pa la Chica, que fue una de las
causas y condiciones de inspiración
a los hermanos que comparten este
amor y alguna memoria
A propósito
de costumbres, extrañamientos, memorias... nací en Santiago, de padre santiaguino
y madre rancuaguina... de todos modos, me considero santiaguino de segunda
generación con todas las de la ley... serlo no es fácil, existe cierto recelo,
un desazón mudo contra los santiaguinos en Chile, un rencor ahumado; cierta
contaminación de la visión siempre hace que entre santiaguinos nos veamos algo
nublados, en regiones nos ven un tanto arribistas, hediendo a humo, encierro,
ciudad... Sin embargo, soy de Santiago con alegría, con orgullo.
Mis
primeros años los viví en Gran Avenida, comuna de San Miguel, en calle Blanco
Viel, casa con horno de barro y un gallo de mascota llamado simplemente
“Limachino”; después viví en Monseñor Miller, lado pechoño de Providencia...
barrio donde todavía quedan núcleos de catolicismo ortodoxo entre calles con nombres
de prelados, cariñosamente llamado de “entrobispos”, pero que últimamente
recibe restoranes peruanos, heteróclitos lugares de fiestas exclusivas,
pandillas de pokemones y prostitutos travestis. En esos barrios aprendí a andar
en bicicleta, me maravillé con las luces y juegos acuáticos del monumento a la
Fuerza Aérea, vi por primera vez una estatua del gran escultor místico Tótila
Álbert, subí todos los baobabs del parque centenario, conocí el museo de los
Tajamares donde guardan restos de la muralla enterrada, la primera muralla pública
construida en Santiago -diríase el Limes chileno, que, además de proteger del
río, defendía del Norte, dirección que historicamente alberga locura, peligro,
desolación y muerte, en el alma santiagina- mudo testimonio de que el Mapocho
alguna vez salió de su lecho, inundó Providencia, Plaza Italia, las torres de
tajamar, con su plaza, teletrak y agujero en el centro por donde escapa el
tiempo.
Más grande
viví en Las Condes, cerca del metro El Golf, cuando el barrio crecía lento,
barrio San Crescente, que tenía identidad de barrio con Almacén “Viejo
Almacén”, Panadería “Progreso”, “Bazar” -con abuelita chocha y fiadora-, perro
bravo llamado “Duende” –que, como niños, siempre creímos que iba a saltar la
reja que escasamente lo contenía-, pastelería “Las Delicias” -verdaderamente
eran manos de monjas inglesas las que hacían los pasteles ahí, inolvidable el
de huevomol-, carabinero galán en la esquina, pichanga en la calle, pasajes de
tierra sin rejas... el “Kika” del metro tobalaba era una “picá”, así como el
“Otto Schop” de San Crescente... únicas schoperías del lugar. El barrio El Golf
todavía no era aún el lugar más caro de Chile con sus torres y embajadas,
bancos, edificios millonarios; entonces había mucha casa añosa, mucha abuelita
sonriente. El dictador no vivía lejos, andaban militares en las calles y
aventurarse algunas cuadras lejos del lugar era eso: una aventura. Todo esto ya
no existe, se fue con los años 80 cuando llegó “la alegría” y nos dicen que acaba
la dictadura.... después subimos, como familia, temporalmente a Manquehue con
Los Militares, entre el Apumanque y el Parque Arauco, eran edificos de
cooperativas militares o proyectos sociales, similares a los que se reparten por
Santiago en Las Rejas, Ñuñoa o Estación Central, sólo que en éstos se filmaron
escenas del filme “Caluga o Menta” que alcanzó revuelo al ser el primer filme
chileno post-dictadura subtitulado y campeón en el extranjero. Mucho edificio,
evidenciando la condición de dormitorio del lugar.
