¿De qué hablamos cuando hablamos de fútbol? Podemos
hablar del juego, evidentemente. De tal finta, o tal combinación, o tal
posición irregular. Pero eso no da para mucho. Lo habitual es hablar de lo que
envuelve el fútbol y le da significado. Es lo que ocurre con la literatura
futbolística, que tiende a prescindir de lo obvio, es decir, del balón, y
prefiere explorar la pasión de quienes lo manejan y de quienes extraen de él su
felicidad o su miseria. Si el futbolista es el gran héroe contemporáneo, cosa que
se puede lamentar pero resulta difícil discutir, para el trabajo literario hay
pocos materiales más atractivos que los que ofrece el héroe trágico del fútbol.
Cuando se escribe sobre fútbol se escribe sobre
personas. Sobre los héroes de la cancha, mimados y zarandeados, adorados y
vilipendiados, sometidos a presiones tan brutales como absurdas, y sobre la
masa anónima de la grada, que vuelca en el deporte pulsiones complejísimas:
desde la voluntad de pertenencia a la sublimación de la propia existencia a
través de héroes en calzón corto. Se puede hacer buena literatura con una
jugada o un gol, y la hacen semanalmente los mejores cronistas deportivos, pero
se trata de argumentos con poco recorrido. Incluso los cronistas deportivos
recurren a la personalización: la tentación es irresistible.
La dificultad de conjugar juego y literatura tiene un
perfecto ejemplo en el cuento “19 de diciembre de 1971”, de Roberto
Fontanarrosa, una de las cumbres de la literatura futbolística. El cuento se
refiere a una semifinal que en tal fecha disputaron en Buenos Aires Central y
Newell’s, los dos equipos de Rosario (Argentina), y que por diversos motivos
tuvo un enorme impacto. En el partido hubo solo un gol, de trascendencia
histórica para miles de rosarinos. Pero el Negro Fontanarrosa
prefirió olvidar ese lance y fabular de forma periférica sobre la peripecia de
unos hinchas canallas, como se apoda a los de Central, y de la tragedia (o
éxtasis definitivo) de un viejo apasionado canalla con problemas
cardiacos.
El gol, en cambio, tuvo su propio recorrido cultural
por vías protoliterarias. Como en las representaciones litúrgicas del teatro
medieval, cada 19 de diciembre los canallas escenifican en diversas
ciudades del mundo “la palomita de Poy”, el gol que decidió el partido. A veces
ha sido el propio Poy quien ha realizado el testarazo estelar en la función. Si
no está Poy, vale cualquiera. Igual que la consagración en el Medievo, el gol
adquiere la categoría de inefable: es lo que es y se puede evocar, pero no
reconstruir con palabras, porque mengua.
Entre los muchos héroes trágicos que
el fútbol ha prestado a la literatura, y en medida menos relevante a otras
artes, el más destacado es sin duda Abdón Porte. Sobre él escribió Horacio
Quiroga el cuento “Juan Polti”. Eduardo Galeano relató su historia en “Muerte
en la cancha”, uno de los capítulos de su clásico El fútbol a sol y sombra. La pieza
más reciente, hasta donde sabe el cronista, es Abdón en polvo convertido,
de Manuel Jabois. No será la última.
Abdón Porte, uruguayo de Libertad, fue mediocentro y
capitán del Nacional de Montevideo hasta 1917. Al concluir la temporada de ese
año, los directivos del club le comunicaron que habían fichado a Alfredo
Zibechi para sustituirle y que preferían que se quedara en el banquillo como
suplente, con la idea de que poco a poco pasara a desempeñar una función que
apenas existía por entonces, la de entrenador. Porte recibió la noticia tras el
partido de la última jornada, frente al Charley. No hizo comentarios. Fue con
sus compañeros a celebrar la victoria, 3-1, y hacia medianoche regresó al
Parque Central, el estadio de Nacional. No se sabe cuántos años tenía Abdón esa
noche porque se ignora su fecha de nacimiento. Debía tener menos de 30. Abdón
caminó sobre la hierba hasta el círculo central, empuñó una pistola y se
disparó al corazón.
Abdón no se mató por quedarse sin fútbol. Podía haber
jugado en otro club. Abdón se mató porque no soportaba la idea de no vestir
nunca más la camiseta de Nacional, su gran amor. Sobre su cadáver se halló una
nota en verso dedicada a Nacional: “Aunque en polvo convertido, y en polvo
siempre amante, no olvidaré un instante lo mucho que te he querido”.
Los otros grandes personajes trágicos del fútbol han
tenido un final más lento y encarnan al héroe que, privado del balón, del
aliento de las gradas y de la condición semidivina que caracteriza al jugador
en activo, muere de pena y de tedio. Ese fue el caso de Manuel Francisco dos
Santos, Garrincha (1933-1983), un mestizo con los pies girados, una
pierna más larga que otra y la columna vertebral torcida. Según el psicólogo de
la selección brasileña, Garrincha era “un débil mental incapaz de comprender el
fútbol”. Ciertamente, el mejor extremo derecho de todos los tiempos nunca llegó
a captar los mecanismos de puntuación en la liga ni entendió que tras una final
no se disputara encuentro de vuelta. Solo sabía jugar. Después de retirarse,
Garrincha, fumador y alcohólico desde los 10 años, se dejó morir. Duró hasta
los 50.
