jueves, septiembre 06, 2012

“Cuando fui mortal”, de Javier Marías







A menudo fingí creer en fantasmas y fingí creerlo festivamente, y ahora que soy uno de ellos comprendo por qué las tradiciones los representan dolientes e insistiendo en volver a los sitios que conocieron cuando fueron mortales. La verdad es que vuelven. Pocas veces son o somos percibidos, las casas que habitamos están cambiadas y en ellas hay inquilinos que ni siquiera saben de nuestra existencia pasada, ni la conciben: al igual que los niños, esos hombres y mujeres creen que el mundo comenzó con su nacimiento, y no se preguntan si sobre el suelo que pisan hubo en otro tiempo unas pisadas más leves o unos pasos envenenados, si entre las paredes que los albergan otros oyeron susurros o risas, o si alguien leyó en voz alta una carta, o apretó el cuello de quien más quería. Es absurdo que permanezca el espacio y el tiempo se borre para los vivos, o en realidad es que el espacio es depositario del tiempo, sólo que es silencioso y no cuenta nada. Es absurdo que así sea para los vivos, porque lo que viene luego es su contrario, y para ello carecemos de entrenamiento. Es decir, ahora el tiempo no pasa, no transcurre, no fluye, sino que se perpetúa simultáneamente y con todo detalle, y decir ‘ahora’ es tal vez falacia. Eso es lo segundo peor, los detalles, porque la representación de lo que vivimos y apenas nos hizo mella cuando fuimos mortales se aparece ahora con el elemento horrendo de que todo tiene significación y peso: las palabras dichas a la ligera y los gestos maquinales, las tardes de la infancia que veíamos amontonadas desfilan ahora una tras otra individualizadas, el esfuerzo de toda una vida ‑conseguir rutinas que nivelen los días y también las noches‑ resulta baldío, y cada día y noche son recordados con nitidez y singularidad excesivas y un grado de realidad incongruente con nuestro estado que ya no conoce lo táctil. Todo es concreto y es excesivo, y es un tormento sufrir el filo de las repeticiones, porque la maldición consiste en recordarlo todo, los minutos de cada hora de cada día vivido, los de tedio y los de trabajo y los de alegría, los de estudio y pesadumbre y abyección y sueño, y también los de espera, que fueron la mayor parte.

Pero ya he dicho que eso es sólo lo segundo peor, hay algo más lacerante, y es que ahora no sólo recuerdo lo que vi y oí y supe cuando fui mortal, sino que lo recuerdo completo, es decir, incluyendo lo que entonces no veía ni sabía ni oía ni estaba a mi alcance, pero me afectaba a mí o a quienes me importaban y acaso me configuraban. Uno descubre ahora la magnitud de lo que va intuyendo a medida que vive, cada vez más cuanto se es más adulto, no puedo decir más viejo porque no llegué a serlo: que uno sólo conoce un fragmento de lo que le ocurre, y que cuando cree poder explicarse o contarse lo que le ha sucedido hasta un día determinado, le faltan demasiados datos, le faltan las intenciones ajenas y los motivos de los impulsos, le falta lo oculto: vemos aparecer a nuestros seres más cercanos como si fueran actores que surgen de pronto ante el telón de un teatro, sin que sepamos qué hacían hasta el anterior segundo, cuando no estaban ante nosotros. Tal vez se presentan disfrazados de Otelo o de Hamlet y hace un instante fumaban un anacrónico cigarrillo imposible entre bastidores, y miraban un reloj impacientes que ya se han quitado para aparentar que son otros. También nos faltan los hechos a los que no asistimos y las conversaciones que no escuchamos, las que se celebran a nuestras espaldas y nos mencionan o nos critican o nos juzgan y nos condenan. La vida es piadosa, lo son todas las vidas o esa es la norma, y por eso consideramos malvados a quienes no encubren ni ocultan ni mienten, a quienes cuentan cuanto saben y escuchan, también lo que hacen y lo que piensan. Decimos que son crueles. Y es en el estado de la crueldad en el que me encuentro ahora.

