viernes, agosto 03, 2012

“La ilusión de la vida ordinaria”, de René Guénon







Lo que se puede llamar el punto de vista profano no es, como lo hemos dicho frecuentemente ya, otra cosa que el producto de una verdadera degeneración espiritual, puesto que no podría existir en una civilización íntegramente tradicional, donde todas las cosas, en cualquier dominio al que pertenezcan, participan necesariamente en el carácter sagrado que es el de la tradición misma. Siendo al mismo tiempo la civilización tradicional la que puede considerarse como normal, hay pues algo verdaderamente anormal en ese punto de vista, que consiste en suma, incluso allá donde todavía subsisten ciertos elementos tradicionales, en ponerlos en cierto modo aparte, dejándoles un lugar tan reducido como sea posible, de tal manera que no ejercen ya ninguna influencia sobre el resto de la actividad humana, la cual desde entonces será considerada como constituyendo un dominio profano, bien que, en realidad, tal dominio no puede tener ninguna existencia legítima; y ese pretendido dominio profano, haciéndose cada vez más invasor, no es en definitiva más que un encaminarse hacia la negación completa de toda tradición, tal como se puede comprobar en el mundo occidental moderno.

Desde este punto de vista profano ha nacido la idea de lo que se denomina usualmente como la «vida ordinaria» o la «vida corriente»; en efecto, por esta ex­presión se entiende sobre todo una cosa en la cual, en virtud de la expulsión que en ella se opera de todo carácter sagrado, ritual o simbólico (que se considere en el sentido específicamente reli­gioso o bien según cualquier otra modalidad tradicional, poco importa aquí), nada que no sea puramente humano podría intervenir  en modo alguno; además, las propias designaciones implican que todo cuanto supere tal concepción, incluso cuando todavía no haya sido negado en forma expresa, queda cuando menos relegado a un ámbito «extraordinario» que se considera excepcional, extraño e inhabitual; por tanto, se produce aquí una verdadera inversión del orden normal, que no puede desembocar sino en la ignorancia o en la negación de lo «suprahumano». También, algunos llegan hasta emplear igualmente, con el mismo sentido, la expresión «vida real», que en el fondo muestra una singular ironía, pues la verdad es que lo que nombran así no es, por el contrario, sino el peor de los espejismos; con ello no queremos decir que las cosas aludidas estén desprovistas en sí de toda realidad, aun cuando esta realidad, que en definitiva es la misma del orden sensible, se encuentre en el más bajo de los niveles y no haya por debajo de ella más que lo que ni siquiera accede a la existencia manifestada; mas es la forma en que son consideradas la que resulta completa­mente errónea y, separándolas de todo principio superior, las niega precisamente cuanto configura toda su realidad.

Así puede verse cómo, en esta concepción de la «vida ordinaria», se pasa de forma casi insensible de un estadio a otro, mientras la degeneración va acentuándose progresivamente: empieza por admitirse que algunas cosas puedan sustraerse a toda influencia tradicional, más tarde aparecen aquellas que llegan a ser consideradas como normales; desde aquí se alcanza con gran facilidad la fase en que son las únicas «reales», lo que equivale a descartar como «irreal» todo lo que es «suprahumano» e incluso todo lo que sencillamente pertenece al orden suprasensible, dado que el ámbito de lo humano se concibe de una forma cada vez más limitada, hasta el punto de quedar reducido a la mera mo­dalidad corpórea; basta con señalar la forma en que nuestros contemporáneos emplean continuamente, y sin pensar siquiera en ello, la palabra «real» como sinónimo de «sensible», para darse cuenta de que es a este último punto al que se atienen efectivamente. Se podría también mostrar sin dificultad que la filosofía moderna que, en defi­nitiva, no es más que una expresión «sistematizada» de la mentalidad general, ha seguido una marcha paralela a ella: el proceso se inició con el elogio cartesiano del «buen sentido», muy característico a este respecto, ya que, a buen seguro, la «vida ordinaria» es, por exce­lencia, el ámbito de ese supuesto «buen sentido», tan limitado como aquélla y análogo en su forma; posteriormente del racionalismo que, en el fondo, sólo es un aspecto más especialmente filosófico del «humanismo», se llega al materialismo o al positivismo: tanto si, como el primero, niega todo lo que se encuentra más allá del mundo sensible, o si, como hace el segundo, se limita a descartar toda posible atención a ello tildándolo de «inaccesible» o «incognoscible», el resultado es de hecho exactamente el mismo en ambos casos y coincide por entero con cuanto acabamos de describir.

