miércoles, agosto 01, 2012

“Mesías”, de Gore Vidal




3 de octubre 1925 – 31 de julio 2012 




Capítulo 4

Es difícil ahora recordar exactamente lo que yo esperaba. Iris optó deliberadamente por no darme una idea clara ni del hombre ni de su enseñanza, ni siquiera de la reunión a la que asistiríamos. Hablamos de otras cosas mientras nos dirigíamos a la luz de las estrellas hacia el norte, a lo largo del camino oceánico; el sonido de las olas sobre la arena nos golpeaba con fuerza los oídos.

Había casi una hora de camino desde el restaurante hasta el lugar donde se celebraría la reunión. Iris guiaba sin titubeos, y pronto nos apartamos de la carretera principal para meternos en una calle iluminada con neón; luego salimos a una zona suburbana de casas de clase media, de apariencia confortable, con jardines. Las calles estaban bordeadas de árboles; los perros ladraban; la luz amarilla brillaba en las ventanas de los pisos altos. Las familias silenciosas estaban reunidas en la solemnidad posterior a la comida, delante de los televisores, absortos en el espectáculo de unas grises y confusas figuras que contaban chistes.

Mientras íbamos por las calles vacías, me imaginaba ruinas y polvo donde estaban las casas. Entre restos polvorientos de montones de estuco, las oxidadas antenas de los televisores ―como huesos de bestias espantosas, de proporciones vagas pero horribles― serían lo único que sobreviviría para atraer los ojos del extranjero todavía no nacido. Pero execrar la propia época es un signo de inocencia, de fe. Desde entonces, he llegado a comprender la totalidad del hombre en el tiempo. Aquel año, quizá aquel andar por una calle desierta y nocturna de un suburbio de California, fue mi último momento consciente de asco concreto: la televisión, los Azules y los Verdes, la perfidia de Cartago, la eficacia de los ritos lunares…, todo es al final lo mismo.

—Aquella casa, allí, con la luz adelante, con el reloj.

La casa, para mi sorpresa, era una gran funeraria de estilo neo-georgiano, con un reloj iluminado en el frente, coronado por un anuncio discretamente escrito en letras góticas, doradas sobre negro: Whittaker y Dormer, Empresa de Pompas Fúnebres. Como había una docena de coches estacionados delante de la casa, tuve que dejar el mío a casi cien metros de allí.

Caminamos por la acera; las lámparas callejeras detrás de los árboles proyectaban sombras espesas e intrincadas en el pavimento.

—¿Tiene algún sentido especial? —pregunté—. Me refiero al lugar de la reunión.

Iris sacudió la cabeza.

—No. Nos encontramos donde nos conviene. El señor Dormer es uno de los nuestros y ha ofrecido amablemente esta capilla.
—¿Tengo que cumplir con algún ritual?

Iris se rió.

—Claro que no. No hay nada de lo que está pensando.
—No estoy pensando nada.
—Entonces está preparado. Pero debo decirle que hasta este año, en que algunos patrones le permitieron dedicar todo su tiempo a la enseñanza —yo ya podía identificar la forma en que se refería a él; le salía de los labios redonda de reverencia y sobreentendido—, había trabajado durante diez años en empresas de pompas fúnebres de Washington.

No dije nada. Daba lo mismo pasar en seguida ese primer obstáculo. Desde luego, no había motivo para despreciar una profesión tan necesaria como agotadora; pero en cierto modo la idea de un salvador salido de esas untuosas filas me parecía ridícula. Me recordé a mí mismo que un exitoso mesías había sido carpintero, y otro político, ¡pero un funebrero! Mis previsiones de grandes novedades se enfriaron. Me preparé para una comedia siniestra.

Iris no me dijo nada más acerca de la reunión ―o de él― mientras cruzábamos el césped. Abrió la puerta de la casa y entramos en una antesala suavemente iluminada. Nos recibieron un policía y un civil, el uno lúgubre y el otro alegre.

—¡Ah, señorita Mortimer! —dijo el civil, un hombre gris y rollizo como un pichón—. Y un amigo; qué bueno verlos…

No, no era él. Fui presentado al señor Dormer, que gorjeó hasta que lo interrumpió el policía.

—Ustedes dos, por aquí; vengan a que les tomen las impresiones y el juramento.

