larga que la de los demás cautivos, me lancé sobre Marpesa sin vacilar, sin pensar, impidiéndole así abandonar su vida y la de mis hijos a los elementos indiferentes, y confiándola en cambio a unos hombres enloquecidos; cuando... retrocediendo ante su mirada, me acurruqué de nuevo en mi puesto junto a Agamenón, que gemía y vomitaba... tuve que preguntarme de qué material resistente están hechos los lazos que nos unen a la vida. Vi que Marpesa, que, como ya en otro tiempo, no quería hablarme, estaba mejor preparada que yo, la adivina, para lo que ahora vivíamos; porque yo sentía placer por todo lo que veía –placer; ¡no esperanza!– y seguía viviendo para ver.

Es curioso que las armas de cada uno –el silencio de Marpesa, las voces de Agamenón– tengan que ser siempre las mismas. Yo, desde luego, he depuesto poco a poco mis armas, eso era en lo que podía cambiar.

¿Por qué quise sin falta el don de profecía?

Hablar con mi propia voz: lo máximo. No quise más, ninguna otra cosa. En caso necesario podría demostrarlo, pero ¿a quién? ¿A ese pueblo extraño que, desvergonzado y tímido a la vez, rodea el carruaje? Un motivo para reírme, si lo hubiera todavía: que mi tendencia a justificarme hubiera acabado poco tiempo antes que yo misma.

Marpesa guarda silencio. A los niños no quiero ya verlos. Ella los esconde de mí bajo su chal.

El mismo cielo sobre Micenas que sobre Troya, pero vacío. Brillante como el esmalte, inaccesible, reluciente. Hay algo en mí que corresponde a la vacuidad del cielo sobre el país enemigo. Todo lo que me ha ocurrido ha encontrado en mí todavía su correspondencia. Es el secreto lo que me ciñe y me sostiene, con nadie he podido hablar de ello. Sólo aquí, al borde extremo de mi vida, puedo decírmelo a mí misma: como hay en mí algo de todos, no he pertenecido por completo a nadie, y hasta he entendido su odio hacia mí. Una vez, “antes”, sí, ésa es la palabra mágica, quise hablar de ello con Mirina, con insinuaciones y medias palabras... no para encontrar alivio, que no existía. Sino porque creía que se lo debía. El fin de Troya era previsible, estábamos perdidos. Eneas y su gente se habían retirado. Mirina lo despreciaba. Y yo traté de decirle que yo... no, no sólo comprendía a Eneas: lo conocía. Como si yo fuera él. Como si estuviera encogida en su interior, alimentando con mis pensamientos sus traidoras decisiones. “Traidor”, dijo Mirina, golpeando furiosa con el hacha la maleza de la fosa que rodeaba la ciudadela, sin escucharme, sin comprenderme quizá en absoluto, porque desde que estuve prisionera en el cesto hablo en voz baja.

No es mi voz, como todos creían, mi voz no sufrió. Es el tono. El tono de anunciación el que ha desaparecido. Desaparecido por fortuna.
...
Mirina se me metió en la sangre en el instante mismo en que la vi, clara y atrevida y ardiente de pasión junto a la oscura Pentesilea, que se consumía interiormente. Ya me trajera alegría o tristeza, no podía dejarla, pero no deseo tenerla ahora a mi lado. Vi contenta cómo ella, una mujer, fue la única que se armó cuando los hombres de Troya, sin hacer caso de mi protesta, metieron en la ciudad el caballo de los griegos; la apoyé en su decisión de velar junto al monstruo, y yo con ella, desarmada. Contenta, otra vez en ese sentido pervertido, la vi precipitarse sobre el primer griego que, hacia la medianoche, surgió del corcel de madera; contenta, sí; ¡contenta la vi caer y morir derribada de un solo golpe! A mí, porque me reía, me respetaron como se respeta a la locura.

Todavía no había visto bastante.

No quiero hablar más. Todas las vanidades y costumbres se han consumido, se han agostado los lugares de mi ánimo donde podían volver a crecer. No tengo más lástima de mí que de los otros. No quiero demostrar ya nada. La risa de esa reina, cuando Agamenón pisó la alfombra roja, era superior a cualquier demostración.

Quién encontrará otra vez, y cuándo, el lenguaje.

Será alguien a quien el dolor parta el cráneo. Y hasta entonces, hasta él, sólo los bramidos y las órdenes y los gemidos y los sí señor de los que obedecen. El desamparo de los vencedores, que, mudos, comunicándose entre sí mi nombre, rondan el carruaje. Ancianos, mujeres, niños. Por la atrocidad de la victoria. Por sus consecuencias, que veo ya ahora en sus ojos ciegos. Golpeados por la ceguera, sí. Todo lo que tienen que saber se desarrollará ante sus ojos, y ellos no verán nada. Así es precisamente.

Ahora puedo utilizar lo que toda la vida he practicado: vencer mis sentimientos con la mente. El amor antes, ahora el miedo. Este me asaltó cuando el carruaje, que los cansados caballos habían arrastrado lentamente montaña arriba, se detuvo entre las murallas sombrías. Ante esta última puerta. Cuando el cielo se abrió y el sol cayó sobre los leones de piedra, que miraban por encima de mí y de todas las cosas que siempre mirarán por encima. Verdad es que conozco el miedo, pero esto es algo distinto. Quizá surge en mí por primera vez, sólo para ser destruido enseguida. Ahora arrasan su semilla.










1983







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