Volvimos a
Providencia a vivir en plaza Las Lilas frente a la iglesia de El Bosque, época
cuando aprendí a fumar pitos en plazas como cualquier adolescente santiaguino,
en calles piolas, en el parque al costado del canal San Carlos... caminé por el
parque Pocuro volviendo de carretes en Bellavista o por avenida Los Leones
volviendo de Suecia y, sobre todo, por Colón hacia abajo volviendo de carretes
y fiestas más caseras... Por supuesto, también hice el clásico dedo nocturno
que se ha dado en llamar “mochileo urbano”. Ahí iniciamos con mi hermano y
amigos la tradición extraordinaria bautizada la “primera huevada del año”,
consistente en desayunar huevos cocinados de varias maneras el 1 de enero, bien
trasnochados después del carrete, para irse a acostar con la primera huevá bien
hecha y no tener problemas después de intentar recordar ¿qué huevada hice para
año nuevo? Práctica probablemente sólo aplicable en Chile por una cuestión
lexicológica y bien seguramente mejor realizada en Santiago que en cualquier otro
lugar del mundo.
Después
emigramos a Pedro de Valdivia con Pocuro, donde nos juntabamos con amigos a
mascar chicle en la esquina, tomar cerveza en Palo Alto, comprar infinitas
botellas de pisco en cualquiera de las botillerías al lado de la Municipalidad -que
es un palacete pituco frente al club de oficiales de la Armada de Chile-, donde
todos se curan igual... si no ¿a qué tanta botillería abierta hasta tan
tarde?... en una de esas nos cambiaron una cortapluma que encontramos botada
por unas chelas, eran como las cinco de la mañana y las tomamos conversando y
viendo la polvorienta luz del alba sentados en la cuneta adoquinada de Pedro de
Valdivia... un fiel perro quiltro, “Roque”, moviendo su cola negra indeciso
entre volver a casa o seguir el carrete.
Vivimos
después cerca de Manquehue con Isabel La Católica, calle Doctora Eloísa Díaz,
una de las primeras médico chilenas. Por ahí ya había andado en fiestas,
movidas de cogollos o anfetas al final de avenida Fleming, testigo lejano de
las peleas entre “Los del Cubo” y “Los del Pool”, pandillas picantes de
adolescentes que peleaban por pelear. Vivimos en una casa con patio playero que
hoy se ha transformado en academia de Yoga, aunque la ancestral vecina sigue
guardando su furgoneta bajo techo y las llaves de la casa bajo el tapete.
Viviendo ahí subí por primera vez a los cerros de la Sierra de la Providencia y
de la Cordillera de los Andes; a subir cerros -no a festejar solamente-...
pasar la noche viendo cómo Santiago, fulgente e ilimitado, se extiende cual
chip titánico por todo el Valle Central, iluminando desde Angostura a Colina.
Después
viví entre el barrio Brasil y el Yungay, calle Arzobispo González con Compañía,
disfrutando las ferias libres de Yungay, Andes, Cueto, el pan “negrito” que
hace una panadería en Andes con Cumming desde los años 50, tomar Sorbete
Letelier en las plazas Brasil o Yungay, conocer los moteles del barrio
instalados en casas de colores impresentables -verdes fluorescentes pintados
sobre morados furiosos con pilares amarillo canario-... las “casokupa” de
punkis veganos que venden pan amasado a la salida del metro, de las
universidades, en las plazas, afuera de las botijas... -después se gastan la
plata en alfileres de gancho y en ropa usada- anduve en bicicleta hasta llegar
a atropellar gente, por Matucana, Catedral, Libertad... escuché en las noches
desveladas las peleas de las parejas de peruanos donde las mujeres se arañaban
con rabia de gatas por un chicoco indiferente que miraba con sabiduría
incásica; comí en cientos de los infinitos restoranes chinos del barrio donde
hacen la salsa de soya con cocacola y algunos de los mejores pisco sours de la
ciudad, buenos restoranes en ese barrio donde se lava dinero vendiendo todo
tipo de carne, desde Ciervo a Rana, donde hacen unos batidos de fruta notables
en el “Tonto Pinto” -regentado por una vieja copuchenta, barrera, que se las