Iris me empujó para que siguiera al policía a una habitación lateral. Había oído hablar de esa precaución nacional, pero hasta entonces me faltaba experiencia directa. Desde que la tentativa comunista de controlar nuestra sociedad había fracasado ―con la caída de la política exterior soviética―, nuestro gobierno en su sabiduría colectiva decidió que nunca más se permitiría que ninguna secta o partido que no fueran los tradicionales interrumpiera el rico fluir de la vida nacional. Como resultado, todas las sociedades desviacionistas eran cuidadosamente vigiladas por la policía, que tomaba las impresiones digitales y fotografiaba a quienes asistían a las reuniones, exigiendo al mismo tiempo un juramento de lealtad a la Constitución y a la Bandera, terminado con aquella vigorosa invocación que había lanzado en un momento inspirado el reciente autor de los discursos de un presidente, para delicia de su patrón y del país: «En una verdadera democracia, no hay lugar para una diferencia seria de opinión sobre los grandes problemas». Es un buen dato sobre aquellos años ―convertidos ahora felizmente en historia―, el de que sólo unos pocos consideraron el significado de esa resolución, lo que prueba desde luego que las palabras nunca han sido un territorio familiar para la gran mayoría, que prefiere las figuras reconocibles a la prosa más ajustada.

Iris y yo repetimos obedientemente ―en presencia del policía y de una bandera norteamericana― los diversos sentimientos nacionales. Entonces se nos permitió volver a la antesala y al señor Dormer, que nos llevó a la capilla donde estaban reunidas varias docenas de personas, hombres y mujeres perfectamente comunes.

La capilla, que no pertenecía a ninguna confesión determinada, se las arreglaba para combinar diversas influencias decorativas con una insipidez notable, pues no conseguía representar nada y al mismo tiempo lo sugería todo. La presencia de un cadáver ―un hombre cuidadosamente pintado y vestido con un traje de sarga azul, sonriendo amablemente en un ataúd de ébano detrás de un macizo de flores en el fondo de la capilla― no alcanzaba a disminuir la importancia de la ocasión. Luego de un primer momento de incomodidad, se podía aceptar al muerto anónimo como parte de la decoración. Aun en los últimos años, un grupo de cavitas entusiastas trataron de insistir en la presencia de un cuerpo embalsamado en todos los servicios, pero afortunadamente prevalecieron otros elementos, aunque no peleas desagradables y palabras fuertes.

A nuestra entrada siguió pocos minutos después la de John Cave, y me cuesta recordar mi impresión. Aunque mis recuerdos son bien conocidos por todos ―o por lo menos eran bien conocidos, pues ahora, luego de haber visto el Testamento de Butler tan extrañamente cambiado ya no estoy tan seguro―, debo consignar aquí que no puedo, al cabo de tantos años, recordar en todos sus emotivos detalles mi primera reacción ante aquel hombre que había de ser la némesis peculiar del mundo tanto como la mía propia.

Pero concentrándome intensamente, vaciando mi mente de conocimientos posteriores, todavía lo veo, caminando por la nave de la capilla: un hombrecito que se movía con cierta gracia. Era más joven de lo que yo había esperado, o más bien juvenil, con el pelo corto y lacio, color castaño claro, una cara regular y delgada que nadie hubiera notado en una multitud, a menos que se acercara bastante como para ver la expresión de los ojos: grandes ojos plateados de pestañas negras como una línea espesa trazada en la piel pálida, de pupilas congénitamente pequeñas que centelleaban como negros ojos de agujas, traicionando la voluntad y la ambición que la cara impasible, amable, desmentía… Pero ahora estoy hablando por lo que supe después. Aquella noche no pensé en ambición o voluntad al ver a John Cave. Sentía mera curiosidad, intriga ante la situación: la intensidad de Iris, el cadáver sereno detrás del macizo de flores de invernadero, los treinta o cuarenta hombres y mujeres sentados junto en la parte delantera de la capilla, escuchando atentamente a John Cave.

Al principio presté poca atención a lo que se decía, más interesado en observar al público, la habitación y la apariencia del orador. Inmediatamente después de su entrada, nada dramática, Cave se dirigió a la delantera de la capilla y se sentó en una silla dorada a la derecha del ataúd. Hubo un débil susurro de interés. Los recién llegados como yo recibieron de los habitués instrucciones de último minuto. Cave se sentó con soltura en la silla dorada, los ojos mirando al suelo, las pequeñas manos huesudas y blancas entrelazadas en el regazo, una sonrisa en los labios delgados. No podía parecer más inofensivo y común. Sus primeras palabras en nada alteraron esa primera impresión.

La voz era buena, aunque al principio tendía a farfullar, los ojos mirando todavía el suelo, las manos en el regazo, inmóviles. Tan suavemente había empezado, que habló varios segundos antes de que muchos del público se dieran cuenta. Tenía un acento nacional, aprendido sin duda en la radio y el cine, una pronunciación neutral, sin ninguna tonada. La leyenda popular, aunque de corta vida, difundida en la década siguiente, de que había empezado su misión como partidario de un retorno a los bosques, era seguramente falsa.