Conviene solamente añadir que, en la mayoría de los casos, se trata de lo que podría llamarse un materialismo o un positivismo «práctico», independiente de toda teoría filosófica y pudiendo darse muy bien en gente que, de buena fe, se cree muy alejada del materialismo y del positivismo, pero que, en todas las circunstancias no dejan de comportarse como sus partidarios; y este ejemplo muestra bien que la filosofía no tiene, en el fondo, sino muy poca importancia, o que al menos sólo la tiene en la medida que puede ser considerada como «representativa» de una determinada mentalidad, más bien que como actuando efectivamente sobre ésta; una concepción filosófica ¿podría acaso tener éxito si no respondiese a alguna de las tendencias predominantes de la época en la que es formulada? No queremos decir con ello que los filósofos, como los demás, no desempeñen un papel en la moderna desviación, pues ciertamente ello resultaría exagerado, sino simplemente que este papel queda más restringido en la práctica de lo que a primera vista podría suponerse, resultando, en todo caso, bastante dife­rente de lo que podría parecer desde el exterior; por otra parte, y de forma completamente general, lo más aparente es, según las propias leyes que gobiernan la manifestación, una consecuencia en lugar de una causa, una meta y no un punto de partida y, en todo caso, no es aquí donde hay que buscar lo que actúa de forma verdaderamente eficaz en un orden más profundo, ya se trate de una acción ejercida en un sentido normal y legitimo o bien de su contraria, como en el caso al que nos referimos en la actualidad.

No tenemos la pretensión de considerar aquí todos los aspectos de la cuestión: así, habría que preguntarse cómo es que la ilusión de que se trata se encuentra ligada a otra ilusión específicamente moderna, la que pretende reducir todo a elementos puramente cuantitativos, lo que constituye propiamente el «mecanicismo». Sobre este punto, señalaremos solamente esta concepción «mecanicista», bien que naturalmente tenga también su expresión filosófica que remonta al cartesianismo, se vincula más directamente al lado «científico» de la tendencia materialista (decimos solamente tendencia, porque mecanicismo y materialismo no coinciden exactamente en todos los casos), y que éste tiene ciertamente, por razones diversas, mucha más influencia que las teorías filosóficas sobre la mentalidad común, en cuyo seno siempre hay, al menos implícitamente, una creencia en la verdad de una «ciencia» cuyo carácter hipotético se le escapa inevitablemente, mientras que todo lo que se suele denominar como «filosofía» le deja más o menos indiferente; la existencia en un caso de aplicaciones prácticas y utilitarias y su ausencia en el otro no es, sin duda, enteramente ajena a ello. Precisamente esto es lo que nos lleva de nuevo a la idea de la «vida ordinaria», en la que efectivamente entra una considerable dosis de «pragmatismo»; y a partir del momento en que se ha convenido que la «realidad» consiste exclusivamente en el conjunto de lo que cae bajo los sentidos, resulta perfectamente natural que el valor que se atri­buye a una cosa cualquiera tenga como medida su capacidad para la producción de efectos de orden sensible; ahora bien, es evi­dente que la «ciencia», considerada desde el punto de vista moderno que la hace esencialmente solidaria de la industria, cuando no más o menos completamente confundida con ésta, debe a este respecto ocupar el primer lugar, y asimismo que con ello se ve mezclada lo más estrechamente posible con esa «vida ordinaria» de la que se convierte así en uno de los factores principales; de rebote, las hipótesis sobre las que pretende basarse, por muy gra­tuitas e injustificadas que pretendan ser, se beneficiarán también de esta situación a todas luces privilegiada según la opinión vulgar.

