a mi hija Alejandra
A esa hora final de la tarde
una docena de jóvenes jugaban
un partido de fútbol frente a la playa del hotel.
Mientras el sol se hundía cada vez más
en el mar, sobre la orilla corrían
a toda velocidad persiguiendo a gritos
el balón y levantando entre sus pies descalzos
una multitud de nubes de arena teñidas,
traspasadas por una luz completamente roja,
como si toda la playa ardiera bajo sus plantas,
como si se hubiera declarado un incendio
en medio de esta orilla al sur del Caribe.
Los jugadores, desfiguradas sus sombras sobre las dunas,
ignoraban que en ese mismo instante
mi hija y yo los mirábamos desde una terraza,
siendo testigos de esa tarde irrepetible
cuando vimos entre las brasas, entre los últimos rayos
de luz rasante de ese atardecer, en la arena
de fuego fugaz, el momento en el que esta parte del mundo
se convirtió en un lugar habitado
por una docena de dioses sin camisa que nos señalaban
que aquí en la tierra también era posible hallar el paraíso.
en Un balón envenenado. Poesía y fútbol, Visor, 2012
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