sabe todas si no las inventa-; además tiene su historia picante... también pasé
por las picá de Pizza cuadradas de rastafaraias, o los sucuchos clandestinos
estilo “huichipirichi” a tomar chela, borgoña, comer porotos, cazuela, fumar
pitos de hoja... fui a discos diurnas en la Alameda entre Chile-España y Los Héroes,
compré en los supermercados chinos de Meiggs, saqué fotos en Ramirez, Tarapacá,
Condell, caminé todo Toesca hasta que se convierte en Santa Isabel hasta que se
acaba, visité al mítico Profesor Elias en Domeyko, firmé y acompañé a firmar en
los tribunales de Chile-España, comí en Blanco, el Don Carlos frente a
Fantasilandia, en La Casona, en Los Buenos Muchachos -con espectáculo
folklórico incluido- y también comí sanguches de potito o marraquetas aliadas
en Exposición; después estuve viviendo en el centro mismo de la ciudad, mi
lugar favorito... Huérfanos con MacIver, pleno “barrio de las muñecas”, el
barrio rojo donde se vinieron a poner sex-shops regentados por mafias
homosexuales, prostíbulos clandestinos peruanos, cabaretes donde la linterna
con cuatro pilas sale a cinco lukas, una buena mamada a dos lukas, una paja a quina;
barrio lleno de la mejor gastronomía peruana de Chile, de músicos ambulantes
que hacen música con lo que sea, desde serruchos a violines chinos... cines,
librerías, cafés con pierna, cafés con teta, café café y un chino donde nació
la “chorrillana-mongoliana”. El verdadero centro y corazón de la ciudad. Por
supuesto, a lo largo de la vida recorrí la ciudad de arriba abajo y de un lado
a otro interminables veces.
De muy
chico visitaba a la familia materna en Maipú para ir a tomar helados o jugar a
la pelota en la plaza, ver misa de Cuasimodo en el Templo Votivo, pasar el bajo
nivel de Pajaritos con la ligera sensación de estar saliendo de la ciudad
cuando acaba la Alameda, ahí donde está la estatua de Santiago Bueras con sus
dos espadas. Estudié en el Instituto Nacional y varias veces, para hacer la
cimarra, recorrí todo el metro de estación terminal a estación terminal, sólo
para ver hasta dónde llegaba la ciudad y qué había ahí. Asimismo, subí a micros
anodinas, llegué hasta el paradero final de ambos lados, tomé helados o comí
maní confitado con los micreros, dependiendo de la temporada, mientras esperaba
la vuelta de la micro. Ese sistema de movilización no existe más, por
desgracia; me cuesta pensar que los choferes del Transantiago tengan hoy en día
esa misma amabilidad con un niño medio perdido que pasea de puro curioso por
los márgenes de la ciudad, se me ocurre que tal vez algo de eso queda, pero
cada vez menos, sin embargo, todavía tengo esperanza.
Visitaba a
una chica que trabajaba en la municipalidad de La Florida, almorzábamos en el
Zurdistán, el restorán más comunista frente al Mall, o en la Picá de Lautaro
Carmona. Otras veces iba a ver a otra chica, más chica, que vivía en San Pablo
y me esperaba en la schopería Dole del metro Neptuno, a veces salíamos a una parrillada
bailable en La Tuna o íbamos a ver películas a la municipalidad de Cerro
Navia... Cuando más pendejo iba harto a las Vizcachas con mi viejo a ver correr
a Bacigalupo, al autocine, a la piscina, a comer tortilla al rescoldo; entonces
salir por avenida La Florida con Vespucio y pasar el Pollo Caballo era también
como salir de la ciudad. Después ha crecido por esos lados y ahora está lleno
de edificios y condominios masomenos
parecidos, que llegan casi hasta San José, en fin; alguna vez compré regalos en
la feria de Navidad de Bellavista o me perdí en el San Cristóbal con alguna
chiquilla; anduve en funicular y teleférico con amigos o parientes de fuera...
también trabajé como traductor cuando construyeron la línea 5 y alguna vez
caminé desde la plaza de Puente Alto hasta Tobalaba por los rieles, todo el
día, para terminar chupando en un bar con los jefes gringos; otra vez que
caminé harto llegué hasta el peaje de la 68 y otra vez caminé desde la Ciudad
Satélite hasta la Florida por el anillo de Vespucio.
