lunes, agosto 06, 2012

Tres visiones de Chavela Vargas

Dos entrevistas & autobiografía


1919-2012

I
Entrevista de Laura Falcoff, en Clarín, 3 de abril 2004

Hace casi cinco años, en una entrevista en su casa de Costa Rica, usted habló de la vida que llevaba: ejercicios físicos, caminatas, dietas rigurosas. ¿Continúa siendo así?
Sigo haciéndolo, claro. Vivo a treinta metros del mar. Salgo de mi casa y me clavo en el agua.

Eso seguramente le permite sostener la vida agitada de las giras.
Sí; estoy muy sana, gracias a Dios. Soy una gente que vive muy en paz. Creo que eso es lo importante: tu paz contigo misma, hablarte, saludarte. No había tenido tiempo de hablar conmigo durante muchos años por esa vida bohemia que llevaba. Y ahora frente al mar, en las noches, hablo con las sirenas, me cuentan cuentos. Estoy en un mundo divino; sin pastillas ni psiquiatras.

¿Se arrepiente de la vida que hizo?
Nunca me he arrepentido de nada y si volviera a nacer, sería i-gua-li-ta.

¿Cómo es su vida diaria?, ¿tiene relaciones con sus vecinos?
Donde estoy yo no viven más que cincuenta gentes, imagínate la felicidad; nos conocimos todos en un día. Saludo en la mañana a los pescadores que van a pescar y luego regresan de la mar —ellos le dicen la mar— nos saludamos nuevamente, me regalan un pescado para que yo coma. Y así el diálogo es precioso porque es gente que no conoce el mundo y entonces no me traen complicaciones. No me preguntan por nada porque no lo saben. Me he dado el lujo de conocer la ignorancia, que es bellísima.



II
Entrevista de Blanche Petrich, en La Jornada, 8 de junio 2007

Lo que está sosteniendo a México, asegura Chavela Vargas, “son sus indios, su gente fuerte. Y sus dioses están pendientes, van a volver a reinar, fíjate que así va a ser. El gigante dormido va a despertar. Volverán a reinar los grandes, los justos, los hombres de verdad. Lo que empobrece al país, lo que hace a su sociedad conservadora e hipócrita, es la pérdida de identidad”.

Un ejemplo: “El saludo indígena que te pregunta ¿cómo está tu corazón hoy? se está perdiendo. Ahora te dicen, ¿qué pasó güey?”

Ella, por ejemplo, que nació lejos del altiplano que ahora la alberga, lleva sangre india en las venas. “No sé de dónde me viene, pero algo he de tener porque lo siento”.

Por eso en sus conciertos, además del jorongo rojo, porta un medallón de chaquira que los huicholes le entregaron como símbolo de su reconocimiento como chamana. Por eso interpretó el papel de una indígena de la Patagonia en la película Grito de piedra, de Werner Herzog.


Dicen que fue la primera mujer que le cantó una canción de amor a otra mujer. ¿Qué precio pagó por su forma de llamar al pan, pan? ¿Con la Macorina, por ejemplo?
El arreglo de la Macorina es mío. Es una canción del siglo XVII; la prohibieron en tiempos de la Colonia, porque consideraban indecente decir ponme la mano aquí. A mí también me lo prohibieron. A los niños les apagaban el tocadiscos cuando llegaban a las casas.

[Macorina es una mujer de una raza que se da en Cuba, mezcla de sangre china y negra. Esa gente es muy orgullosa, muy alzados, muy altivos. Y Macorina era hija de un chino y una negra. Bellísima mujer, una estatua, a la que los pintores pintaban y los poetas cantaban. Alfonso Camín me invitó una vez a una fiesta y estaba Macorina. Yo le dije: “Señora, algún día yo la llevo de la mano por el monte”. Macorina todavía no había muerto cuando oyó la canción, la logró oír.

Tanto en “Macorina” como sobre todo en “La llorona” llama mucho la atención que tienes cada vez más una forma de cantarlas absolutamente original, como si desestructuraras las canciones para buscar en ellas una especie de nueva coherencia interior, como otro tempo, que tiene más que ver con el espíritu...
Absolutamente. Tiene que ver con eso que llaman alma: eso es mi música. Y yo quiero que algún día se entienda que mi mensaje ya no es de la garganta, ya no es de disco, ya no es de concierto: es la voz inmensa del individuo humano que está callada, que no tiene nombre, que no puede llamársele de ninguna manera. ]
(1)

[Manuel Vázquez Montalbán era tu amigo.
Sí. A Vázquez Montalbán le encantaba La Macorina. En la dedicatoria del libro me pidió que cuando nos encontráramos en el trastero del mundo le explicara qué hice de aquél olor a mujer, a mango y a caña nueva. ](2)

¿Fue revolucionario en su momento cantar sin eufemismos?
Pues claro. Además, ¿a quién ofendo? ¿Quién se da por aludido? Los hipócritas, pero esos están marcados, ya los conocemos. Si hubiera habido Inquisición me mandan para allá. Yo tenía un coche convertible que me pude comprar cuando empecé a trabajar, era una belleza, era un MG. Y me paseaba por el Paseo de la Reforma en mi MG negro, con mi cigarro, y me gritaban cosas espantosas: ¡puta, hija de la chingada, maricona! Me moría de la risa. Los saludaba con un gran gesto ¡salud!

A veces me tocan la puerta de la casa y es una musa, o un ser raro. Cuando vivía a la orilla del mar, en Veracruz, amanecían escamas de pescado en el marco de la ventana. Me decía la criada: amaneció lleno de escamas. Yo le decía: son las sirenas que estuvieron aquí anoche. Llegaban y me contaban muchas cosas muy hermosas. Que sí conocían a Alfosina, que por ahí anduvo. Un día me invitaron a irme al fondo del mar a tomar una copa, pero no pude ir porque no bebo.

La barca...
...en que me iré lleva una cruz de olvido. Es una canción de uno de los hermanos Sáizar, un compositor que era muy amigo mío. Esa canción se hizo en una cantina. Lleva una cruz de olvido, lleva una cruz de amor y en esa cruz, sin ti, me moriré de hastío.

[Así se escribieron muchas canciones, verdaderos poemas. Sobre la barra de una cantina. Fue una época intensa, viva. Pero al cabo del tiempo, también muy dura. Hasta que se me apareció un día el diablo. “O me llevas ahorita mismo o me quedo muchos años más en esta vida.” ]
(3)

¿Le llegó el momento, como al andariego, de sentir la calma y el sosiego?
Ey, junto a mi cruz tan solo quiero paz. No sé si el momento de la cruz, pero si de las horas de sosiego. Llegará la hora de la cruz.

[Alguna vez dijo que en momentos de desasosiego, cuando el mundo se cae, los artistas lo sostienen...
Agarra cualquier instrumento y la música te adormece. Es una fiesta eterna la música de todos los países del mundo. Ahí viene ese grito amargo del flamenco, ese grito amargo del corrido. Es el grito del dolor: “También de dolor se canta cuando llorar no se puede”. ](4)

¿Cómo se siente tener 88 años...?
¡Ah, Chihuahua, de la chingada!

Tener 88 años, con tanta fuerza, tanta lucidez, estar en tantos proyectos.
A esta edad la gente se mete a los cuartos a rezar. Yo todavía me aviento a hacer cosas locas. Si Herzog me invita a irme otra vez a la Patagonia, voy. Tengo muy bien puestas las hormonas.

El amor...
El amor no existe, es un invento en noches de borrachera. Cuando pasa la borrachera se acabó el amor. El amor es muy complejo y muy baboso.

¿Le ha dolido el corazón?
Yo amo con el hígado. El corazón no tiene nada que ver con esto.

La soledad...
Nací con ella. Libertad es soledad. Libertad es pobreza. Así que no me quejo. Prefiero estar sola y no tener dinero que estar atada.

Es muy fuerte...
Ey.

Pero también frágil...
Mucho. Me desbarato. Pero no lo digo. Entre más desbaratada estoy, reacciono con una fuerza brutal, sin una lágrima. Y no oculto esa parte de mi ser. Ni presumo ni lo escondo. Yo soy lo que soy.