Dicho esto, se puede comprender que, cuando hablamos de la actitud materialista como siendo la de la mayor parte de nuestros contemporáneos, la entendemos en el sentido más general de la palabra y que, por consiguiente, esta actitud podrá implicar en proporciones muy diversas según los individuos, el materialismo filosófico, el materialismo científico y el materialismo simplemente práctico; el primero puede incluso frecuentemente estar ausente totalmente, mientras que, casi siempre, el segundo ejerce una influencia que se hace sentir, de manera más o menos consciente, en el materialismo práctico mismo. Es evidente, por lo demás, que todos ellos no son en el fondo sino aspectos diversos de una sola y misma tendencia, y también que esta tendencia, como todas las que son, del mismo modo, constitutivas del espíritu moderno, ciertamente no ha podido desarrollarse de manera espontánea; ya hemos tenido con bastante fre­cuencia ocasión de explicarnos acerca de este último punto como para insistir de nuevo, y recordaremos solamente lo que últimamente hemos dicho sobre el lugar más preciso que ocupa el materialismo en el conjunto del «plan» que gobierna la desviación del mundo moderno, pues ésa es una consideración  que encontraremos en lo que sigue. Lo que es verdaderamente singular, y que incluso sería cómico si se tratara de cosas menos graves, incluso podríamos decir menos siniestras, es que el materialismo, una de cuyas principales pretensiones es suprimir todo misterio, tiene él mismo «razones secretas» muy misteriosas; y lo que no lo es menos, desde otro punto de vista, es que la noción misma de «materia», de la que se hace la base por definición, es ciertamente lo más enigmática y lo menos inteligible posible. Por supuesto, los materialistas mismos son perfectamente inca­paces por sí mismos de darse cuenta de todas estas cosas, cegados como están por sus ideas preconcebidas y sin duda se asombrarían al saberlas, tanto como al saber que han existido y existen aún unos hombres para los cuales lo que ellos denominan «vida ordinaria» sería ciertamente la cosa más extraor­dinaria que les fuese dado imaginar por el hecho de no corresponder a nada de lo que realmente ocurre en su existencia; así ocurre, empero, y, lo que es más, son estos hombres los que deben ser considerados como auténticamente «normales» mientras que los materialistas, con su tan alabado «buen sentido» y con todo ese «progreso» del que se consideran con orgullo como los más perfectos productos y los más «avanzados» representantes, no son en definitiva más que unos seres en los que algunas facultades parecen haberse atrofiado hasta el punto de quedar abolidas casi por completo. Por otra parte, sólo con esta condición puede presentárseles el mundo sensible como un «sistema cerrado» en cuyo seno parecen sentirse en completa seguridad; sólo nos queda por ver en qué forma puede esta ilusión «realizarse» como consecuen­cia del propio materialismo, pero también cómo, a pesar de esto, tal ilusión no representa hasta cierto punto sino un estado de equilibrio fundamentalmente inestable y en qué forma, dado el punto en que nos encontramos actualmente, esta seguridad de la «vida ordinaria» sobre la que hasta el mo­mento ha reposado toda la organización externa del mundo moderno, corre el serio riesgo de verse perturbada por una serie de inesperadas «interferencias».

Para comprender que un mundo que responda a la concepción materialista, al menos hasta cierto punto, pueda tener alguna existencia efectiva en el período mismo donde reina esta concepción, hay que considerar que el orden humano y el orden cósmico no están separados como los modernos se imaginan demasiado fácilmente, sino que están íntimamente unidos, de tal forma que cada uno de ellos reacciona constantemente sobre el otro dándose siempre una correspondencia entre sus respectivos estados. Tal consideración queda implícita en toda la doctrina de los ciclos y sin ella todos los datos tradicionales que a ella se refieren resultarían poco menos que completamente ininteligibles; la relación existente entre ciertas fases críticas de la historia de la Humanidad y determinados cataclismos según unos períodos astronómicos perfectamente determinados, tal vez constituya el ejemplo más ilustrativo de la concepción expuesta, mas parece evidente que éste no es más que un caso extremo de las correspondencias, que existen en realidad de forma continua, a pesar de ser sin duda menos aparente dado que las cosas van modificándose gradualmente y de forma casi imperceptible.

