3 de
octubre 1925 – 31 de julio 2012
Capítulo 4
Es
difícil ahora recordar exactamente lo que yo esperaba. Iris optó
deliberadamente por no darme una idea clara ni del hombre ni de su enseñanza,
ni siquiera de la reunión a la que asistiríamos. Hablamos de otras cosas
mientras nos dirigíamos a la luz de las estrellas hacia el norte, a lo largo
del camino oceánico; el sonido de las olas sobre la arena nos golpeaba con
fuerza los oídos.
Había
casi una hora de camino desde el restaurante hasta el lugar donde se celebraría
la reunión. Iris guiaba sin titubeos, y pronto nos apartamos de la carretera
principal para meternos en una calle iluminada con neón; luego salimos a una
zona suburbana de casas de clase media, de apariencia confortable, con
jardines. Las calles estaban bordeadas de árboles; los perros ladraban; la luz
amarilla brillaba en las ventanas de los pisos altos. Las familias silenciosas
estaban reunidas en la solemnidad posterior a la comida, delante de los
televisores, absortos en el espectáculo de unas grises y confusas figuras que
contaban chistes.
Mientras
íbamos por las calles vacías, me imaginaba ruinas y polvo donde estaban las
casas. Entre restos polvorientos de montones de estuco, las oxidadas antenas de
los televisores ―como huesos de bestias espantosas, de proporciones vagas pero
horribles― serían lo único que sobreviviría para atraer los ojos del extranjero
todavía no nacido. Pero execrar la propia época es un signo de inocencia, de
fe. Desde entonces, he llegado a comprender la totalidad del hombre en el
tiempo. Aquel año, quizá aquel andar por una calle desierta y nocturna de un
suburbio de California, fue mi último momento consciente de asco concreto: la
televisión, los Azules y los Verdes, la perfidia de Cartago, la eficacia de los
ritos lunares…, todo es al final lo mismo.
—Aquella
casa, allí, con la luz adelante, con el reloj.
La
casa, para mi sorpresa, era una gran funeraria de estilo neo-georgiano, con un
reloj iluminado en el frente, coronado por un anuncio discretamente escrito en
letras góticas, doradas sobre negro: Whittaker y Dormer, Empresa de Pompas
Fúnebres. Como había una docena de coches estacionados delante de la casa,
tuve que dejar el mío a casi cien metros de allí.
Caminamos
por la acera; las lámparas callejeras detrás de los árboles proyectaban sombras
espesas e intrincadas en el pavimento.
—¿Tiene
algún sentido especial? —pregunté—. Me refiero al lugar de la reunión.
Iris
sacudió la cabeza.
—No.
Nos encontramos donde nos conviene. El señor Dormer es uno de los nuestros y ha
ofrecido amablemente esta capilla.
—¿Tengo
que cumplir con algún ritual?
Iris
se rió.
—Claro
que no. No hay nada de lo que está pensando.
—No
estoy pensando nada.
—Entonces
está preparado. Pero debo decirle que hasta este año, en que algunos patrones
le permitieron dedicar todo su tiempo a la enseñanza —yo ya podía identificar
la forma en que se refería a él; le salía de los labios redonda de reverencia y
sobreentendido—, había trabajado durante diez años en empresas de pompas
fúnebres de Washington.
No
dije nada. Daba lo mismo pasar en seguida ese primer obstáculo. Desde luego, no
había motivo para despreciar una profesión tan necesaria como agotadora; pero
en cierto modo la idea de un salvador salido de esas untuosas filas me parecía
ridícula. Me recordé a mí mismo que un exitoso mesías había sido carpintero, y
otro político, ¡pero un funebrero! Mis previsiones de grandes novedades se
enfriaron. Me preparé para una comedia siniestra.
Iris
no me dijo nada más acerca de la reunión ―o de él― mientras cruzábamos el
césped. Abrió la puerta de la casa y entramos en una antesala suavemente
iluminada. Nos recibieron un policía y un civil, el uno lúgubre y el otro
alegre.
—¡Ah,
señorita Mortimer! —dijo el civil, un hombre gris y rollizo como un pichón—. Y
un amigo; qué bueno verlos…
No, no
era él. Fui presentado al señor Dormer, que gorjeó hasta que lo
interrumpió el policía.
—Ustedes
dos, por aquí; vengan a que les tomen las impresiones y el juramento.