Me veo por ejemplo de niño a punto de dormirme en mi cama durante tantas noches de una infancia sin sobresaltos o satisfactoria, con la puerta de mi cuarto entornada para ver la luz hasta que me venciera el sueño y aletargarme con las conversaciones de mi padre y mi madre y de algún invitado a cenar o a los postres, esto último casi siempre el doctor Arranz, un hombre agradable que sonreía siempre y hablaba entre dientes y que para mi contento llegaba justo antes de que me durmiera a tiempo de entrar en mi habitación para ver cómo estaba, el privilegio de un control casi diario y la mano del médico que tranquiliza y palpa bajo el pijama, una mano tibia e irrepetible que toca como luego ya no sabe tocar ninguna a lo largo de nuestras vidas, sintiendo el niño aprensivo que cualquier anomalía o peligro serán detectados por ella y por tanto atajados, es la mano que pone a salvo; y colgado de los oídos el estetoscopio con su tacto saludable y frío sobre el pecho encogido, y a veces también la heredada cuchara de plata con iniciales vuelta sobre la lengua, el mango que por un momento parecía ir a clavarse en nuestra garganta para dar paso al alivio de recordar tras el primer contacto que era Arranz quien lo sostenía, su mano aseguradora y firme y dueña de objetos metálicos, nada podía suceder mientras él auscultara o mirara con su linterna en la frente. Después de su rápida visita y sus dos o tres bromas ‑a veces le aguardaba mi madre apoyada en el quicio mientras él me examinaba y me hacía reír fácilmente, también divertida ella‑ yo me quedaba aún más calmado y empezaba a adormilarme mientras oía su charla en el salón no lejano, u oía cómo oían un rato la radio o jugaban un poco a las cartas, en un tiempo en que el tiempo apenas corría, parece mentira porque no hace tanto, aunque desde entonces a ahora haya dado tiempo a que yo viva y muera. Oigo las risas de quienes aún eran jóvenes aunque yo no pudiera verlos como tales entonces y sí en cambio ahora: mi padre el que menos reía, un hombre taciturno y apuesto con un poco de melancolía permanente en los ojos, quizá porque había sido republicano y había perdido la guerra, y eso debe ser algo de lo que uno no se recupera nunca, de perder una guerra contra los compatriotas y los vecinos. Era un hombre bondadoso que jamás nos regañaba a mí ni a mi madre y estaba mucho tiempo en casa escribiendo artículos y críticas de libros que las más de las veces firmaba para los periódicos con nombres supuestos porque era mejor que no usara el suyo; o bien leyendo, un afrancesado, novelas de Camus y Simenon es lo que más recuerdo. El doctor Arranz era más jovial, un hombre zumbón con su hablar arrastrado, lleno de inventiva y frases, ese tipo de hombre que es el ídolo de los niños porque con las cartas sabe hacer juegos de manos y los divierte con rimas inesperadas y les habla de fútbol ‑Kopa, Rial, Di Stéfano, Puskas y Gento entonces‑, y se le ocurren juegos con los que los tienta y despierta su imaginación, ya que en realidad nunca tiene tiempo para quedarse a jugarlos de veras. Y mi madre, siempre bien vestida pese a que no habría mucho dinero en la casa de un perdedor de la guerra ‑no lo había‑, mejor vestida que mi padre porque aún tenía su propio padre que la vestía, mi abuelo, menuda y risueña y mirando al marido a veces con pena, mirándome a mí siempre con entusiasmo, tampoco hay muchas más miradas así más tarde, según se crece. Veo ahora todo eso pero lo veo completo, veo que las risas del salón no eran de mi padre nunca mientras yo me iba sumergiendo en el sueño, y en cambio sí era suya y solamente suya la escucha de la radio, una imagen imposible hasta hace bien poco y que ahora es tan nítida como las antiguas que mientras fui mortal se iban comprimiendo y difuminando, cada vez más cuanto más vivía. Veo que unas noches el doctor Arranz y mi madre salían, y ahora comprendo tantas referencias a las buenas entradas, que en mi imaginación de entonces yo veía siempre cortadas por un portero del estadio o de la plaza de toros ‑esos sitios a los que yo no iba‑ y sobre las que ya no me preguntaba ninguna otra cosa. Otras noches no había buenas entradas o no se hablaba de ellas, o eran noches de lluvia que no invitaban a dar un paseo ni a ir a una verbena, y ahora sé que entonces mi madre y el doctor Arranz pasaban al dormitorio cuando ya era seguro que yo me había dormido tras ser tocado en el pecho y en el estómago por las mismas manos que la tocarían a continuación a ella ya no tibias y con más urgencia, la mano del médico que tranquiliza e indaga y persuade y exige; y tras ser también besado en la mejilla o la frente por los mismos labios que besarían luego ‑y la acallarían‑ el habla entre dientes y desenfadada. Y tanto si salían al teatro o al cine o a la sala de fiestas como si sólo pasaban a la habitación de al lado, mi padre ponía la radio a solas mientras esperaba, para no oír nada, pero también al cabo del tiempo y de la rutina ‑al cabo de la nivelación de las noches que siempre llega cuando las noches insisten en repetirse‑ para distraerse durante media hora o tres cuartos (los médicos siempre van con prisa), porque acabó distrayéndose con lo que escuchaba. El doctor se marchaba sin despedirse de él y mi madre ya no salía del cuarto, allí se quedaba aguardando a mi padre, se ponía un camisón y cambiaba las sábanas, él nunca la encontraba con sus bonitas faldas y medias. Y veo ahora la conversación que instituyó este estado que para mí no era el de la crueldad sino uno piadoso que ha durado mi vida entera, y en esa conversación el doctor Arranz lleva el bigotito cortante que yo llegué a ver en los procuradores en Cortes hasta la muerte de Franco, y no sólo en ellos, sino en los militares y en los notarios, en los banqueros y en los catedráticos, en los escritores y en tantos médicos, no en él sin embargo, fue un adelantado al quitárselo. Mi padre y mi madre están sentados en el comedor y yo aún no tengo conciencia ni tampoco memoria, soy un niño que no anda ni habla y que está en su cuna y que nunca tendría por qué haberse enterado: ella mantiene todo el rato la mirada baja y no dice palabra, él tiene los ojos primero incrédulos y luego horrorizados: horrorizados y temerosos, más que indignados. Y una de las cosas que Arranz dice es esta:

Mira, León, yo le paso muchos informes a la policía y los míos van todos a misa, nunca han fallado. He tardado en dar contigo pero yo sé bien lo que hiciste en la guerra, y te hartaste de avisar a los milicianos para que dieran paseos. Pero aunque no hubiera sido así. En tu caso no tengo mucho que inventarme, con exagerar me basta, decir que mandaste a las cunetas a la mitad de nuestro vecindario no estaría demasiado lejos de la verdad, ya me habrías mandado a mí de haber podido. Han pasado más de diez años, pero a ti te cae un fusilamiento si yo me voy de esta, y no tengo por qué callarme. Así que tú dirás lo que quieres: o lo pasas un poco mal con mis condiciones o dejas de pasarlo del todo, ni bien ni mal ni regular tampoco.

¿Y cuáles son esas condiciones?

Veo al doctor Arranz hacer un gesto con la cabeza en dirección a mi madre callada ‑un gesto que la cosifica‑, a la que conocía también de la guerra y de antes, también de aquel vecindario que perdió a tantos vecinos.

Tirármela. Una noche sí y otra también, hasta que me canse.

Arranz se cansó como nos cansamos todos de todo, si nos dejan tiempo. Se cansó cuando yo aún tenía una edad en la que ese verbo tan principal no figura en el vocabulario, ni se concibe tampoco su contenido. La edad de mi madre, en cambio, fue la edad en que empezó a marchitarse y a no reír, y mi padre a prosperar y a vestir mejor, y a firmar con su nombre los artículos y las críticas ‑su nombre que no era León‑, y a perder un poco de melancolía en sus enturbiados ojos; y a salir por las noches con algunas entradas buenas mientras se quedaba mi madre en casa a hacer solitarios o a escuchar la radio, o poco después a ver la televisión, más conforme.

Cuantos han especulado con la ultratumba o la perduración de la conciencia más allá de la muerte ‑si eso es lo que somos, conciencia‑ no han tenido en cuenta el peligro o más bien horror de recordarlo todo, hasta lo que no sabíamos: de saberlo todo, cuanto nos atañe o nos tuvo en medio, o tan sólo cerca. Veo con claridad absoluta rostros con los que me crucé una sola vez en la calle, un hombre al que di una limosna sin mirarle a la cara, una mujer que observé yendo en metro y de la que ya no volví a acordarme, las facciones de un cartero que me trajo un telegrama sin importancia, la figura de una niña a la que vi en una playa, siendo yo también niño. Se repiten los largos minutos que pasé esperando en los aeropuertos o haciendo cola en un museo o mirando el agua en esa playa lejana, o haciendo un equipaje y deshaciéndolo luego, los más tediosos, los que nunca cuentan y solemos llamar tiempos muertos. Me veo en ciudades en las que estuve hace mucho y de paso, con horas libres para pasearlas y luego borrarlas de mi memoria: me veo en Hamburgo y en Manchester, en Basilea y en Austin, en sitios a los que no habría ido si no me hubiera llevado el trabajo. También me veo en Venecia hace tanto, en mi viaje de bodas con mi mujer Luisa, con la que he pasado estos últimos años de tranquilidad y contento, me veo en ellos, en mi vida más reciente, aunque ya es remota. Vuelvo de un viaje y ella me espera en el aeropuerto, no hubo una vez en nuestro matrimonio en que ella no se llegara hasta allí a recibirme aunque me hubiera ausentado sólo durante un par de días, a pesar del tráfico abominable y de las prescindibles actividades, que son las que más agobian. Solía estar tan cansado que sólo tenía fuerzas para cambiar de canales ante la televisión idéntica de todos nuestros países, mientras ella me preparaba un poco de cena y me acompañaba con gesto aburrido pero paciente, sabedora de que sólo necesitaría el sopor y el descanso de la noche inminente para recuperarme y al día siguiente ser el de siempre, un tipo activo y bromista que hablaba un poco entre dientes, una forma estudiada de acentuar la ironía que gusta a todas las mujeres, llevan la carcajada en la sangre y no pueden evitar reírse aunque detesten a quien haga la broma, si la broma tiene gracia. Y a la tarde siguiente, ya recuperado, solía ir a ver a María, mi amante, que todavía reía más porque con ella mis ocurrencias no estaban gastadas.

Tuve siempre tanto cuidado de no delatarme, de no herir y de ser piadoso, a María la veía solamente en su casa para que nunca nadie pudiera encontrarme en ningún sitio con ella y preguntar entonces, o ser cruel y contar más tarde, o simplemente esperar ser presentado. Su casa estaba cerca y pasaba muchas tardes camino de la mía, no todas, suponía retrasarme tan sólo media hora o tres cuartos, a veces algo más, a veces me entretenía mirando por su ventana, la ventana de la amante tiene un interés que nunca tendrá la nuestra. Nunca cometí un error, porque los errores en estas cuestiones son formas de desconsideración, o aún peor, son maldades. Una vez me encontré con María yendo yo con Luisa, en un cine abarrotado una noche de estreno, y mi amante aprovechó el tumulto para acercarse a nosotros y cogerme la mano un instante, al pasar sin mirarme a mi lado, me rozó con el muslo que bien conocía y me cogió y acarició la mano. Nunca pudo Luisa verlo ni darse cuenta ni sospechar lo más mínimo aquel contacto tenue y efímero y clandestino, pero aun así decidí no ver a María durante unas semanas, al cabo de las cuales y de no cogerle yo el teléfono en mi despacho me llamó una tarde a mi casa, por suerte mi mujer no estaba.

¿Qué pasa? ‑me dijo.
Que nunca debes llamarme aquí, ya lo sabes.
No te llamaría ahí si me lo cogieras en el despacho. He esperado quince días ‑dijo ella.

Y entonces yo le contesté haciendo un esfuerzo por recuperar la furia que había sentido hacía ya esos quince días:

Ni te lo cogeré nunca más si vuelves a tocarme estando Luisa delante. Ni se te ocurra.

Ella guardó silencio.

Casi todo se olvida en la vida y todo se recuerda en la muerte, o en este estado de la crueldad en que consiste ser un fantasma. Pero en la vida olvidé y volví a verla un día y otro, de ese modo en que todo se aplaza indefinidamente para dentro de poco y siempre creemos que sigue habiendo un mañana en el que será posible detener lo que hoy y ayer pasa y transcurre y fluye, lo que insensiblemente se va convirtiendo en otra rutina que a su modo también nivela nuestros días y nuestras noches hasta que éstos acaban por no poder concebirse sin ninguno de los elementos que se han instalado en ellos, y las noches y días han de ser idénticos en lo esencial al menos, para que no haya renuncia ni sacrificio, quién los quiere y quién los soporta. Todo se recuerda ahora y por eso recuerdo perfectamente mi muerte, es decir, lo que supe de mi muerte cuando se produjo, que era poco y era nada si lo comparo con la totalidad de mi conocimiento ahora, y con el filo de las repeticiones.

Volví de uno más de mis viajes agotadores y Luisa no falló, fue a esperarme. No hablamos mucho en el coche, tampoco mientras deshacía yo mi maleta mecánicamente y miraba el correo acumulado muy por encima, y escuchaba las llamadas del contestador guardadas hasta mi regreso. Me alarmé al oír una de ellas, porque reconocí en seguida la voz de María, que decía mi nombre una vez, luego se cortaba, y eso hizo que mi alarma disminuyera al instante, una voz de mujer diciendo mi nombre e interrumpiéndose no significaba nada, no tenía por qué haber inquietado a Luisa si la había escuchado. Me eché en la cama ante la televisión y miré programas, Luisa me trajo unos fiambres con huevo hilado comprados en tienda, no habría tenido ganas o tiempo de hacerme ni una tortilla. Aún era temprano, pero ella me apagó la luz de la habitación para invitarme al sueño, y así me quedé, amodorrado y calmado con el recuerdo vago de sus caricias, la mano que tranquiliza aunque toque el pecho distraídamente y acaso con impaciencia. Luego salió de la alcoba y yo acabé por dormirme con las imágenes puestas, hubo un momento en que dejé de cambiar de canales.

No sé cuánto tiempo pasó, o miento puesto que lo sé ahora con exactitud, fueron setenta y tres minutos de profundo sueño y de sueños que aún tenían lugar en el extranjero, de donde había vuelto una vez más a salvo. Entonces me desperté y vi la luz azulada del televisor encendida, su luz que iluminaba los pies de la cama más que ninguna de sus imágenes, porque a eso no me dio tiempo. Veo y vi precipitarse sobre mi frente algo negro, un objeto pesado y sin duda frío como el estetoscopio, pero no era saludable sino violento. Cayó una vez y se alzó de nuevo, y en aquellas décimas de segundo antes de que volviera a abatirse ya salpicado de sangre pensé que Luisa me estaba matando por culpa de aquella llamada que sólo decía mi nombre y se interrumpía y tal vez había dicho muchas más cosas que ella había borrado después de oírlas todas, dejándome a mí que escuchara a mi vuelta el inicio tan sólo, sólo el anuncio de lo que me mataba. La cosa negra cayó de nuevo y mató esta vez, y mi última conciencia en vida me hizo no oponer resistencia, no intentar pararla porque era imparable y quizá también porque no me pareció mala muerte morir a manos de la persona con quien había vivido con tranquilidad y contento, y sin hacernos daño hasta que nos lo hicimos. La palabra es difícil y se presta a equívocos, pero tal vez llegué a sentir que aquella era una muerte justa.