Así, pues, resulta perfectamente natural que, en el curso del desarrollo cíclico, la manifestación cósmica por entero, al igual que la mentalidad humana que, por lo demás, queda necesariamente incluida en ella, adopten a la vez una misma marcha «descendente» en el sentido de un alejamiento gradual del principio, luego de la espiritualidad primera. Esta marcha puede por tanto describirse, por emplear los mismos términos que el lenguaje corriente (que por otra parte resaltan con toda claridad la correlación que estamos considerando), como una especie de progresiva «materialización» del propio medio cósmico, de ma­nera que solamente cuando esta «materialización» ha alcanzado cierto grado, que para entonces está fuertemente acentuado, puede aparecer correlativamente en el hombre la concepción materia­lista así como la actitud general que en la práctica le corresponde y que, como hemos dicho, adopta la forma de la representación de lo que se conoce como «vida ordinaria»; además, sin esta «ma­terialización» efectiva, nada de esto tendría justificación por aportarle a cada instante la realidad ambiente una serie de refutaciones demasiado manifiestas. La propia idea de la «materia», tal y como es entendida por los modernos, no podría ciertamente originarse en tales condiciones; por otra parte, lo que expresa no constituye más que un «límite» en el «descenso» considerado, nunca puede ser alcanzado de hecho, pues un mundo en el que existiese algo verdaderamente «inerte» dejaría de existir por ello mismo; tal idea es por tanto perfectamente ilusoria, por no res­ponder en absoluto a ningún tipo de realidad, sino solamente a lo que está, si así puede decirse, por debajo de toda realidad. También podría decirse, por emplear otros términos, que la «materializa­ción» existe como tendencia pero que la «materialidad», que habría de constituir el perfecto final de dicha tendencia, es un estado irrealizable; de aquí se deduce, entre otras consecuencias, el hecho de que las leyes mecánicas formuladas teóricamente por la física moderna nunca sean susceptibles de una aplicación exacta y rigurosa a las condiciones de la experiencia, donde siempre subsisten una serie de elementos que necesariamente habrán de esca­parse a su comprehensión, y ello incluso en la fase en que el papel de tales elementos se ve reducido al mínimo. Por tanto, aquí nunca se produce más que una aproximación que, en esta fase, y salvo casos excepcionales, tal vez pueda bastar para las necesidades prác­ticas e inmediatas pero que no deja por ello de implicar una significación muy grosera, lo que no sólo la deja desprovista de su pretendida «exactitud», sino también de todo valor como «ciencia» en el verdadero sentido de la palabra; asimismo, empleando idén­tica aproximación, el mundo sensible puede tomar la apariencia de un «sistema cerrado» tanto para los ojos de los físicos como en la corriente de acontecimientos constitutivos de la «vida ordinaria».

Para llegar a eso, es preciso que el hombre, por el hecho de la «materialización» de la que acabamos de hablar, haya perdido el uso de las facultades que le permitirían  normalmente sobrepasar los límites del mundo sensible, pues, incluso si esté está realmente rodeado de tabiques más espesos, podría decirse, de como lo estaba en sus estados anteriores, no es menos cierto que jamás podría haber en ninguna parte y en ningún momento una absoluta separación entre los diferentes órdenes de la existencia; tal separación ten­dría el efecto de sustraer a la propia realidad el ámbito que ésta encerrase, de manera que, como podemos ver una vez más, la existencia de tal ámbito, es decir, del mundo sensible en el caso del que se trata, se desvanecería de inmediato. Por otra parte, podría preguntarse cómo ha podido llegar a ser realidad una atrofia tan general y completa de ciertas facul­tades; para ello ha sido preciso, en primer lugar, que el hombre se haya visto obligado a dirigir toda su atención sobre las cosas sensibles exclusivamente y éste ha sido necesariamente el punto de partida de esta labor de desviación que podría llamarse la «fabricación» del mundo moderno y que, por supuesto, no podía te­ner éxito alguno sino en esta fase del ciclo y mediante la utiliza­ción, de modo «diabólico», de las condiciones presentes del propio medio. Sea como fuere de este último punto, no podemos menos que ad­mirar la solemne estupidez de algunas declamaciones muy estimadas por los «divulgadores» científicos (tal vez sería más apropiado decir «cientificistas»), que se complacen en afirmar con cualquier motivo que la ciencia moderna va apartando ince­santemente los límites del mundo conocido, cuando en verdad ocurre todo lo contrario: de hecho, nunca estos límites han sido tan estrechos como lo son en las concepciones admitidas por la pretendida ciencia profana y nunca el mundo ni el hombre se habían visto disminuidos hasta el punto de quedar reducidos a simples entidades corpóreas privadas, por hipótesis, ¡de la menor po­sibilidad de comunicación con cualquier otro orden de realidad!

