miércoles, junio 20, 2012

"Familiaridades", de Ramón Oyarzún







pa la Chica, que fue una de las causas y condiciones de inspiración
a los hermanos que comparten este amor y alguna memoria




A propósito de costumbres, extrañamientos, memorias... nací en Santiago, de padre santiaguino y madre rancuaguina... de todos modos, me considero santiaguino de segunda generación con todas las de la ley... serlo no es fácil, existe cierto recelo, un desazón mudo contra los santiaguinos en Chile, un rencor ahumado; cierta contaminación de la visión siempre hace que entre santiaguinos nos veamos algo nublados, en regiones nos ven un tanto arribistas, hediendo a humo, encierro, ciudad... Sin embargo, soy de Santiago con alegría, con orgullo.

Mis primeros años los viví en Gran Avenida, comuna de San Miguel, en calle Blanco Viel, casa con horno de barro y un gallo de mascota llamado simplemente “Limachino”; después viví en Monseñor Miller, lado pechoño de Providencia... barrio donde todavía quedan núcleos de catolicismo ortodoxo entre calles con nombres de prelados, cariñosamente llamado de “entrobispos”, pero que últimamente recibe restoranes peruanos, heteróclitos lugares de fiestas exclusivas, pandillas de pokemones y prostitutos travestis. En esos barrios aprendí a andar en bicicleta, me maravillé con las luces y juegos acuáticos del monumento a la Fuerza Aérea, vi por primera vez una estatua del gran escultor místico Tótila Álbert, subí todos los baobabs del parque centenario, conocí el museo de los Tajamares donde guardan restos de la muralla enterrada, la primera muralla pública construida en Santiago -diríase el Limes chileno, que, además de proteger del río, defendía del Norte, dirección que historicamente alberga locura, peligro, desolación y muerte, en el alma santiagina- mudo testimonio de que el Mapocho alguna vez salió de su lecho, inundó Providencia, Plaza Italia, las torres de tajamar, con su plaza, teletrak y agujero en el centro por donde escapa el tiempo.

Más grande viví en Las Condes, cerca del metro El Golf, cuando el barrio crecía lento, barrio San Crescente, que tenía identidad de barrio con Almacén “Viejo Almacén”, Panadería “Progreso”, “Bazar” -con abuelita chocha y fiadora-, perro bravo llamado “Duende” –que, como niños, siempre creímos que iba a saltar la reja que escasamente lo contenía-, pastelería “Las Delicias” -verdaderamente eran manos de monjas inglesas las que hacían los pasteles ahí, inolvidable el de huevomol-, carabinero galán en la esquina, pichanga en la calle, pasajes de tierra sin rejas... el “Kika” del metro tobalaba era una “picá”, así como el “Otto Schop” de San Crescente... únicas schoperías del lugar. El barrio El Golf todavía no era aún el lugar más caro de Chile con sus torres y embajadas, bancos, edificios millonarios; entonces había mucha casa añosa, mucha abuelita sonriente. El dictador no vivía lejos, andaban militares en las calles y aventurarse algunas cuadras lejos del lugar era eso: una aventura. Todo esto ya no existe, se fue con los años 80 cuando llegó “la alegría” y nos dicen que acaba la dictadura.... después subimos, como familia, temporalmente a Manquehue con Los Militares, entre el Apumanque y el Parque Arauco, eran edificos de cooperativas militares o proyectos sociales, similares a los que se reparten por Santiago en Las Rejas, Ñuñoa o Estación Central, sólo que en éstos se filmaron escenas del filme “Caluga o Menta” que alcanzó revuelo al ser el primer filme chileno post-dictadura subtitulado y campeón en el extranjero. Mucho edificio, evidenciando la condición de dormitorio del lugar.