¿Lamentas sus años de parranda?
No, yo era una vieja borracha. Fueron años simpatiquísimos, con José Alfredo Jiménez, que era el enamorado de todas las mujeres del mundo y me llevaba a darles serenata y al final de la noche se le descomponía su coche y yo lo tenía que empujar. Pero me estaba diciendo el doctor la semana antepasada: qué hígado más perfecto tengo. No me lo explico, es un hígado que se tomó 40 mil copas.

[
¿Conoció a Neruda?
Claro que sí, éramos amigos. Cuando yo llegaba a su casa Pablo le decía a su esposa: “¡Ya llegó Chavela, recíbanla en la puerta, le dan un vasito de agua o algo, pero no le den copa!” Cuando se iba para otro lado, su esposa me pasaba la botella y yo me la tomaba toda. Cuando Pablo regresaba me encontraba borracha (imita a alguien que no puede hablar) y decía: “¡Que se duerma!” ](5)

No habla mucho sobre cómo salió del alcohol, de cómo se rehabilitó...
Con muchos ovarios. Esa fue la batalla más dura de mi vida. El primer día que dejé de beber y empecé a sudar (Chavela se pasa las manos por la cara, como si reviviera las sensaciones terribles de la abstinencia) me estaba muriendo, y sin un quinto para comprar una vitamina. Y yo decía: tengo que salir de esto. Sola. Sola me aventé la eterna cruda. ¡Y salí! Tengo 25 años sin probar copa. Y soy el ser más feliz.

[
¿Qué frase representa a Chavela Vargas?
Vine, vi y me fui. ](6)




III
Chavela Vargas por Chavela Vargas

Soy Isabel Vargas Lizano y vine a este mundo el 17 de abril de 1919 en Costa Rica. Y el mundo era un pueblo del cantón de San Joaquín de Flores, en la provincia de Heredia, al norte de la capital. Mi vida comenzó en aquel país pequeño, en un pueblo pequeño y en un pequeño mundo. Yo misma tengo una figura pequeña, y acaso esta pequeñez me haya obligado a ir dejando por esos caminos el alma que mi cuerpecito no podía cargar. Me gusta decir que mi pueblo era tan pequeño que sólo cabíamos una vaca y yo. Adoraba a aquella vaca, de ella tomaba la leche: era mi amiga del alma.

A mis abuelos no los conocí, y a mis padres, más de lo que hubiese querido. Mi madre se llamaba Herminia, y mi padre, Francisco. Tuve cuatro hermanos, Álvaro, Rodrigo, Ofelia y… no me pregunten por los muertos: era muy niña y la tos ferina la mató en San Salvador. Y puesto que he de decirlo casi todo, lo diré: mis padres no me querían. Yo lo sufrí: ni espero que lo comprendan ni que me compadezcan. Bastante he tenido con los psiquiatras; no me molesta reconocer la amargura de mi infancia, pero me enoja que traten de hacerme creer que no pudo ser de otro modo. “Olvide lo pasado”, me dicen. “Olvide lo pasado y vuelva a pensar que su infancia no fue como ha creído. No pudo ser de otra forma. Tómelo así”. Este tipo de enredos es lo que yo llamo babosadas. Es bien fácil decir “olvide lo pasado”, como si estuviera en nuestras manos dejar atrás la historia y no cargarla como un fardo repleto de amargura. Es un peso agotador. Es bien fácil volver loca a una mujer y confundirla hasta el punto de que no sepa qué ha vivido, qué fue real y qué imaginado. Entre un psicólogo y un chamán hay cinco mil leguas. El chamán te cura con esperanza, con amor. El otro te retaca de medicinas. Ahorita quieren que me tome una píldora para que se me quite lo que traigo en el alma… A un psiquiatra en España le dije: “Usted me verá loca. Sí, es que lo estoy, pero no quiero que me lo quite con ansiolíticos. Déjeme usted loca”. Recuerdo que fue a una actuación y vino al camerino para felicitarme, tembloroso y llorando de emoción. Al cabo de un mes se murió, y en Madrid dijeron que Chavela había matado al psiquiatra. ¡Ah, no! ¡Se murió él solito!

