¿Qué puede un hombre? preguntaba Monsieur Teste. Esto es interrogarse en torno al hombre moderno. El lenguaje, en el mundo, es, por excelencia, poder. El que habla es el poderoso y el violento. Nombrar es esta violencia que aparta lo que está nombrado para tenerlo bajo la forma cómoda de un nombre. Nombrar hace sólo del hombre esa extrañeza inquietante y trastornadora que debe turbar a los demás seres vivos e incluso a esos dioses solitarios a quienes se dice mudos. La facultad de nombrar sólo le fue dada a un ser capaz de no ser, capaz de convertir a esta nada en un poder y a este poder en la violencia decisiva que abre la naturaleza, la domina y la obliga. En esta forma el lenguaje nos entrega a la dialéctica del amo y del esclavo que nos obceca. El amo adquirió derecho de palabra porque fue hasta el fin del peligro de muerte: solo, el amo habla, palabra que es mandamiento. El esclavo sólo oye. Hablar, he aquí lo importante. El que no puede sino oír depende de la palabra y viene solamente en segundo lugar. Pero la audición, esa parte desheredada, subordinada y secundaria, se revela finalmente como el lugar del poder y el principio del verdadero dominio.
Se tiene la propensión de creer que el lenguaje del poeta es el del amo: cuando el poeta habla su palabra es soberana, palabra de aquel que se entregó al peligro, dice lo que aún no se ha dicho jamás, nombra lo que no oye y no hace sino hablar, de manera que tampoco sabe lo que dice. Cuando Nietzsche afirma: ¡Pero el arte es de una seriedad tremenda!... los rodearemos con imágenes que los hagan temblar. Tenemos poder para ello. Pueden taparse los oídos: sus ojos verán nuestros mitos, los alcanzarán nuestras maldiciones, ésta es palabra de poeta que es palabra de amo, y quizás esto sea inevitable, quizá la locura que cubre a Nietzsche esté ahí para hacer de la palabra maestra una palabra sin maestro, una soberanía sin audiencia. Así, el canto de Hölderlin, tras el estallido demasiado violento del himno, vuelve a ser, dentro de la locura, el de la inocencia de las estaciones.
Pero interpretar así la palabra del arte y de la literatura es, sin embargo, traicionarla. Es desconocer la exigencia que está en ella. Es buscarla, no ya en su fuente, sino cuando, atraída en la dialéctica del amo y del esclavo, ya se ha vuelto instrumento de poder. Por lo tanto, es necesario rescatar en la obra literaria el lugar donde el lenguaje sigue siendo relación pura, ajena a cualquier dominio y a cualquier servidumbre, lenguaje que también habla sólo a quien no habla para tener ni para poder, ni para saber ni para poseer, ni para convertirse en maestro y amaestrarse, es decir, sólo a un hombre muy poco hombre. Sin duda, ésta es una búsqueda difícil, aunque estemos, mediante la poesía y la experiencia poética, en la corriente de esta búsqueda. Puede ser que nosotros, hombres de la necesidad, del trabajo y del poder, no tengamos medios para alcanzar una posición que nos permita presentir su acercamiento. Tal vez se trate también de algo muy sencillo. Tal vez esta sencillez esté siempre presente en nosotros, o, por lo menos, una sencillez igual.
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