Volvimos a Providencia a vivir en plaza Las Lilas frente a la iglesia de El Bosque, época cuando aprendí a fumar pitos en plazas como cualquier adolescente santiaguino, en calles piolas, en el parque al costado del canal San Carlos... caminé por el parque Pocuro volviendo de carretes en Bellavista o por avenida Los Leones volviendo de Suecia y, sobre todo, por Colón hacia abajo volviendo de carretes y fiestas más caseras... Por supuesto, también hice el clásico dedo nocturno que se ha dado en llamar “mochileo urbano”. Ahí iniciamos con mi hermano y amigos la tradición extraordinaria bautizada la “primera huevada del año”, consistente en desayunar huevos cocinados de varias maneras el 1 de enero, bien trasnochados después del carrete, para irse a acostar con la primera huevá bien hecha y no tener problemas después de intentar recordar ¿qué huevada hice para año nuevo? Práctica probablemente sólo aplicable en Chile por una cuestión lexicológica y bien seguramente mejor realizada en Santiago que en cualquier otro lugar del mundo.

Después emigramos a Pedro de Valdivia con Pocuro, donde nos juntabamos con amigos a mascar chicle en la esquina, tomar cerveza en Palo Alto, comprar infinitas botellas de pisco en cualquiera de las botillerías al lado de la Municipalidad -que es un palacete pituco frente al club de oficiales de la Armada de Chile-, donde todos se curan igual... si no ¿a qué tanta botillería abierta hasta tan tarde?... en una de esas nos cambiaron una cortapluma que encontramos botada por unas chelas, eran como las cinco de la mañana y las tomamos conversando y viendo la polvorienta luz del alba sentados en la cuneta adoquinada de Pedro de Valdivia... un fiel perro quiltro, “Roque”, moviendo su cola negra indeciso entre volver a casa o seguir el carrete.

Vivimos después cerca de Manquehue con Isabel La Católica, calle Doctora Eloísa Díaz, una de las primeras médico chilenas. Por ahí ya había andado en fiestas, movidas de cogollos o anfetas al final de avenida Fleming, testigo lejano de las peleas entre “Los del Cubo” y “Los del Pool”, pandillas picantes de adolescentes que peleaban por pelear. Vivimos en una casa con patio playero que hoy se ha transformado en academia de Yoga, aunque la ancestral vecina sigue guardando su furgoneta bajo techo y las llaves de la casa bajo el tapete. Viviendo ahí subí por primera vez a los cerros de la Sierra de la Providencia y de la Cordillera de los Andes; a subir cerros -no a festejar solamente-... pasar la noche viendo cómo Santiago, fulgente e ilimitado, se extiende cual chip titánico por todo el Valle Central, iluminando desde Angostura a Colina.

Después viví entre el barrio Brasil y el Yungay, calle Arzobispo González con Compañía, disfrutando las ferias libres de Yungay, Andes, Cueto, el pan “negrito” que hace una panadería en Andes con Cumming desde los años 50, tomar Sorbete Letelier en las plazas Brasil o Yungay, conocer los moteles del barrio instalados en casas de colores impresentables -verdes fluorescentes pintados sobre morados furiosos con pilares amarillo canario-... las “casokupa” de punkis veganos que venden pan amasado a la salida del metro, de las universidades, en las plazas, afuera de las botijas... -después se gastan la plata en alfileres de gancho y en ropa usada- anduve en bicicleta hasta llegar a atropellar gente, por Matucana, Catedral, Libertad... escuché en las noches desveladas las peleas de las parejas de peruanos donde las mujeres se arañaban con rabia de gatas por un chicoco indiferente que miraba con sabiduría incásica; comí en cientos de los infinitos restoranes chinos del barrio donde hacen la salsa de soya con cocacola y algunos de los mejores pisco sours de la ciudad, buenos restoranes en ese barrio donde se lava dinero vendiendo todo tipo de carne, desde Ciervo a Rana, donde hacen unos batidos de fruta notables en el “Tonto Pinto” -regentado por una vieja copuchenta, barrera, que se las sabe todas si no las inventa-; además tiene su historia picante... también pasé por las picá de Pizza cuadradas de rastafaraias, o los sucuchos clandestinos estilo “huichipirichi” a tomar chela, borgoña, comer porotos, cazuela, fumar pitos de hoja... fui a discos diurnas en la Alameda entre Chile-España y Los Héroes, compré en los supermercados chinos de Meiggs, saqué fotos en Ramirez, Tarapacá, Condell, caminé todo Toesca hasta que se convierte en Santa Isabel hasta que se acaba, visité al mítico Profesor Elias en Domeyko, firmé y acompañé a firmar en los tribunales de Chile-España, comí en Blanco, el Don Carlos frente a Fantasilandia, en La Casona, en Los Buenos Muchachos -con espectáculo folklórico incluido- y también comí sanguches de potito o marraquetas aliadas en Exposición; después estuve viviendo en el centro mismo de la ciudad, mi lugar favorito... Huérfanos con MacIver, pleno “barrio de las muñecas”, el barrio rojo donde se vinieron a poner sex-shops regentados por mafias homosexuales, prostíbulos clandestinos peruanos, cabaretes donde la linterna con cuatro pilas sale a cinco lukas, una buena mamada a dos lukas, una paja a quina; barrio lleno de la mejor gastronomía peruana de Chile, de músicos ambulantes que hacen música con lo que sea, desde serruchos a violines chinos... cines, librerías, cafés con pierna, cafés con teta, café café y un chino donde nació la “chorrillana-mongoliana”. El verdadero centro y corazón de la ciudad. Por supuesto, a lo largo de la vida recorrí la ciudad de arriba abajo y de un lado a otro interminables veces.