Déjenme de psiquiatras y psicólogos: yo se lo contaré todo. A los dolores del alma habrían de añadirse los del cuerpo, y los chingadazos comenzaron bien pronto. No bastaba con haber nacido en un rincón apartado, no bastaba ser miserable, no bastaba haber nacido niña y, por tanto, haber nacido para el desprecio y la explotación. La primera en llegar fue la poliomielitis. Estuve en una silla, cargada con unos fierros que inventó el herrero, hasta que todo aquel cuerpecito se cubrió de llagas… ¡Bien pronto se olvida el dolor si los dioses te salvan! Llegaron los chamanes; no puedo decir por qué les llamaron y quién decidió que fueran ellos los que trataran de evitarme aquel calvario. Como fuere, los magos me envolvían en las frescas hojas de los plátanos y así pasaba un poco la agonía; las hojas verdes de los plátanos tienen curare, y el curare, o te mata, o te da la vida. También me dieron una pomada que fortaleció mis piernas, mis músculos y tendones, y pude hacer el camino. Además, mis ojos nacieron enfermos, y puede decirse que vine al mundo medio ciega. “Esta niña no ve”, decían. Pero, como los espíritus protectores, ahí estaban de nuevo los chamanes, con sus hierbas y sus misterios. Los doctores me habían puesto nitrato de plata en los ojos, para secarlos y que la infección no me comiera la carne. “Háganle lo que quieran a esta muchachita a ver si se compone”. Los brujos vinieron y apartaron a los médicos: “No, no. Así no. A esa niña déjenmela, que yo masticaré unas hierbas y se las escupiré en los ojos”. Aquel hombre vagaba por la selva, recolectaba sus hierbas y las masticaba, y después me escupía en los ojos hasta que fueron curándose. Aplicaron su sabiduría milenaria para salvar los ojos de una niña condenada al olvido. Los chamanes aplicaron zábila en mis párpados. Era un remedio indio muy doloroso: la zábila destila un líquido azul que abrasa los ojos, pero acabaron sanando. Después vino un herpes, una enfermedad extraña, y más tarde… todo lo demás.

Mis padres se divorciaron siendo yo muy niña, así que la familia acabó pareciéndose a un grupo de personas que se conocían, pero no se amaban. Mi padre era un señor muy decente y un modelo de educación: se gastaba todo el dinero con las mujeres; la pequeña fortuna heredada quedó en las casas que les ponía a las viejas, y todo lo que negaba a la familia lo despilfarraba en sus amoríos. (…) Mi madre era medio chambona; en su casa familiar de San José había tenido criados, y jamás supo atender la casa ni pudo nunca sufrir la vida en el campo: no sabía cómo lavar las sábanas, ni traer agua, ni arrear el ganado. Yo la recuerdo como una señora vestida de negro que no me quiso. No era cariñosa, al menos conmigo. Era una neurótica hipocondriaca, a veces con razón, porque siempre estuvo enferma. Decía que el extraño color cobre de su piel era “por las suprarrenales”. Mi padre la encontró una vez en la cama con un señor y sólo le dijo: “Que Dios te lo perdone”. Que Dios se lo perdonara o no es cosa que importa poco aquí. La enfermedad acabó haciendo presa en ella y un cáncer espantoso le comió las entrañas. Sufrió mucho y yo hice cuanto pude por aliviarle aquella agonía.

Es más que cierto, y lo diré cuantas veces me plazca, que viví con mucho desamor, que no me quisieron, que la familia era un nido de soledades, que desde muy niña aprendí a defenderme a la fuerza, que el mundo es un mortero y que hay que ser muy duro para que los golpes no te desmenucen. Y de todo ello tuve una prueba cierta muy pronto. Al poco me enviaron a la finca de mis tíos, que Dios tenga en el infierno. Ésos eran los cariños de mi madre: alejarme de su presencia y enterrarme en un lugar en el que no conocía a nadie.

Me levantaban temprano y me ponían a cortar café. Otras veces íbamos a los naranjales y echábamos allí el día, desde las siete de la mañana hasta las cinco de la tarde. Recogía 4.000 o 5.000 naranjas diarias para mandar al mercado. También arreaba el ganado, lo llevaba al agua, y me ocupaba de las cosas de la casa: lavar las sábanas, fregar, limpiar…, “allá donde bajaba la cruz”. ¡Qué! No le tuve miedo al trabajo; tenía las manos lastimadas, pero no le tuve miedo al trabajo. Los niños de Latinoamérica, si alguna vez pueden leer estas líneas, sabrán lo que digo. Digo de golpes y humillaciones, digo de abandono y desprecio, y digo del miserable acto de explotar a criaturas que sólo desean llegar a mañana. Y el que tenga estómago, que lo aguante.

Si no fuera por lo que las manitas de los niños hacen en las minas, en los cafetales o en las plantaciones, se diría que están de más en el mundo. Y así me parecía que estaba yo: me iba por los cafetales caminando sola, para ver la luna, para estar conmigo, para cantar, para inventarme una vida más dulce, y también para fortalecer mis piernas. Hacía ya mucho tiempo que había dejado aquellos fierros ortopédicos, pero me dolían los pies y cojeaba. Yo era una chatarra inmunda, eso está bien dicho; era una florecilla, para sacudirla, para pisarla y echarla a la basura. Pero la vida es terca, y más terca de lo que parece.

Así, no esperen que cante lo que no puedo cantar. No tuve la mesa puesta, ni sábanas de hilo, ni me decían “ven, que yo te quiero”. De modo que ni el mundo me quiso ni yo quise al mundo. Me dejó sentir los miedos de la soledad y tuve que armarme de coraje; ya sé que por ello me llaman valentona, indomable y arrogante, retadora como filo de puñal, pero jamás he odiado a nadie porque el odio acaba consumiendo la sangre, y odiar, como se dice en América, me friega mucho.

Pero el rencor, la vergüenza, la conciencia de fracaso, aquella primera infelicidad se me metieron en las venas y recorrieron mi cuerpo hasta abrasarme. “Si paso por ahí”, me decía, “arranco la pared”. … Nos enseñaban a utilizar armas: …Se aprende que el arma mata y que hay que saber usarla, porque es para matar. Mi infancia fue tan solitaria que aquellas armas me hacían compañía; aprendí a utilizarlas para matar las culebras de los excusados, no digo más.

Habrá quien espere que hable aquí de camisones y acostones, y quien busque la lista de mis amantes, de las mujeres que me amaron y a las que amé. Pero éste no es el lugar; para ellos escribiré una carajada de libro que se titule Vida de la Vargas fornicando ante el sagrario, o aún mejor: Chavela, la mamá del condón. En ese libro encontrarán lo que buscan, pero no estaré yo. De todos modos, creo que se dieron cuenta de que yo era homosexual desde muy niña. Entre otras razones, porque siempre andaba detrás de la hija de la cocinera. Y mis padres, mis hermanos, mi familia, los conocidos y muchos desconocidos utilizaban para mi homosexualidad la palabra rareza. Yo era un ser raro, una persona rara. Lo cierto es que no me gustaba jugar con las niñas, ni me interesaba entretenerme con muñecas, ni andar de acá para allá con los cacharritos. Prefería los rifles, las pistolas, las piedras y fingir que andábamos en guerra.
(…)
Lo que duele no es ser homosexual; lo que duele es que lo echen en cara como si fuese la peste. Hace falta tener mucha ponzoña en el alma para lanzar los cuchillos sobre una persona sólo porque sea de tal o cual modo. Mi sobrina Giselle, hija de mi hermana Ofelia, me ha llamado “lesbiana de mierda”. Y ni siquiera le levanté la mano, aunque lo mereciera, por amor a mi hermana. Pero nunca he temido al qué dirán, cada uno hace su chingada como mejor le parece; si hubiera tenido miedo del mundo no hubiera llegado a ninguna parte. Ser homosexual no es ningún pecado, es mi gloria, y me envanezco de ella si uno tiene derecho a envanecerse por esas cosas. Cuando era pequeña me dijeron que me iban a excomulgar por ser lesbiana. Yo era lo peor que se podía ser, y había llegado al límite de donde podía llegar. Me decían aquellas cosas porque era niña y porque así me mataban el alma. Ahora ya me importa poco; me duele y me amarga, sí, que me negaran el pan y la sal por ser como era: “No le den ningún premio…”, decían. Al final se tomaron el trabajo de expulsarme de la Iglesia, cosa bien inútil porque yo ya estaba fuera desde hacía mucho tiempo. Vino un cura y me dijo: “Usted es motivo de escándalo”. A él le habían visto cogiendo con un muchacho, y se lo dije tal y como me vino al alma. Tan ancha que me quedé (…). Ya no me hacen daño esas humillaciones: tengo la conciencia tan limpia o tan sucia como cualquiera, no tengo vergüenza ni miedo. Soy ave de paso y vivo donde quiero vivir.

La vida con mis tíos, en aquella finca, se hizo casi insoportable. Desde luego, no quería dejarme pasar la vida cortando café, lavando sábanas, recolectando naranjas en un lugar y con unas gentes que me daban agonías. En mis caminatas solitarias acababa por pensar: ya está bien, me voy. Y era toda mi ansia buscar la paz, tener una carrera, ir a buscar un nombre. Quería ser yo. Ahí estaba Chavela, la rara, la loca, en medio de los cafetales, cruzando las selvas a caballo o a pie, hablando con los chamanes junto a las lagunas y los ríos: la niña más humilde del mundo, la niña más pobre del mundo, la que cantaba sola. En mi familia no cantaba nadie. Yo, en cambio, deseaba ser cantante, y cuando iba al monte caminaba y caminaba, y cantaba y cantaba. “Vas a cantar cuando seas grande”, me decía. “Voy a cantar como cantan los mexicanos”.

Todos los muertos acuden ahora a mi memoria: mi padre, que murió de cirrosis sin haber probado el vino y sin fumar; mi madre, que murió a los ochenta y muchos años devorada por el cáncer. Mi hermano Álvaro, dos años mayor que yo, se echó cincuenta pastillas y se pegó un tiro. No lo sentí; le habían operado un cáncer en la garganta y los médicos le destrozaron las cuerdas vocales. Dejó una nota que decía: “No molesten a nadie por esta decisión”. Fue un adiós valiente, triste y hermoso. A mi hermano Rodrigo le dediqué el concierto de la plaza del Zócalo, en México, el 9 de abril de 1999. Un telegrama desde Costa Rica me comunicó después su muerte. Mi hermana Ofelia y su hija Giselle viven en San Joaquín de Flores, en una casa llena de perros. Es mi hermana del alma, aunque a veces deseo tenerla tan lejos como el sol. Me molesta que me pregunte dónde voy, de dónde vengo y qué hago. No sé cómo me pregunta esas cosas a mi edad. A veces le digo que, cuando se muera, debería incinerarse: se me hace que nadie va a ir a dejarle flores en la sepultura.

La leyenda negra, la mala fama me persiguió desde muy pronto. No niego que me ha beneficiado (…) Sin embargo, buena parte de la leyenda negra no la he fabricado yo, sino los imaginativos chismosos de México y del mundo. Decían, por ejemplo, que yo era una robaesposas. En mi vida he robado nada a nadie. Si las señoras venían conmigo era porque querían, que yo a nadie obligaba. Por supuesto, yo les decía piropos, pero eso no hace mal a nadie y, para ser sinceros, a la mayoría de las mujeres les encanta que las halaguen. No se me va de la memoria cómo me miraban algunas señoritas en la Zona Rosa, y en Veracruz, y en Cuba, y en Acapulco, y en Monterrey, y en Guadalajara… y en España. Si las mujeres se divorciaban porque me querían, no era cosa que yo pudiera evitar.

Dado que a mí me gustaban las mujeres, la mayoría de los hombres eran mis rivales. Sin embargo, apenas tuve enfrentamiento con ellos. Ya saben: los hombres son demasiado hombres en México y en España. Demasiado machos.

– ¿Pelear con Chavela Vargas? O la matas o te haces el loco. Eso decían. Y al parecer preferían hacerse los locos.

Con las rivales mujeres ha sido bien distinto. Las mujeres me han dado en la torre. En la mera torre, mano. Me han fregado; no puedo con ellas, no puedo con las mujeres, no sé pelear con ellas. Yo soy mujer y, por tanto, sé que no las puedo considerar rivales. Tengo la idea de que todas las mujeres amamos de distinto modo: podemos amar a la misma, sí, pero de modo diferente.

Me han dicho algunas veces que mi amor era dulce y suave. La leyenda negra supone que mi amor era fuerte y violento. No niego que hubo alguna agarrada, y que en alguna despedida se dijeron palabras bien altas. Era celosa, es verdad. Pero es que casi todas me ponían los cuernos. Parecía yo venado, no podía entrar por ninguna puerta. Tal vez se asombren ustedes, pero yo no los he puesto nunca –otra cosa que no aparece escrita en la leyenda negra–. Cuando he estado con una mujer, he estado con una sola mujer. Nunca fui promiscua, ni me gustó jugar a lesbiana, ni jamás jugué con los amores. Me gustaban y me gustan todas, por supuesto, pero no. Yo soy muy respetuosa. Si una gente me quiere, yo tengo que respetarla porque es mi deber como ser humano. Y muy agradecida de que alguien me ame. Quizá porque, como no he sido muy afortunada con el cariño de los demás, siempre agradezco que me quieran. Y siempre me resulta fascinante y maravilloso que alguien ponga sus ojos en mí.

No ocultar que era homosexual y tratar de pasar la vida del modo más verdadero no significaba que alardeara de ello ni que anduviera por las cantinas proclamando y justificando continuamente mi vida privada. Jamás hice bandera del lesbianismo, aunque juro que jamás lo oculté. Iba con pantalones más por comodidad que por provocación, metía en mi coche a mujeres hermosísimas porque ellas querían venir conmigo; no usaba tacones porque me partía la cabeza; no estuve nunca con hombres porque no los necesité en nada, aunque los respetaba en todo; nunca pensé formar una familia porque jamás hubiera tenido un hijo, no tenía espíritu maternal.

He dejado para el final un dulce recuerdo: tuve a las tres mujeres más importantes del mundo. Tres señoronas, que se dice. En México o en Europa nos veíamos. El tiempo dejó aquellos amores en una sincera amistad. Por eso, porque me acostumbraron a lo mejor, nunca pude soportar las groserías y nunca me hubiera enamorado de una mujer vulgar. Aquellas tres damas me malamansaron. Me amansaron con ternura y amor…, y todavía las veo alguna vez… a las que están vivas, y platicamos, y recordamos los años pasados. Amantes del mundo: a veces es más hermoso recordar que vivir.

No quiero seguir con esto. Me duele y ya me he extendido más de lo necesario. Baste que tuve muchos amores de juventud, y muchos amores en la madurez. En la vejez, nada. Ya tengo mucho respeto por la gente y ya no me atrevo a muchas cosas. Baste, por fin, que si volviera a nacer, volvería a llamarme Chavela, volvería a apellidarme Vargas y volvería a amar a las mismas mujeres que amé. Y acudiría a ellas, aunque me hubieran hecho sufrir. No importa. Siempre me han dejado. Y a la artista la dejan siempre porque anda como en una vitrina, exhibiéndose de continuo, expuesta a las miradas de miles de gentes, de miles de señoras que también querrían estar con una. Nadie se muere de amor: ni por falta, ni por sobra. Julieta se murió de un dolor de muelas.



Gracias, señoras. Gracias, dondequiera que estén, gracias por sus noches y sus días dedicados a mí.












Citas

(1) Fragmento de entrevista con Eduardo Vázquez Martín, en Letras Libres, septiembre 2003
(2) Fragmento de entrevista de María Cortina, en Babab, n 25, 2004
(3) Fragmento de entrevista de María Cortina, en Babab, n 25, 2004
(4) Fragmento de entrevista de Xavier Quirarte, en Milenio, 5 Octubre 2010
(5) Íbidem
(6) Íbidem




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