Existe, asimismo, otro aspecto de la cuestión, a la vez recípro­co y complementario respecto al que hasta ahora habíamos con­siderado: en todo este proceso, el hombre no se ve reducido al papel pasivo de simple espectador, cuya única misión debería ser hacerse una idea más o menos cierta o más o menos falsa de lo que pasa a su alrededor; él mismo es uno de los factores que intervienen en la modificación del mundo en el que vive; además, debemos añadir que constituye un factor particularmente impor­tante, dada la posición «central» que en él ocupa. Seguidamente, una vez que la concepción materialista ha sido formada y expandida de la forma que sea, sólo puede contribuir a reforzar todavía más esa «solidificación» del mundo que la hizo posible, y todas las consecuencias que directa o indirecta­mente se derivan de esta concepción, inclusive la noción corriente de la «vida ordinaria», se limitan a tender a este mismo fin; no hacemos así alusión solamente, a los resultados directos y demasiado evidentes de la actividad industrial y mecánica, sino también a las reacciones mucho más generales del medio cósmico mismo en presencia de la actitud adoptada a su respecto por el hombre. Verdaderamente, puede decirse que ciertos aspectos de la realidad se ocultan ante quien la considere como profana y como materialista, haciéndose inaccesibles a su observación; no se trata aquí de una forma de hablar más o menos «metafórica», como algunos podrían sentirse inclinados a creer, sino de la expresión pura y simple de un hecho, en la misma medida que también lo es la huida espontánea e instintiva de los animales ante aquel que les presenta una actitud hostil; ésta es la razón de que haya cosas que nunca podrán ser observadas por «sabios» materialistas o positivistas, lo que naturalmente les confirma una vez más en su creencia en la validez de sus concepciones, al parecer darles como una especie de prueba negativa de ella, cuando en realidad no es ni más ni menos que un simple efecto de las propias concepcio­nes. Esta es hasta cierto punto la «contrapartida» de la li­mitación de las facultades del ser humano a aquéllas que en rigor sólo se refieren a la modalidad corpórea: por esta limitación, como decíamos, se hace incapaz de salir del mundo sensible; en virtud de cuanto estamos analizando ahora, pierde además toda ocasión de reparar en una intervención manifiesta de los elementos suprasensibles en el mundo sensible. Así, en la medida de lo posible, se completa a su respecto la «clausura» de ese mundo que de esta forma se ha hecho tanto más «sólido» cuanto más aislado de cualquier otro orden de la realidad, incluso de aquellos más próximos de él y que constituyen sencillamente modalidades diferen­tes de un mismo dominio individual; en el seno de un mundo como éste, puede parecer que a la «vida ordinaria» sólo le resta desarrollarse sin perturbaciones o accidentes imprevistos, a la manera de los movimientos de un «mecanismo» perfectamente regulado; tras haber «mecanizado» el mundo que le rodea, ¿acaso no trata el hombre moderno de «mecanizarse» lo mejor posible a sí mismo en todas las modalidades de actividad que todavía permanecen accesibles a su naturaleza estrechamente acotada?

Sin embargo, por muy lejos que se lleve la «solidificación» del mundo, ésta nunca puede llegar a ser completa y existen unos límites que no podría traspasar, ya que, como hemos dicho, en último extremo resultaría incompatible con toda existencia real, por muy bajo que fuese el grado de ésta; además, a medida que avanza esta «solidificación» cada vez resulta más precaria, dado que la realidad más inferior es también la más inestable; buena prueba de lo dicho es la rapidez continuamente creciente de los cambios del mundo actual. Nada puede impedir que se produzcan «fisuras» en tal sistema supuestamente «cerrado» y que ade­más posee cierto carácter artificial en virtud de su naturaleza «mecánica», algo «artificial», que apenas puede inspirar confianza en cuanto a su duración; y, actualmente incluso, hay múltiples indicios que demuestran precisa­mente que su inestable equilibrio está a punto de romperse, tan­to es así que cuanto decimos a propósito del materialismo y del mecanicismo de la época moderna podría hasta cierto punto po­nerse en tiempo pretérito; ciertamente ello no significa que sus consecuencias prácticas no puedan seguir desarrollándose más du­rante cierto tiempo; eso es tan cierto que, en el momento que estamos, la noción misma de «materia» parece estar en trance de desvanecerse. La desgracia solamente que, todavía no acabado el «descenso» cíclico, las «fisuras» de que se trata no pueden apenas producirse sino por abajo; dicho de otra forma, lo que «interfiere» así con el mundo sensible no es otra cosa que el psiquismo inferior, en lo que tiene de más destructivo y de más disolvente; desde entonces, no es difícil comprender que todo lo que tiende a favorecer y a extender esas «interferencias» no corresponde, consciente o inconscientemente, más que a una nueva fase de la desviación de la cual el materialismo representaba un estadio menos «avanzado», cualesquiera que puedan ser las apariencias. La irrisoria seguridad de la «vida ordinaria» está fuertemente amenazada, ciertamente, y se verá sin duda cada vez más claramente que no era más que una ilusión; pero ¿hay verdaderamente que felicitarse por ello, si no es más que para caer en otra ilusión peor aún que ésa, la de una «espiritualidad al revés» de la cual los diversos movimientos «neo-espiritualistas» que hemos visto nacer y desarrollarse hasta aquí no son más que débiles y mediocres precursores?




en Études Traditionnelles, 1938










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