El Caballero,
de pié y quieto,
–como si fuera el guardián a sueldo–
del origen sombrío–
de esta beligerante, inquieta Noche.
¡De pié inmóvil, quieto, el caballero!
Solo las largas trenzas de su caballo alado–
bailaron sobre el escenario, velando con timidez esta visión.
¡Oh, Dios, Dios!
Pero los caballeros, los caballeros–
nunca están de pié, de pié quitos–
cuando la advertencia es manifiesta–
en los velados vientos.
La joven–
centinela de pié, en silencio,
en el lado del cerco ardiente,
–como si fuera un agente encubierto– enviado para atestiguar.
Solo su largo y suelto vestido, discretamente, osciló–
con los cadenciosos susurros–
de las ráfagas a la deriva.
¡Oh, Dios, Dios!
Pero las jovenes, las jovenes–
nunca están para mirar, mirar en silencio–
cuando los hombres, sus hombres, se vuelven viejos,
desesperados y exhaustos, bajo esta lluvia de cenizas.
en Lullaby para la Noche, 1976
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