Sólo cuando hubo hablado varios minutos empecé a atender al sentido, más que al tono de la voz. No puedo contar precisamente qué dijo, pero el mensaje de aquella noche no era muy diferente de los que vinieron después y que todo el mundo conoce. La manera era, al fin, lo que suscitaba una respuesta, no las palabras mismas, aunque fueran bastante interesantes, sobre todo oídas por primera vez. La voz, como he dicho, vacilaba al principio, y dejaba frases sin terminar; triquiñuela deliberada como descubrí más tarde, pues Cave era un actor nato, un retórico instintivo. Lo que más me sorprendió aquella primera noche fue el puro artificio de su actuación. La voz, especialmente cuando llegaba al clímax, era cortante y clara mientras las manos se movían como criaturas vivientes; y los ojos, aquellos ojos espléndidos y únicos, nos eran revelados de pronto a la débil luz, exhibiéndose en un momento crucial, preparado con el mismo cuidado que cualquier obra de arquitectura o de música: el instante de la comunicación.

Contra mi voluntad, contra mi juicio, contra mi inclinación, me descubrí absorbido por el hombre, incapaz de moverme o de reaccionar. La magia que había de afectarme para siempre ―incluso más tarde, cuando llegué a conocerlo demasiado bien― me tuvo clavado en la silla mientras las palabras, dichas con voz clara, llegaban en una línea resonante, tendida desde él hasta mí solamente, hasta cada uno de nosotros solamente…, y tanto la inquietud de todos como la agitada respiración de cada uno se unían en él.

El momento en sí mismo duró en realidad sólo un segundo; llegó de pronto, sin anunciarse, aniquilándonos. Luego Cave salió de la capilla dejándonos helados y débiles, contemplando como tontos la silla dorada donde había estado sentado.

Pasaron algunos minutos antes de que fuéramos capaces de recobrar nuestra identidad habitual.

Iris me miró. Le sonreí débilmente y me aclaré la garganta. Tenía la impresión de que me dolía todo el cuerpo. Eché una mirada al reloj y vi que Cave nos había hablado una hora y media, tiempo durante el cual yo no me había movido. Me estiré penosamente y me puse de pie. Los otros hicieron lo mismo. Habíamos compartido una experiencia, y por primera vez en mi vida yo sabía lo que era ser igual a los otros, y el latido de mi corazón ya no era individual, errático, y al menos en ese intervalo de tiempo se había puesto de acuerdo con el de aquella gente extraña. Era una experiencia nueva, intranquilizadora: no ser ya un observador, una inteligencia remota. Haber sido durante noventa minutos una parte del todo.

Iris fue conmigo a la antesala, donde estuvimos un momento observando a los demás reunidos allí para hablar en voz baja, con expresión de extravío. No tuvo que preguntarme lo que yo pensaba. Se lo dije inmediatamente, a mi manera, impresionado pero no precisamente reverente.

—Veo lo que quiere decir. Veo qué es lo que la atrae, lo que la fascina, pero sigo preguntándome qué es en realidad todo esto.
—Usted vio. Oyó.
—He visto a un hombre común. He escuchado un sermón interesante, aunque me hubiera impresionado menos si lo hubiese leído yo mismo… —trataba deliberadamente de desecharlo todo, aquel instante de creencia, aquella parálisis de la voluntad, aquel sentido de los misterios revelados en un deslumbramiento. Pero mientras hablaba, comprendí que no lo estaba descartando, que no podía cambiar la experiencia aunque dejara de lado al nombre y me burlara del texto; algo había ocurrido, y le dije lo que a mí me parecía—. No es la verdad, Iris, sino hipnosis.

Iris asintió.

—Lo he pensado muchas veces. Especialmente al principio, cuando advertía todo ese amaneramiento, cuando veía, como sólo puede hacerlo una mujer quizá, que era sólo un hombre. Pero algo ocurre cuando uno lo escucha, cuando uno llega a conocerlo. Eso tiene que descubrirlo uno mismo, y usted lo descubrirá. Quizá no sea nada que tenga alguna relación con él. Hay algo en uno mismo que se mueve y se anima en contacto con Cave, por mediación de Cave.

Iris hablaba rápidamente, excitada, y sentí la pasión que había en ella. Pero de pronto fue demasiado para mí. Yo estaba turbado y molesto. Quería irme.

—¿No quiere conocerlo?

Sacudí la cabeza.

—Otra vez quizá, pero ahora no. ¿La llevo?
—No. Daré un salto a Santa Mónica. Quizá me quede a pasar la noche. Cave estará aquí una semana.

Me pregunté de nuevo si Iris tendría un interés personal en Cave. Lo dudaba, pero todo era posible.

Me acompañó hasta el coche. Pasamos junto a la capilla iluminada, por el césped estival hasta la calle oscura, cuyo prosaica solidez ayudó a dispersar la locura de la hora anterior. Nos citamos para encontrarnos en la semana; ella le hablaría a Cave de mí y yo lo conocería. Entonces la interrumpí.

—¿Qué dijo, Iris? ¿Qué dijo esta noche?

La respuesta de Iris fue tan directa y sencilla como mi pregunta.

—Que morir es bueno.




1955








No hay comentarios.: