Lo que se puede llamar el punto de vista profano no es, como
lo hemos dicho frecuentemente ya, otra cosa que el producto de una verdadera
degeneración espiritual, puesto que no podría existir en una civilización
íntegramente tradicional, donde todas las cosas, en cualquier dominio al que
pertenezcan, participan necesariamente en el carácter sagrado que es el de la
tradición misma. Siendo al mismo tiempo la civilización tradicional la que
puede considerarse como normal, hay pues algo verdaderamente anormal en ese
punto de vista, que consiste en suma, incluso allá donde todavía subsisten
ciertos elementos tradicionales, en ponerlos en cierto modo aparte, dejándoles
un lugar tan reducido como sea posible, de tal manera que no ejercen ya ninguna
influencia sobre el resto de la actividad humana, la cual desde entonces será
considerada como constituyendo un dominio profano, bien que, en realidad, tal
dominio no puede tener ninguna existencia legítima; y ese pretendido dominio
profano, haciéndose cada vez más invasor, no es en definitiva más que un
encaminarse hacia la negación completa de toda tradición, tal como se puede
comprobar en el mundo occidental moderno.
Desde este punto de vista profano ha nacido la idea de lo
que se denomina usualmente como la «vida ordinaria» o la «vida corriente»; en
efecto, por esta expresión se entiende sobre todo una cosa en la cual, en
virtud de la expulsión que en ella se opera de todo carácter sagrado, ritual o
simbólico (que se considere en el sentido específicamente religioso o bien
según cualquier otra modalidad tradicional, poco importa aquí), nada que no sea
puramente humano podría intervenir en
modo alguno; además, las propias designaciones implican que todo cuanto supere
tal concepción, incluso cuando todavía no haya sido negado en forma expresa,
queda cuando menos relegado a un ámbito «extraordinario» que se considera excepcional,
extraño e inhabitual; por tanto, se produce aquí una verdadera inversión del
orden normal, que no puede desembocar sino en la ignorancia o en la negación de
lo «suprahumano». También, algunos llegan hasta emplear igualmente, con el
mismo sentido, la expresión «vida real», que en el fondo muestra una singular
ironía, pues la verdad es que lo que nombran así no es, por el contrario, sino
el peor de los espejismos; con ello no queremos decir que las cosas aludidas
estén desprovistas en sí de toda realidad, aun cuando esta realidad, que en
definitiva es la misma del orden sensible, se encuentre en el más bajo de los
niveles y no haya por debajo de ella más que lo que ni siquiera accede a la
existencia manifestada; mas es la forma en que son consideradas la que resulta
completamente errónea y, separándolas de todo principio superior, las niega
precisamente cuanto configura toda su realidad.
Así puede verse cómo, en esta concepción de la «vida
ordinaria», se pasa de forma casi insensible de un estadio a otro, mientras la
degeneración va acentuándose progresivamente: empieza por admitirse que algunas
cosas puedan sustraerse a toda influencia tradicional, más tarde aparecen
aquellas que llegan a ser consideradas como normales; desde aquí se alcanza con
gran facilidad la fase en que son las únicas «reales», lo que equivale a
descartar como «irreal» todo lo que es «suprahumano» e incluso todo lo que
sencillamente pertenece al orden suprasensible, dado que el ámbito de lo humano
se concibe de una forma cada vez más limitada, hasta el punto de quedar
reducido a la mera modalidad corpórea; basta con señalar la forma en que
nuestros contemporáneos emplean continuamente, y sin pensar siquiera en ello,
la palabra «real» como sinónimo de «sensible», para darse cuenta de que es a
este último punto al que se atienen efectivamente. Se podría también mostrar
sin dificultad que la filosofía moderna que, en definitiva, no es más que una
expresión «sistematizada» de la mentalidad general, ha seguido una marcha
paralela a ella: el proceso se inició con el elogio cartesiano del «buen
sentido», muy característico a este respecto, ya que, a buen seguro, la «vida
ordinaria» es, por excelencia, el ámbito de ese supuesto «buen sentido», tan
limitado como aquélla y análogo en su forma; posteriormente del racionalismo
que, en el fondo, sólo es un aspecto más especialmente filosófico del
«humanismo», se llega al materialismo o al positivismo: tanto si, como el
primero, niega todo lo que se encuentra más allá del mundo sensible, o si, como
hace el segundo, se limita a descartar toda posible atención a ello tildándolo
de «inaccesible» o «incognoscible», el resultado es de hecho exactamente el
mismo en ambos casos y coincide por entero con cuanto acabamos de describir.
Conviene solamente añadir que, en la mayoría de los casos,
se trata de lo que podría llamarse un materialismo o un positivismo «práctico»,
independiente de toda teoría filosófica y pudiendo darse muy bien en gente que,
de buena fe, se cree muy alejada del materialismo y del positivismo, pero que,
en todas las circunstancias no dejan de comportarse como sus partidarios; y
este ejemplo muestra bien que la filosofía no tiene, en el fondo, sino muy poca
importancia, o que al menos sólo la tiene en la medida que puede ser considerada
como «representativa» de una determinada mentalidad, más bien que como actuando
efectivamente sobre ésta; una concepción filosófica ¿podría acaso tener éxito
si no respondiese a alguna de las tendencias predominantes de la época en la
que es formulada? No queremos decir con ello que los filósofos, como los demás,
no desempeñen un papel en la moderna desviación, pues ciertamente ello
resultaría exagerado, sino simplemente que este papel queda más restringido en
la práctica de lo que a primera vista podría suponerse, resultando, en todo
caso, bastante diferente de lo que podría parecer desde el exterior; por otra
parte, y de forma completamente general, lo más aparente es, según las propias
leyes que gobiernan la manifestación, una consecuencia en lugar de una causa,
una meta y no un punto de partida y, en todo caso, no es aquí donde hay que
buscar lo que actúa de forma verdaderamente eficaz en un orden más profundo, ya
se trate de una acción ejercida en un sentido normal y legitimo o bien de su
contraria, como en el caso al que nos referimos en la actualidad.
No tenemos la pretensión de considerar aquí todos los
aspectos de la cuestión: así, habría que preguntarse cómo es que la ilusión de
que se trata se encuentra ligada a otra ilusión específicamente moderna, la que
pretende reducir todo a elementos puramente cuantitativos, lo que constituye
propiamente el «mecanicismo». Sobre este punto, señalaremos solamente esta
concepción «mecanicista», bien que naturalmente tenga también su expresión
filosófica que remonta al cartesianismo, se vincula más directamente al lado
«científico» de la tendencia materialista (decimos solamente tendencia, porque
mecanicismo y materialismo no coinciden exactamente en todos los casos), y que
éste tiene ciertamente, por razones diversas, mucha más influencia que las
teorías filosóficas sobre la mentalidad común, en cuyo seno siempre hay, al
menos implícitamente, una creencia en la verdad de una «ciencia» cuyo carácter
hipotético se le escapa inevitablemente, mientras que todo lo que se suele
denominar como «filosofía» le deja más o menos indiferente; la existencia en un
caso de aplicaciones prácticas y utilitarias y su ausencia en el otro no es,
sin duda, enteramente ajena a ello. Precisamente esto es lo que nos lleva de
nuevo a la idea de la «vida ordinaria», en la que efectivamente entra una
considerable dosis de «pragmatismo»; y a partir del momento en que se ha
convenido que la «realidad» consiste exclusivamente en el conjunto de lo que
cae bajo los sentidos, resulta perfectamente natural que el valor que se atribuye
a una cosa cualquiera tenga como medida su capacidad para la producción de
efectos de orden sensible; ahora bien, es evidente que la «ciencia»,
considerada desde el punto de vista moderno que la hace esencialmente solidaria
de la industria, cuando no más o menos completamente confundida con ésta, debe
a este respecto ocupar el primer lugar, y asimismo que con ello se ve mezclada
lo más estrechamente posible con esa «vida ordinaria» de la que se convierte
así en uno de los factores principales; de rebote, las hipótesis sobre las que
pretende basarse, por muy gratuitas e injustificadas que pretendan ser, se
beneficiarán también de esta situación a todas luces privilegiada según la
opinión vulgar.
Dicho esto, se puede comprender que, cuando hablamos de la
actitud materialista como siendo la de la mayor parte de nuestros
contemporáneos, la entendemos en el sentido más general de la palabra y que,
por consiguiente, esta actitud podrá implicar en proporciones muy diversas
según los individuos, el materialismo filosófico, el materialismo científico y
el materialismo simplemente práctico; el primero puede incluso frecuentemente
estar ausente totalmente, mientras que, casi siempre, el segundo ejerce una
influencia que se hace sentir, de manera más o menos consciente, en el
materialismo práctico mismo. Es evidente, por lo demás, que todos ellos no son
en el fondo sino aspectos diversos de una sola y misma tendencia, y también que
esta tendencia, como todas las que son, del mismo modo, constitutivas del
espíritu moderno, ciertamente no ha podido desarrollarse de manera espontánea;
ya hemos tenido con bastante frecuencia ocasión de explicarnos acerca de este
último punto como para insistir de nuevo, y recordaremos solamente lo que
últimamente hemos dicho sobre el lugar más preciso que ocupa el materialismo en
el conjunto del «plan» que gobierna la desviación del mundo moderno, pues ésa
es una consideración que encontraremos
en lo que sigue. Lo que es verdaderamente singular, y que incluso sería cómico
si se tratara de cosas menos graves, incluso podríamos decir menos siniestras,
es que el materialismo, una de cuyas principales pretensiones es suprimir todo
misterio, tiene él mismo «razones secretas» muy misteriosas; y lo que no lo es
menos, desde otro punto de vista, es que la noción misma de «materia», de la
que se hace la base por definición, es ciertamente lo más enigmática y lo menos
inteligible posible. Por supuesto, los materialistas mismos son perfectamente
incapaces por sí mismos de darse cuenta de todas estas cosas, cegados como
están por sus ideas preconcebidas y sin duda se asombrarían al saberlas, tanto
como al saber que han existido y existen aún unos hombres para los cuales lo
que ellos denominan «vida ordinaria» sería ciertamente la cosa más extraordinaria
que les fuese dado imaginar por el hecho de no corresponder a nada de lo que
realmente ocurre en su existencia; así ocurre, empero, y, lo que es más, son
estos hombres los que deben ser considerados como auténticamente «normales»
mientras que los materialistas, con su tan alabado «buen sentido» y con todo
ese «progreso» del que se consideran con orgullo como los más perfectos
productos y los más «avanzados» representantes, no son en definitiva más que
unos seres en los que algunas facultades parecen haberse atrofiado hasta el
punto de quedar abolidas casi por completo. Por otra parte, sólo con esta
condición puede presentárseles el mundo sensible como un «sistema cerrado» en
cuyo seno parecen sentirse en completa seguridad; sólo nos queda por ver en qué
forma puede esta ilusión «realizarse» como consecuencia del propio
materialismo, pero también cómo, a pesar de esto, tal ilusión no representa
hasta cierto punto sino un estado de equilibrio fundamentalmente inestable y en
qué forma, dado el punto en que nos encontramos actualmente, esta seguridad de
la «vida ordinaria» sobre la que hasta el momento ha reposado toda la
organización externa del mundo moderno, corre el serio riesgo de verse
perturbada por una serie de inesperadas «interferencias».
Para comprender que un mundo que responda a la concepción materialista,
al menos hasta cierto punto, pueda tener alguna existencia efectiva en el
período mismo donde reina esta concepción, hay que considerar que el orden humano y el orden cósmico no están separados como
los modernos se imaginan demasiado fácilmente, sino que están íntimamente
unidos, de tal forma que cada uno de ellos reacciona constantemente sobre el
otro dándose siempre una correspondencia entre sus respectivos estados. Tal
consideración queda implícita en toda la doctrina de los ciclos y sin ella
todos los datos tradicionales que a ella se refieren resultarían poco menos que
completamente ininteligibles; la relación existente entre ciertas fases críticas
de la historia de la
Humanidad y determinados cataclismos según unos períodos
astronómicos perfectamente determinados, tal vez constituya el ejemplo más
ilustrativo de la concepción expuesta, mas parece evidente que éste no es más
que un caso extremo de las correspondencias, que existen en realidad de forma
continua, a pesar de ser sin duda menos aparente dado que las cosas van
modificándose gradualmente y de forma casi imperceptible.
Así, pues, resulta perfectamente natural que, en el curso
del desarrollo cíclico, la manifestación cósmica por entero, al igual que la
mentalidad humana que, por lo demás, queda necesariamente incluida en ella,
adopten a la vez una misma marcha «descendente» en el sentido de un alejamiento
gradual del principio, luego de la espiritualidad primera. Esta marcha puede
por tanto describirse, por emplear los mismos términos que el lenguaje
corriente (que por otra parte resaltan con toda claridad la correlación que
estamos considerando), como una especie de progresiva «materialización» del
propio medio cósmico, de manera que solamente cuando esta «materialización» ha
alcanzado cierto grado, que para entonces está fuertemente acentuado, puede
aparecer correlativamente en el hombre la concepción materialista así como la
actitud general que en la práctica le corresponde y que, como hemos dicho,
adopta la forma de la representación de lo que se conoce como «vida ordinaria»;
además, sin esta «materialización» efectiva, nada de esto tendría
justificación por aportarle a cada instante la realidad ambiente una serie de
refutaciones demasiado manifiestas. La propia idea de la «materia», tal y como
es entendida por los modernos, no podría ciertamente originarse en tales
condiciones; por otra parte, lo que expresa no constituye más que un «límite»
en el «descenso» considerado, nunca puede ser alcanzado de hecho, pues un mundo
en el que existiese algo verdaderamente «inerte» dejaría de existir por ello
mismo; tal idea es por tanto perfectamente ilusoria, por no responder en
absoluto a ningún tipo de realidad, sino solamente a lo que está, si así puede
decirse, por debajo de toda realidad. También podría decirse, por emplear otros
términos, que la «materialización» existe como tendencia pero que la
«materialidad», que habría de constituir el perfecto final de dicha tendencia,
es un estado irrealizable; de aquí se deduce, entre otras consecuencias, el
hecho de que las leyes mecánicas formuladas teóricamente por la física moderna
nunca sean susceptibles de una aplicación exacta y rigurosa a las condiciones
de la experiencia, donde siempre subsisten una serie de elementos que
necesariamente habrán de escaparse a su comprehensión, y ello incluso en la
fase en que el papel de tales elementos se ve reducido al mínimo. Por tanto,
aquí nunca se produce más que una aproximación que, en esta fase, y salvo casos
excepcionales, tal vez pueda bastar para las necesidades prácticas e
inmediatas pero que no deja por ello de implicar una significación muy grosera,
lo que no sólo la deja desprovista de su pretendida «exactitud», sino también
de todo valor como «ciencia» en el verdadero sentido de la palabra; asimismo,
empleando idéntica aproximación, el mundo sensible puede tomar la apariencia
de un «sistema cerrado» tanto para los ojos de los físicos como en la corriente
de acontecimientos constitutivos de la «vida ordinaria».
Para llegar a eso, es preciso que el hombre, por el hecho de
la «materialización» de la que acabamos de hablar, haya perdido el uso de las
facultades que le permitirían
normalmente sobrepasar los límites del mundo sensible, pues, incluso si
esté está realmente rodeado de tabiques más espesos, podría decirse, de como lo
estaba en sus estados anteriores, no es menos cierto que jamás podría haber en
ninguna parte y en ningún momento una absoluta separación entre los diferentes
órdenes de la existencia; tal separación tendría el efecto de sustraer a la
propia realidad el ámbito que ésta encerrase, de manera que, como podemos ver
una vez más, la existencia de tal ámbito, es decir, del mundo sensible en el
caso del que se trata, se desvanecería de inmediato. Por otra parte, podría
preguntarse cómo ha podido llegar a ser realidad una atrofia tan general y
completa de ciertas facultades; para ello ha sido preciso, en primer lugar,
que el hombre se haya visto obligado a dirigir toda su atención sobre las cosas
sensibles exclusivamente y éste ha sido necesariamente el punto de partida de
esta labor de desviación que podría llamarse la «fabricación» del mundo moderno
y que, por supuesto, no podía tener éxito alguno sino en esta fase del ciclo y
mediante la utilización, de modo «diabólico», de las condiciones presentes del
propio medio. Sea como fuere de este último punto, no podemos menos que admirar
la solemne estupidez de algunas declamaciones muy estimadas por los
«divulgadores» científicos (tal vez sería más apropiado decir
«cientificistas»), que se complacen en afirmar con cualquier motivo que la
ciencia moderna va apartando incesantemente los límites del mundo conocido,
cuando en verdad ocurre todo lo contrario: de hecho, nunca estos límites han
sido tan estrechos como lo son en las concepciones admitidas por la pretendida
ciencia profana y nunca el mundo ni el hombre se habían visto disminuidos hasta
el punto de quedar reducidos a simples entidades corpóreas privadas, por
hipótesis, ¡de la menor posibilidad de comunicación con cualquier otro orden
de realidad!
Existe, asimismo, otro aspecto de la cuestión, a la vez
recíproco y complementario respecto al que hasta ahora habíamos considerado:
en todo este proceso, el hombre no se ve reducido al papel pasivo de simple
espectador, cuya única misión debería ser hacerse una idea más o menos cierta o
más o menos falsa de lo que pasa a su alrededor; él mismo es uno de los
factores que intervienen en la modificación del mundo en el que vive; además,
debemos añadir que constituye un factor particularmente importante, dada la
posición «central» que en él ocupa. Seguidamente, una vez que la concepción
materialista ha sido formada y expandida de la forma que sea, sólo puede
contribuir a reforzar todavía más esa «solidificación» del mundo que la hizo
posible, y todas las consecuencias que directa o indirectamente se derivan de
esta concepción, inclusive la noción corriente de la «vida ordinaria», se limitan
a tender a este mismo fin; no hacemos así alusión solamente, a los resultados
directos y demasiado evidentes de la actividad industrial y mecánica, sino
también a las reacciones mucho más generales del medio cósmico mismo en
presencia de la actitud adoptada a su respecto por el hombre. Verdaderamente,
puede decirse que ciertos aspectos de la realidad se ocultan ante quien la
considere como profana y como materialista, haciéndose inaccesibles a su
observación; no se trata aquí de una forma de hablar más o menos «metafórica»,
como algunos podrían sentirse inclinados a creer, sino de la expresión pura y
simple de un hecho, en la misma medida que también lo es la huida espontánea e
instintiva de los animales ante aquel que les presenta una actitud hostil; ésta
es la razón de que haya cosas que nunca podrán ser observadas por «sabios»
materialistas o positivistas, lo que naturalmente les confirma una vez más en
su creencia en la validez de sus concepciones, al parecer darles como una
especie de prueba negativa de ella, cuando en realidad no es ni más ni menos
que un simple efecto de las propias concepciones. Esta es hasta cierto punto
la «contrapartida» de la limitación de las facultades del ser humano a
aquéllas que en rigor sólo se refieren a la modalidad corpórea: por esta
limitación, como decíamos, se hace incapaz de salir del mundo sensible; en
virtud de cuanto estamos analizando ahora, pierde además toda ocasión de
reparar en una intervención manifiesta de los elementos suprasensibles en el
mundo sensible. Así, en la medida de lo posible, se completa a su respecto la
«clausura» de ese mundo que de esta forma se ha hecho tanto más «sólido» cuanto
más aislado de cualquier otro orden de la realidad, incluso de aquellos más
próximos de él y que constituyen sencillamente modalidades diferentes de un
mismo dominio individual; en el seno de un mundo como éste, puede parecer que a
la «vida ordinaria» sólo le resta desarrollarse sin perturbaciones o accidentes
imprevistos, a la manera de los movimientos de un «mecanismo» perfectamente
regulado; tras haber «mecanizado» el mundo que le rodea, ¿acaso no trata el
hombre moderno de «mecanizarse» lo mejor posible a sí mismo en todas las
modalidades de actividad que todavía permanecen accesibles a su naturaleza estrechamente
acotada?
Sin embargo, por muy lejos que se lleve la «solidificación»
del mundo, ésta nunca puede llegar a ser completa y existen unos límites que no
podría traspasar, ya que, como hemos dicho, en último extremo resultaría
incompatible con toda existencia real, por muy bajo que fuese el grado de ésta;
además, a medida que avanza esta «solidificación» cada vez resulta más
precaria, dado que la realidad más inferior es también la más inestable; buena
prueba de lo dicho es la rapidez continuamente creciente de los cambios del
mundo actual. Nada puede impedir que se produzcan «fisuras» en tal sistema
supuestamente «cerrado» y que además posee cierto carácter artificial en
virtud de su naturaleza «mecánica», algo «artificial», que apenas puede
inspirar confianza en cuanto a su duración; y, actualmente incluso, hay
múltiples indicios que demuestran precisamente que su inestable equilibrio
está a punto de romperse, tanto es así que cuanto decimos a propósito del
materialismo y del mecanicismo de la época moderna podría hasta cierto punto ponerse
en tiempo pretérito; ciertamente ello no significa que sus consecuencias
prácticas no puedan seguir desarrollándose más durante cierto tiempo; eso es
tan cierto que, en el momento que estamos, la noción misma de «materia» parece
estar en trance de desvanecerse. La desgracia solamente que, todavía no acabado
el «descenso» cíclico, las «fisuras» de que se trata no pueden apenas
producirse sino por abajo; dicho de otra forma, lo que «interfiere» así con el
mundo sensible no es otra cosa que el psiquismo inferior, en lo que tiene de
más destructivo y de más disolvente; desde entonces, no es difícil comprender
que todo lo que tiende a favorecer y a extender esas «interferencias» no
corresponde, consciente o inconscientemente, más que a una nueva fase de la
desviación de la cual el materialismo representaba un estadio menos «avanzado»,
cualesquiera que puedan ser las apariencias. La irrisoria seguridad de la «vida
ordinaria» está fuertemente amenazada, ciertamente, y se verá sin duda cada vez
más claramente que no era más que una ilusión; pero ¿hay verdaderamente que
felicitarse por ello, si no es más que para caer en otra ilusión peor aún que
ésa, la de una «espiritualidad al revés» de la cual los diversos movimientos «neo-espiritualistas»
que hemos visto nacer y desarrollarse hasta aquí no son más que débiles y
mediocres precursores?
en Études Traditionnelles, 1938
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