En la soleada Tebaida vivía un ermitaño, llamado Floriano,
para quien toda santidad era poca.
En materia de ascetismo, ayunos, frugalidad, renuncias y
sacrificios era el primero de la clase. No era más que pellejo y huesos. A
pesar de todo, siempre tenía miedo de no estar en gracia de Dios. Entre otras
cosas le angustiaba el hecho de que, con cincuenta años cumplidos, jamás había
conseguido hacer un milagro que fuese un verdadero milagro. Mientras que sus
compañeros, por ejemplo Hermógenes, Calibrio, Euneo, Terságoras, Columetta y
Fedo contaban en su haber por lo menos con media docena por cabeza.
En éstas ocurrió que un día fue anunciada la llegada, desde
Roma, de un fraile sapientísimo y gran confesor, que recorría los principales
centros monásticos de la cristiandad esparciendo la semilla del Señor.
Hizo su aparición al volante de un dos plazas descapotable y
fumaba «Gitanes» sin interrupción, lo que sorprendió a los piadosos habitantes
de aquellas selváticas cavernas. Pero las credenciales que le acompañaban
desvanecieron cualquier perplejidad.
Fray Basilio levantó su tienda a rayas blancas y rojas a los
pies de la roca más alta y empezó a recibir a los penitentes. El primero fue
Floriano.
El fraile era de lo más simpático y jovial. No permitió que
Floriano se arrodillase, es más, le obligó a sentarse en una butaquita de lona
plegable de tipo sahariano, invitándole a abrirle su corazón. Y Floriano le
explicó qué rémora le atormentaba, a pesar de todas sus penitencias. El otro,
sentado frente a él, le escuchaba sonriendo y de vez en cuando sacudía la
cabeza.
Cuando Floriano terminó, el otro le preguntó:
—¿Fijo o vagabundo?
—Vagabundo —respondió Floriano con un deje de orgullo.
Había, de hecho, en Tebaida, una gran diferencia entre los
ermitaños fijos, que escogían una gruta y de allí no se movían, y los ermitaños
que en cambio no tenían una morada estable, no pasaban jamás dos noches
consecutivas en el mismo sitio sino que se desplazaban de una roca a otra,
instalándose en grutas vírgenes, carentes de las comodidades más elementales y
visitadas a menudo por pequeñas fieras, murciélagos y serpientes. La vida de
esta segunda categoría era evidentemente bastante más incómoda y peligrosa.
—¿Y de qué te alimentas?
—Langostas exclusivamente.
—¿Frescas o disecadas?
—Disecadas.
—¿Nada de miel?
—No sé a qué sabe —respondió Floriano.
—¿Y sueles flagelarte?
Floriano levantó una punta de la cochambrosa sarga que le
hacía de capa y le mostró la espalda, flaquísima, enteramente surcada de rayas
cárdenas.
—Bien —fue el comentario del fraile, quien ni por un momento
abandonó su sonrisa, casi maliciosa. Luego carraspeó un poco y empezó a hablar:
—Tu caso es clarísimo, venerable ermitaño. Si tú no
adviertes, como desearías, la presencia de Dios en ti, la razón es sólo una:
tú, Floriano, eres demasiado orgulloso.
—¿Orgulloso yo? —dijo el otro estupefacto—. ¿Orgulloso yo
que voy descalzo, cubierto por una áspera y dura sarga, que me alimento de
nauseabundos insectos, que tengo por lecho nocturno los excrementos de los
chacales, de los búhos y de las culebras?
—Precisamente, venerable Floriano: cuánto más mortificas y
castigas tu cuerpo, más virtuoso y merecedor de Dios te sientes. Si tus
entrañas gimen, si tus miembros languidecen, tu espíritu en compensación se
eleva y se crece. Y esto se llama orgullo.
—¡Dios mío! —exclamó en su candor el anacoreta espantado—:
¿Y qué diantres puedo hacer?
—Fácil es humillar la materia —declaró Fray Basilio, que a
decir verdad tenía una cara rebosante de salud—. Mucho más difícil y meritorio
es humillar el ánimo y hacerle sufrir para alcanzar la misericordia divina.
—¡Es verdad, es verdad! —dijo Floriano que repentinamente
descubría horizontes hasta ahora inimaginados—. ¡Es al espíritu al que hay que
castigar, es el espíritu el que debe sufrir!
—Veo que me sigues —dijo el gran confesor venido de Roma—.
Ahora dime, ¿cuál es la condición más dolorosa, más humillante para nuestro
espíritu?
—No hay duda, padre mío: ningún dolor es mayor que hallarse
en pecado mortal.
—Bien dicho, noble Floriano. Sólo el pecado podrá
proporcionarte la necesaria humillación; y cuanto más infames sean tus pecados,
más amarga será la aflicción del ánimo.
—¡Pero es horrible! —dijo Floriano asustado.
—Desde luego el camino que lleva a la santidad es arduo
—aprobó el fraile—. ¿Tú creías que con dos latigazos estaba todo arreglado? Muy
distinto, y mucho más odioso, es el sufrimiento que nos hará ganar el paraíso.
—¿Y qué debo hacer?
—Es muy sencillo. Obedecer a las incitaciones del Maligno.
Tú, por ejemplo, ¿sufres accesos de envidia?
—Desgraciadamente, padre. Cuando me anuncian que uno de mis
compañeros ha realizado un nuevo milagro, siento como una punzada en el
corazón. Pero hasta ahora, gracias a Dios, siempre lo he dominado.