De muy chico visitaba a la familia materna en Maipú para ir a tomar helados o jugar a la pelota en la plaza, ver misa de Cuasimodo en el Templo Votivo, pasar el bajo nivel de Pajaritos con la ligera sensación de estar saliendo de la ciudad cuando acaba la Alameda, ahí donde está la estatua de Santiago Bueras con sus dos espadas. Estudié en el Instituto Nacional y varias veces, para hacer la cimarra, recorrí todo el metro de estación terminal a estación terminal, sólo para ver hasta dónde llegaba la ciudad y qué había ahí. Asimismo, subí a micros anodinas, llegué hasta el paradero final de ambos lados, tomé helados o comí maní confitado con los micreros, dependiendo de la temporada, mientras esperaba la vuelta de la micro. Ese sistema de movilización no existe más, por desgracia; me cuesta pensar que los choferes del Transantiago tengan hoy en día esa misma amabilidad con un niño medio perdido que pasea de puro curioso por los márgenes de la ciudad, se me ocurre que tal vez algo de eso queda, pero cada vez menos, sin embargo, todavía tengo esperanza.

Visitaba a una chica que trabajaba en la municipalidad de La Florida, almorzábamos en el Zurdistán, el restorán más comunista frente al Mall, o en la Picá de Lautaro Carmona. Otras veces iba a ver a otra chica, más chica, que vivía en San Pablo y me esperaba en la schopería Dole del metro Neptuno, a veces salíamos a una parrillada bailable en La Tuna o íbamos a ver películas a la municipalidad de Cerro Navia... Cuando más pendejo iba harto a las Vizcachas con mi viejo a ver correr a Bacigalupo, al autocine, a la piscina, a comer tortilla al rescoldo; entonces salir por avenida La Florida con Vespucio y pasar el Pollo Caballo era también como salir de la ciudad. Después ha crecido por esos lados y ahora está lleno de edificios y condominios masomenos parecidos, que llegan casi hasta San José, en fin; alguna vez compré regalos en la feria de Navidad de Bellavista o me perdí en el San Cristóbal con alguna chiquilla; anduve en funicular y teleférico con amigos o parientes de fuera... también trabajé como traductor cuando construyeron la línea 5 y alguna vez caminé desde la plaza de Puente Alto hasta Tobalaba por los rieles, todo el día, para terminar chupando en un bar con los jefes gringos; otra vez que caminé harto llegué hasta el peaje de la 68 y otra vez caminé desde la Ciudad Satélite hasta la Florida por el anillo de Vespucio.

Nunca me pasó nada en mi ciudad excepto una vez cuando bien pendejo que me asaltaron en el puente de Escuela Militar... tal vez lo más raro que sí me pasó fue llegar curado a mi casa en Huérfanos y despertar en un radiopatrulla en Estación Central, después en un paradero en el metro La Cisterna y después en el Apumanque, entumido y no cachando nada, pero entero, con cigarros, celular y plata en el bolsillo.