Iris
me empujó para que siguiera al policía a una habitación lateral. Había oído
hablar de esa precaución nacional, pero hasta entonces me faltaba experiencia
directa. Desde que la tentativa comunista de controlar nuestra sociedad había
fracasado ―con la caída de la política exterior soviética―, nuestro gobierno en
su sabiduría colectiva decidió que nunca más se permitiría que ninguna secta o
partido que no fueran los tradicionales interrumpiera el rico fluir de la vida
nacional. Como resultado, todas las sociedades desviacionistas eran
cuidadosamente vigiladas por la policía, que tomaba las impresiones digitales y
fotografiaba a quienes asistían a las reuniones, exigiendo al mismo tiempo un
juramento de lealtad a la Constitución y a la Bandera, terminado con aquella vigorosa
invocación que había lanzado en un momento inspirado el reciente autor de los
discursos de un presidente, para delicia de su patrón y del país: «En una
verdadera democracia, no hay lugar para una diferencia seria de opinión sobre
los grandes problemas». Es un buen dato sobre aquellos años ―convertidos ahora
felizmente en historia―, el de que sólo unos pocos consideraron el significado
de esa resolución, lo que prueba desde luego que las palabras nunca han sido un
territorio familiar para la gran mayoría, que prefiere las figuras reconocibles
a la prosa más ajustada.
Iris y
yo repetimos obedientemente ―en presencia del policía y de una bandera
norteamericana― los diversos sentimientos nacionales. Entonces se nos permitió
volver a la antesala y al señor Dormer, que nos llevó a la capilla donde
estaban reunidas varias docenas de personas, hombres y mujeres perfectamente
comunes.
La
capilla, que no pertenecía a ninguna confesión determinada, se las arreglaba
para combinar diversas influencias decorativas con una insipidez notable, pues
no conseguía representar nada y al mismo tiempo lo sugería todo. La presencia
de un cadáver ―un hombre cuidadosamente pintado y vestido con un traje de sarga
azul, sonriendo amablemente en un ataúd de ébano detrás de un macizo de flores
en el fondo de la capilla― no alcanzaba a disminuir la importancia de la
ocasión. Luego de un primer momento de incomodidad, se podía aceptar al muerto
anónimo como parte de la decoración. Aun en los últimos años, un grupo de
cavitas entusiastas trataron de insistir en la presencia de un cuerpo
embalsamado en todos los servicios, pero afortunadamente prevalecieron otros
elementos, aunque no peleas desagradables y palabras fuertes.
A
nuestra entrada siguió pocos minutos después la de John Cave, y me cuesta
recordar mi impresión. Aunque mis recuerdos son bien conocidos por todos ―o por
lo menos eran bien conocidos, pues ahora, luego de haber visto el
Testamento de Butler tan extrañamente cambiado ya no estoy tan seguro―, debo
consignar aquí que no puedo, al cabo de tantos años, recordar en todos sus
emotivos detalles mi primera reacción ante aquel hombre que había de ser la
némesis peculiar del mundo tanto como la mía propia.
Pero
concentrándome intensamente, vaciando mi mente de conocimientos posteriores,
todavía lo veo, caminando por la nave de la capilla: un hombrecito que se movía
con cierta gracia. Era más joven de lo que yo había esperado, o más bien
juvenil, con el pelo corto y lacio, color castaño claro, una cara regular y
delgada que nadie hubiera notado en una multitud, a menos que se acercara
bastante como para ver la expresión de los ojos: grandes ojos plateados de
pestañas negras como una línea espesa trazada en la piel pálida, de pupilas
congénitamente pequeñas que centelleaban como negros ojos de agujas,
traicionando la voluntad y la ambición que la cara impasible, amable,
desmentía… Pero ahora estoy hablando por lo que supe después. Aquella noche no
pensé en ambición o voluntad al ver a John Cave. Sentía mera curiosidad,
intriga ante la situación: la intensidad de Iris, el cadáver sereno detrás del
macizo de flores de invernadero, los treinta o cuarenta hombres y mujeres
sentados junto en la parte delantera de la capilla, escuchando atentamente a
John Cave.
Al
principio presté poca atención a lo que se decía, más interesado en observar al
público, la habitación y la apariencia del orador. Inmediatamente después de su
entrada, nada dramática, Cave se dirigió a la delantera de la capilla y se
sentó en una silla dorada a la derecha del ataúd. Hubo un débil susurro de
interés. Los recién llegados como yo recibieron de los habitués instrucciones
de último minuto. Cave se sentó con soltura en la silla dorada, los ojos
mirando al suelo, las pequeñas manos huesudas y blancas entrelazadas en el regazo,
una sonrisa en los labios delgados. No podía parecer más inofensivo y común.
Sus primeras palabras en nada alteraron esa primera impresión.
La voz
era buena, aunque al principio tendía a farfullar, los ojos mirando todavía el
suelo, las manos en el regazo, inmóviles. Tan suavemente había empezado, que
habló varios segundos antes de que muchos del público se dieran cuenta. Tenía
un acento nacional, aprendido sin duda en la radio y el cine, una pronunciación
neutral, sin ninguna tonada. La leyenda popular, aunque de corta vida,
difundida en la década siguiente, de que había empezado su misión como
partidario de un retorno a los bosques, era seguramente falsa.
Sólo
cuando hubo hablado varios minutos empecé a atender al sentido, más que al tono
de la voz. No puedo contar precisamente qué dijo, pero el mensaje de aquella
noche no era muy diferente de los que vinieron después y que todo el mundo conoce.
La manera era, al fin, lo que suscitaba una respuesta, no las palabras mismas,
aunque fueran bastante interesantes, sobre todo oídas por primera vez. La voz,
como he dicho, vacilaba al principio, y dejaba frases sin terminar; triquiñuela
deliberada como descubrí más tarde, pues Cave era un actor nato, un retórico
instintivo. Lo que más me sorprendió aquella primera noche fue el puro
artificio de su actuación. La voz, especialmente cuando llegaba al clímax, era
cortante y clara mientras las manos se movían como criaturas vivientes; y los
ojos, aquellos ojos espléndidos y únicos, nos eran revelados de pronto a la
débil luz, exhibiéndose en un momento crucial, preparado con el mismo cuidado
que cualquier obra de arquitectura o de música: el instante de la comunicación.
Contra
mi voluntad, contra mi juicio, contra mi inclinación, me descubrí absorbido por
el hombre, incapaz de moverme o de reaccionar. La magia que había de afectarme
para siempre ―incluso más tarde, cuando llegué a conocerlo demasiado bien― me
tuvo clavado en la silla mientras las palabras, dichas con voz clara, llegaban
en una línea resonante, tendida desde él hasta mí solamente, hasta cada uno de
nosotros solamente…, y tanto la inquietud de todos como la agitada respiración
de cada uno se unían en él.
El
momento en sí mismo duró en realidad sólo un segundo; llegó de pronto, sin
anunciarse, aniquilándonos. Luego Cave salió de la capilla dejándonos helados y
débiles, contemplando como tontos la silla dorada donde había estado sentado.
Pasaron
algunos minutos antes de que fuéramos capaces de recobrar nuestra identidad
habitual.
Iris
me miró. Le sonreí débilmente y me aclaré la garganta. Tenía la impresión de
que me dolía todo el cuerpo. Eché una mirada al reloj y vi que Cave nos había
hablado una hora y media, tiempo durante el cual yo no me había movido. Me
estiré penosamente y me puse de pie. Los otros hicieron lo mismo. Habíamos
compartido una experiencia, y por primera vez en mi vida yo sabía lo que era
ser igual a los otros, y el latido de mi corazón ya no era individual,
errático, y al menos en ese intervalo de tiempo se había puesto de acuerdo con
el de aquella gente extraña. Era una experiencia nueva, intranquilizadora: no
ser ya un observador, una inteligencia remota. Haber sido durante noventa
minutos una parte del todo.
Iris
fue conmigo a la antesala, donde estuvimos un momento observando a los demás
reunidos allí para hablar en voz baja, con expresión de extravío. No tuvo que
preguntarme lo que yo pensaba. Se lo dije inmediatamente, a mi manera,
impresionado pero no precisamente reverente.
—Veo
lo que quiere decir. Veo qué es lo que la atrae, lo que la fascina, pero sigo
preguntándome qué es en realidad todo esto.
—Usted
vio. Oyó.
—He
visto a un hombre común. He escuchado un sermón interesante, aunque me hubiera
impresionado menos si lo hubiese leído yo mismo… —trataba deliberadamente de
desecharlo todo, aquel instante de creencia, aquella parálisis de la voluntad,
aquel sentido de los misterios revelados en un deslumbramiento. Pero mientras
hablaba, comprendí que no lo estaba descartando, que no podía cambiar la
experiencia aunque dejara de lado al nombre y me burlara del texto; algo había
ocurrido, y le dije lo que a mí me parecía—. No es la verdad, Iris, sino
hipnosis.
Iris
asintió.
—Lo he
pensado muchas veces. Especialmente al principio, cuando advertía todo ese
amaneramiento, cuando veía, como sólo puede hacerlo una mujer quizá, que era
sólo un hombre. Pero algo ocurre cuando uno lo escucha, cuando uno llega a
conocerlo. Eso tiene que descubrirlo uno mismo, y usted lo descubrirá. Quizá no
sea nada que tenga alguna relación con él. Hay algo en uno mismo que se mueve y
se anima en contacto con Cave, por mediación de Cave.
Iris
hablaba rápidamente, excitada, y sentí la pasión que había en ella. Pero de
pronto fue demasiado para mí. Yo estaba turbado y molesto. Quería irme.
—¿No
quiere conocerlo?
Sacudí
la cabeza.
—Otra
vez quizá, pero ahora no. ¿La llevo?
—No.
Daré un salto a Santa Mónica. Quizá me quede a pasar la noche. Cave estará aquí
una semana.
Me
pregunté de nuevo si Iris tendría un interés personal en Cave. Lo dudaba, pero
todo era posible.
Me
acompañó hasta el coche. Pasamos junto a la capilla iluminada, por el césped
estival hasta la calle oscura, cuyo prosaica solidez ayudó a dispersar la
locura de la hora anterior. Nos citamos para encontrarnos en la semana; ella le
hablaría a Cave de mí y yo lo conocería. Entonces la interrumpí.
—¿Qué
dijo, Iris? ¿Qué dijo esta noche?
La
respuesta de Iris fue tan directa y sencilla como mi pregunta.
—Que
morir es bueno.
1955
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