Veo eso ahora y lo veo completo, con un después y un antes, aunque el después no me atañe en sentido estricto y no resulta por eso tan doloroso. Pero sí el antes, o sí la negación de lo que entreví y amagué pensar entre la bajada y la subida y la nueva bajada de la cosa negra que acabó conmigo. Veo ahora a Luisa hablando con un hombre que no conozco y que también lleva bigote como el doctor Arranz lo llevó en su día, aunque no cortante sino suave y poblado y con algunas canas. Es un hombre de mediana edad, como fue la mía y quizá también la de Luisa, aunque yo la vi siempre como a una joven de la misma manera que nunca pude ver a mis padres y a Arranz como tales. Están reunidos en el salón de una casa que tampoco conozco y que es la de él, un lugar abigarrado, lleno de libros y cuadros y adornos, una casa estudiada. El hombre se llama Manolo Reyna y tiene suficiente dinero para no mancharse las manos nunca. Hablan en susurros sentados en un sofá, es por la tarde y yo estoy en esos momentos visitando a María, dos semanas atrás, dos antes de mi muerte a la vuelta de un viaje, y ese viaje aún no ha empezado, todavía se están haciendo los preparativos. Los susurros son ahora nítidos, tienen un grado de realidad incongruente no ya con mi estado que no conoce lo táctil, sino con la propia vida, nada en ella es tan concreto nunca, nada respira tanto. Pero hay un momento en que Luisa alza la voz, como la alza uno para defenderse o defender a alguien, y lo que dice es esto:

Pero él se ha portado siempre muy bien conmigo, no tengo nada que reprocharle, y así es muy difícil.

Y Manolo Reyna contesta arrastrando las palabras:

No sería más fácil ni te costaría menos si te hubiera hecho la vida imposible. A la hora de matar a alguien lo que haya hecho no cuenta, siempre parece un acto excesivo para cualquier comportamiento.

Veo a Luisa llevarse el pulgar a la boca y mordisquearlo un poco, un gesto que le he visto hacer tantas veces cuando vacila, o más bien antes de decidirse a algo. Es un gesto trivial, y es sangrante que también aparezca en medio de la conversación a la que no asistimos, la que se celebra a nuestras espaldas y nos menciona o critica o incluso defiende, o nos juzga y condena a muerte.

Pues mátalo tú entonces, no quieras que yo cometa ese acto excesivo.

Veo ahora también que quien empuña la cosa negra junto a mi televisión encendida no es Luisa, ni tampoco Manolo Reyna con su nombre folklórico, sino alguien contratado y pagado para que la haga abatirse dos veces sobre mi frente, la palabra es un sicario, en la guerra tantos milicianos fueron así utilizados. Mi sicario golpea dos veces y golpea con desapasionamiento, y esa muerte ya no me parece justa, ni adecuada, ni desde luego piadosa, como suele serlo la vida y lo fue la mía. La cosa negra es un martillo con mango de madera y cabeza de hierro, un martillo vulgar y corriente. Es el de mi casa, lo reconozco.

Allí donde el tiempo transcurre y fluye ya ha pasado mucho tiempo, tanto que no queda nadie de quienes conocí o traté, o padecí o quise. Cada uno de ellos, supongo, volverá sin ser percibido a ese espacio en el que se acumulan olvidados los tiempos y no verá allí más que a extraños, hombres y mujeres nuevos que creen, como los niños, que el mundo empezó con su nacimiento y para los que no tiene ningún sentido preguntarse por nuestra existencia pasada y barrida. Ahora Luisa recordará y sabrá cuanto no supo en vida ni tampoco en mi muerte. Yo no puedo hablar ahora de noches o días, todo está nivelado sin necesidad de esfuerzo ni de rutinas, en las que puedo decir que conocí sobre todo la tranquilidad y el contento: cuando fui mortal, hace ya tanto tiempo, allí donde todavía hay tiempo.




en El País Semanal, 8 de agoto de 1993













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