Es que me gustan los límites de Santiago también, aunque antes no eran Santiago; las urbanizaciones que crecen hacia el norte como apéndices de la ciudad industrial y donde me tocó trabajar en un lugar llamado “Valle Grande”, al que se llegaba en un bus especial, seguro ahora es más accesible -de niño mi viejo pagaba una manda en Santa Teresa y una vez al mes pasábamos por ahí en auto, remontando Américo Vespucio más allá de los cerros San Cristóbal y Manquehue, por la Pirámide, dejando atrás la ciudad en el camino internacional que iba a Colina y después Los Andes... Entonces la ciudad acababa ahí, pasado el cementerio Parque del Recuerdo donde se paraban los bomberos a pedir plata y papá siempre les daba porque decía que Chile es el único país del mundo donde son voluntarios y son todos verdaderos héroes... Ahora Colina es como un barrio de Santiago, igual que Peñaflor, donde está el “Munchen” y ahora hacen una fiesta de la cerveza...

Cuando chico íbamos con la familia de mis padrinos a tomar “onces”... o a veces íbamos para el otro lado, al “Hansel y Gretel” de Lo Barnechea, que también fue alguna vez pueblo independiente y algo lejos... pero ya cuando era adolescente se había transformado en un centro de farra nocturna con discoteques de nombres tan malos como “Notti Dormi”; de todas maneras, esto siempre me hacía pensar en la canción que habla del pueblito llamado Las Condes y que al final todo es una fiesta.

La primera fiesta a la que fui fue en la Villa Santa Carolina después de un partido donde la U goleó cinco a uno al audax en el Santa Laura y Los de abajo saltaban y gritaban tanto que todavía me parece imposible que no botaran el estadio. Después, con el amigo que me llevó al estadio, tomamos un Ron Silver, éramos bien pendejos... escuchamos los consejos de algún experimentado borracho un par de años mayor. Tuve la suerte de que mi viejo trabajara de corredor de propiedades así que cuando ya estuve más “crudo” pasé varios fines de semana mostrando casas o departamentos en Maipú, Huechuraba, Santiago, Macul, Vitacura, La Florida, Pudahuel, Ñuñoa... total que aprendí a andar en micro por todos lados, a cachar de lejos los lugares donde se juntaba la gallá en las plazas a comer completos buenos y baratos, a pintar masomenos nomás, y sobre todo a usar cualquier tipo de llave. También estudié en el campus Juan Gómez Millas de la Chile, le tiré piedras a los pacos, protesté a favor y en contra de reformas, fui al Estadio Nacional -encontrarse en el pilucho para ir a alentar al bulla, ponerse, "ganarse" bajo el marcador sin saltar, vestido de negro, fumando, puteando, corriendo galería abajo al grito de gol... o ganarse en el lado norte, en esos partidos que no va nadie, reírse de la minúsculas pero aguerridas barras del Morning, Magallanes, O`higgins, que llegaban al Estadio –azul por derecho- con bombos, sus viejas con termos de café y huevos duros y fanatinchas viejos gordos con trompetas y vozarrones, doblemente más choros que los pendejos choros del LDA que les iban a pedir monedas... comí los míticos sanguches “borde con palta” en los entretiempos y moví pitos en la población Chacaritas pa’ entrar al estadio y fumarse un paragüayo, que son pal verano, como siempre le digo a mi viejo.

Me gusta Santiago, tengo memorias infinitas de carretes en casi todos lados de la ciudad, calles aplanadas en La Florida, mesas de pool en Pudahuel o en el “River Plate”, schops en Manuel Montt, fiestas con piscina temperada en La Reina alta, un asado en el que Juan Pérez quemó un toldo de totora en el parque intercomunal y llegaron los guardias a caballo en busca del culpable hasta que finalmente salimos en piño, bien curados, abrazados... Ese mismo verano había tanta polilla en la ciudad que un amigo hacía la gracia de meterselas a la boca y escupirlas y mi gata llegó a ponerse flaca de tanto perseguirlas.

Tiene onda la ciudad, diríamos extrañamente, incluso la calle Irarrázaval con sus caracoles, galerías, restoranes de comidas rancias... o Independencia, con sus depósitos de telas y espumas, sus carros de sopaipillas, son adorables...