Similares, aunque no tan desoladores, fueron los casos
de George Best, el mágico extremo norirlandés del Manchester United en los
sesenta, fallecido en 2005 poco después de un trasplante de hígado, o de Paul
Gascoigne, el futbolista inglés más exquisito de los noventa, que sobrevive
aún, a los 46 años, pese a úlceras, trastornos cardiacos y hepáticos, problemas
psicológicos, peleas y algún intento de suicidio.
La de Adriano Leite Ribeiro (Río de Janeiro, 1982) es
una historia distinta. Adriano no esperó a retirarse para hundirse. Era la
estrella del Inter de Milán, un gigante capaz de hacer diabluras con el balón,
cuando a los 25 años murió su padre. Él debió morir también un poco, porque
desde ese momento solo pensó en volver a Brasil. No para jugar, sino para
encerrarse en su favela natal con sus amigos de infancia, convertidos en
distribuidores de droga, y anestesiarse con cerveza y cocaína. Es lo que viene
haciendo últimamente, con algunas pausas en las que ficha por un equipo y trata,
sin éxito, de recuperar el fútbol.
¿Qué decir de René Houseman? El mejor extremo
derecho del fútbol argentino llegó a jugar ebrio, con Huracán, un partido
contra River Plate. Apareció tambaleándose por el vestuario poco antes de
iniciarse el encuentro, pero aun así le alinearon. Él mismo contó, años más
tarde, lo que ocurrió sobre el césped a cuatro minutos del final y con empate a
cero: “Parece que fui a buscar una pelota, procedente de un pase de Russo.
Avanzando de derecha a izquierda en diagonal eludí a uno, la tiré larga entre
los dos defensores centrales y cuando desde el arco me salió Fillol en el mano
a mano amagué, lo eludí y la crucé suavemente con la pierna derecha.
Modestamente, un golazo. Dicen que me quedé tirado en el suelo, riéndome. Tras
eso me hice el lesionado, pedí el cambio y me fui a dormir a mi casa. Comentan
que la gente, ignorando mi estado, me despidió con el cántico tradicional: “Y
chupe, y chupe, y chupe, no deje de chupar, el Loco es lo más grande del fútbol
nacional”.
Houseman vagabundea ahora por su barrio, flaco, pobre y
simpático, en lucha permanente contra el alcohol.
Brian Clough nunca marcó un gol borracho porque sus
demonios interiores y su alcoholismo despertaron cuando se retiró como
futbolista y empezó a entrenar. El drama personal de Clough está contado en dos
libros, Provided you don’t kiss me
(Con tal de que no me beses), de
Duncan Hamilton, y The Damned United, de
David Peace, trasladado al cine en 2009. Socialista, donante de fondos a los
mineros en huelga, presidente de la Liga Antinazi, entrañable o insufrible
según los momentos, Brian Clough es considerado uno de los mejores técnicos de
la historia del fútbol inglés. Tuvo éxito desde que dio los primeros pasos como
entrenador, pero pese a ello no soportó la presión. Mantenía una lucha
permanente contra el mundo. Durante la temporada 1992-1993, la última con el
Nottingham Forest, al que había hecho ganar todos los títulos posibles, ofreció
un espectáculo deprimente. Tenía el rostro hinchado, la nariz bulbosa, los ojos
vidriosos. Hablaba con dificultad. Sufría una borrachera inacabable. El Forest
bajó y Clough fue despedido. En 2003 se sometió a un trasplante de hígado.
Murió al año siguiente, de un cáncer de estómago.
A veces no es la presión del propio fútbol la que
provoca tragedias, sino presiones peores. Como las que sufrió Matthias
Sindelar, el mejor jugador nacido en Austria. Sindelar, apodado Mozart por
su talento y de origen judío, no aceptó la anexión de su país al Reich alemán
en 1938 ni soportó el régimen nazi. El 3 de abril de ese año se disputó un
amistoso entre las selecciones de Alemania y Austria antes de que ambas se
fundieran en una sola, y Sindelar, que se negó a saludar brazo en alto, humilló
a sus adversarios: primero, rematando intencionadamente fuera los balones que
le llegaban; luego, driblando una y otra vez y llevando a su equipo a la
victoria. No se lo perdonaron. Tuvo que abandonar el fútbol y fue sometido a
continuas investigaciones policiales. Un año después, su cadáver y el de su
novia fueron encontrados en la casa vienesa que compartían. Oficialmente, murió
por un escape de gas. Pero siempre se ha especulado con un suicidio, o incluso
con la hipótesis de un asesinato cometido por la Gestapo.
Luego, caso aparte, está lo de Diego Armando Maradona,
una comedia trágica, o una tragedia humorística, que constituye en sí misma un
género literario. Jorge Valdano suele decir que Maradona es objeto en Argentina
de la misma veneración que mitos como Evita Perón, Carlos Gardel o Ernesto Che Guevara,
con la diferencia de que él sigue vivo. Maradona ha resistido años de adicción
a la cocaína y ha llegado a estar al borde de la muerte, pero, como en la
cancha, ha tenido algo que no han tenido otros. Y ha logrado escapar.
en El País, 2 de junio de 2012
No hay comentarios.:
Publicar un comentario