—Mal, muy mal, venerable Floriano. A partir de ahora deberás
abandonarte a este triste sentimiento, y recrearte en él. Otra cosa: cuando una
hermosa penitente viene a confesarse, ¿sueles desearla?
—Terriblemente, padre. Pero hasta ahora, gracias a Dios,
siempre he conseguido dominarme.
—Mal, muy mal, venerable Floriano. Las tentaciones te las
envía el Cielo precisamente para que tú te dejes arrastrar por ellas, y te
hundas en el fango, y por esta abyección derrames lágrimas amargas.
El ermitaño salió de la tienda de fray Basilio completamente
trastornado. O sea que lo había hecho todo mal. O sea que él, y sus amigos de
Tebaida, eran ingenuos provincianos que no habían entendido nada de los
misterios divinos. Cuántas más vueltas le daba, más cuenta se daba de que el
gran confesor tenía razón. Algo bastante distinto a masticar langostas. Superar
la náusea del pecado, ésa era la verdadera prueba, ése era el sistema más
enérgico para castigarse, humillarse, sufrir, ése era el supremo ofrecimiento
de amor al Omnipotente.
Y con el mismo metódico celo con el que hasta ahora había
castigado su cuerpo, el ermitaño empezó a torturar a su propio espíritu,
pecando. Y para tener remordimientos cada vez más lacerantes, para padecer
angustias cada vez más ardientes, discurría las acciones más bajas y
despreciables. Calumniaba a los demás compañeros, robaba los cepillos de las
limosnas, fornicaba de noche con las peripatéticas del desierto, llegó incluso
a esparcir diariamente infames cartas anónimas, aprovechándose de las
confesiones recibidas, denunciando a los maridos sus mujeres adúlteras, a las
esposas sus maridos infieles, a los señores sus siervos deshonestos, a los
padres sus hijas viciosas. Esta, la de las cartas anónimas, le parecía,
justamente, la acción más infame. Y en consecuencia, su ánimo, bueno, padecía
inconmensurablemente.
Mientras tanto, en su ingenuidad, a veces pensaba: qué enrevesado
está el mundo: se desprecia y se castiga a los ladrones, a los traidores, a los
usureros, a los explotadores, a los homicidas, y quizá se trata de personas
buenísimas, de gentilhombres abrumados por tentaciones más fuertes que ellos
mismos, y por lo tanto desdichados. Compadecerse de ellos, no perseguirles eso
es lo que habría que hacer, no meterlos en la cárcel sino consolarlos y
cubrirlos de honores.
Gozaba de tal fama de santidad el ermitaño Floriano, que sus
infamias pudieron proseguir mucho tiempo sin que nadie sospechase de su autor.
Pero he aquí que una joven recién casada, por su culpa sorprendida in fraganti
por el marido y repudiada con pública ignominia, se juró a sí misma descubrir
al delator; sabía que siempre había hecho las cosas con cuidado, también sabía
que sólo había una persona en el mundo que podía estar al corriente de sus
intrigas amorosas: el ermitaño con quien iba a confesarse. Consiguió pues
hacerse con la carta anónima recibida por su marido, consiguió hacerse con un papel
en el que Floriano, años atrás, había escrito un himno religioso. Hecha la
comparación, se convenció. Y denunció el hecho a las autoridades judiciales.
Como en el país regían leyes altamente civilizadas, las
cartas anónimas estaban castigadas con la pena de muerte mediante decapitación.
Las pruebas, en este caso, eran incluso demasiado evidentes. Un destacamento de
guardias galopó hasta Tebaida y trajo al ermitaño prisionero.
Durante el proceso, justamente para exasperar su propia
abyección y de la fechoría extraer la peor mortificación, Floriano no sólo
confesó haber escrito la carta inculpada sino también todos los demás
atropellos. El día que el tribunal pronunció su condena a muerte, su corazón,
devorado por la conciencia del mal realizado, era como una blanca paloma en el
asador, despanzurrada y atravesada de parte a parte; y era tal su desesperación
que por primera vez se atrevió a pensar que, de esta forma, había conquistado
realmente el paraíso.
Sólo cuando, desnudo y cruelmente fustigado, entre las
contumelias de la enfurecida plebe, fue llevado al patíbulo y desde allí miró
en derredor en una especie de absorto extravío, y a los pies del patíbulo
descubrió a fray Basilio que le miraba haciéndole guiños, sólo entonces
finalmente se dio cuenta de la horrible trampa en la que le habían hecho caer:
el gran confesor no era otro que el demonio, que ahora habría recogido su alma
deshonrada.
Ante este pensamiento, la congoja fue más fuerte que él y el
pobre ermitaño estalló en un llanto salvaje. Naturalmente la gente que le
rodeaba creyó que sólo era cobarde miedo de morir.
Pero ya descendían sobre la plaza las primeras sombras de la
noche. Y en aquel crepúsculo violeta, cuando vibró el hacha del verdugo, en
torno a la cabeza del anacoreta que caía en el cesto dispuesto a tal efecto,
todos pudieron contemplar, claramente, una aureola resplandeciente.
Entonces el que se había hecho pasar por fray Basilio huyó,
abriéndose paso a empellones entre la multitud. Había triunfado en una empresa
hasta entonces jamás realizada en la historia del mundo, en la empresa, para un
diablo, más deshonrosa y absurda de todas: la de llevar a un hombre a la gloria
de Dios a fuerza de inmundos pecados.
—Rediez —imprecaba—, pues es verdad: los caminos del Señor
son infinitos.
en Las noches difíciles y otros relatos,
1971
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