De acuerdo, los veranos son calurosos y no hay agua ni en la Fuente Alemana que se llenaba de cabros chicos bien entretenidos, pero ahora está vetada por alguna iniciativa pelotuda de orden, qué se le va a hacer... me gusta el Forestal con sus gitanas, la Vega con sus desayunos y la Vega chica con sus queserías, Patronato sobre todo por las picás árabes y las bandejas de sushi coreano y los carretes tecno en galpones; me gusta Maipú sobre todo en las Industrias por donde se puede llegar hasta Pudahuel caminando y se pone una feria donde se vende todo barato... por supuesto, me gusta la Gran Avenida que una vez, siendo sábado cerca de las 10 de la noche, un primo atravesó corriendo ida y vuelta sin parar... aunque nadie lo crea... La Cisterna con sus botijas, su bowlings, sus barrios entre Santa Rosa, que siempre me dan un poco de vértigo, el mítico “pueblo hundido” que sólo los elegidos conocen... Debo reconocer que los mejores asados de la ciudad los he comido ahí; me gusta el cordón industrial de la ciudad, que no tiene ni dónde ni cuándo, repartido a destajo entre Panamericana, Ciudad Industrial -con su Costanera insuflada de modernidad cuando la verdad no salva a nadie y sirve más que nada para que algún imbécil pajarón en su auto de muchos millones se mate de vez en cuando por andar rajado. Me gusta Peñalolén sobre todo en las noches donde, por mucho tiempo, íbamos con mi hermano a ver a unos amigos, comer completos en carritos, comprar pitos en la toma, caminar al Mahuida o a la comunidad ecológica... podría estar escribiendo y escribiendo de mi ciudad única y gigantesca donde caben insospechados nuevos mundos y donde universos se crean y se destruyen a cada instante, porque es mi ciudad elegida, por cariño, destino y educación.

Seguro olvido infinitos hitos, en el tintero incontables lugares y horas perdidas... simplemente quería decir esto: quiero llegar a Santiago, a Estación Central, una mañana, comer una paila con huevo y marraqueta en los negocios del terminal al lado del metro Usach, pasar caminando Matucana frente a la Biblioteca y la Quinta Normal... subir por Agustinas, pasar frente a la primera iglesia metodista, donde me jugué pichangas memorables ; seguir subiendo por Huérfanos para cruzar el Golden Gate, o puente de Brooklin chileno, ambos juntos y mejorados... que el aire de la Panamericana-Línea 2 me despierte frente al Registro civil y sus colas a cadena perpetua, seguir por frente a tribunales, meterme a las galerías de Huérfanos para caminar el lado de la sombra, llegar al Bora Bora a tomar un schopero de vitamina naranja-zanahoria, pasear por las viejas galerías, tomar un café en el legendario Haiti de Ahumada, ver una matiné en el Grand Palace, que ahora es un multicine piñufla, pero fue el primer cine al que fui solo -Frankenstein- y donde mis viejos fueron juntos por primera vez al cine a ver “Rocky”, a secas... caminar por la Plaza de La Constitución con sus perros echados, sus pacos obligados a ser buena onda a pesar de los callos, por imagen país, ¿no?... tomar una Escudo heladita con dosdequeso en El rápido, o la misma Escudo y un crudo en el Bar Nacional, depende de la temporada o las ganas... ir por Bandera hasta San Pablo, caminar por Puente hasta la Plaza de Armas a ver el monumento a los hippichilenos, sentarme a la sombra del caballo de Valdivia, mirar las reproducciones de los mapas antiguos de la ciudad, escuchar a algún chistoso hacer incorrectos chistes de peruanos, almorzar unos completos en el Póker Bar frente al municipal, pasear por más galerías hasta atravesar la Alameda, por Arturo Prat llegarme a Las Tejas a tomar un terremoto con pichanga, vagar por San Diego preguntando por libros imposibles, entrar con la caída del sol al Normandie a ver alguna película vieja, bien vieja ojalá; ir a bailar cueca al Huaso Enrique, rematar en Casa de Cena conversando unas piscolas con Pariente, embalarse al Mercado a por unos mariscales con su tecito frío, por supuesto... de vuelta a Estación Central, comprar lentes de sol cuneta, tomar un bus al litoral central, ojalá la vuelta larga por San Antonio para dormir un par de horas antes de llegar a Mirasol y seguir, seguir volviendo...