Nunca me
pasó nada en mi ciudad excepto una vez cuando bien pendejo que me asaltaron en
el puente de Escuela Militar... tal vez lo más raro que sí me pasó fue llegar
curado a mi casa en Huérfanos y despertar en un radiopatrulla en Estación
Central, después en un paradero en el metro La Cisterna y después en el
Apumanque, entumido y no cachando nada, pero entero, con cigarros, celular y
plata en el bolsillo.
Es que me
gustan los límites de Santiago también, aunque antes no eran Santiago; las
urbanizaciones que crecen hacia el norte como apéndices de la ciudad industrial
y donde me tocó trabajar en un lugar llamado “Valle Grande”, al que se llegaba
en un bus especial, seguro ahora es más accesible -de niño mi viejo pagaba una
manda en Santa Teresa y una vez al mes pasábamos por ahí en auto, remontando
Américo Vespucio más allá de los cerros San Cristóbal y Manquehue, por la
Pirámide, dejando atrás la ciudad en el camino internacional que iba a Colina y
después Los Andes... Entonces la ciudad acababa ahí, pasado el cementerio
Parque del Recuerdo donde se paraban los bomberos a pedir plata y papá siempre
les daba porque decía que Chile es el único país del mundo donde son
voluntarios y son todos verdaderos héroes... Ahora Colina es como un barrio de
Santiago, igual que Peñaflor, donde está el “Munchen” y ahora hacen una fiesta
de la cerveza...
Cuando
chico íbamos con la familia de mis padrinos a tomar “onces”... o a veces íbamos
para el otro lado, al “Hansel y Gretel” de Lo Barnechea, que también fue alguna
vez pueblo independiente y algo lejos... pero ya cuando era adolescente se había
transformado en un centro de farra nocturna con discoteques de nombres tan
malos como “Notti Dormi”; de todas maneras, esto siempre me hacía pensar en la
canción que habla del pueblito llamado Las Condes y que al final todo es una
fiesta.
La primera
fiesta a la que fui fue en la Villa Santa Carolina después de un partido donde
la U goleó cinco a uno al audax en el Santa Laura y Los de abajo saltaban y
gritaban tanto que todavía me parece imposible que no botaran el estadio.
Después, con el amigo que me llevó al estadio, tomamos un Ron Silver, éramos
bien pendejos... escuchamos los consejos de algún experimentado borracho un par
de años mayor. Tuve la suerte de que mi viejo trabajara de corredor de
propiedades así que cuando ya estuve más “crudo” pasé varios fines de semana
mostrando casas o departamentos en Maipú, Huechuraba, Santiago, Macul,
Vitacura, La Florida, Pudahuel, Ñuñoa... total que aprendí a andar en micro por
todos lados, a cachar de lejos los lugares donde se juntaba la gallá en las
plazas a comer completos buenos y baratos, a pintar masomenos nomás, y sobre todo a usar cualquier tipo de llave.
También estudié en el campus Juan Gómez Millas de la Chile, le tiré piedras a
los pacos, protesté a favor y en contra de reformas, fui al Estadio Nacional -encontrarse
en el pilucho para ir a alentar al bulla, ponerse, "ganarse" bajo el
marcador sin saltar, vestido de negro, fumando, puteando, corriendo galería
abajo al grito de gol... o ganarse en el lado norte, en esos partidos que no va
nadie, reírse de la minúsculas pero aguerridas barras del Morning, Magallanes,
O`higgins, que llegaban al Estadio –azul por derecho- con bombos, sus viejas
con termos de café y huevos duros y fanatinchas viejos gordos con trompetas y
vozarrones, doblemente más choros que los pendejos choros del LDA que les iban
a pedir monedas... comí los míticos sanguches “borde con palta” en los
entretiempos y moví pitos en la población Chacaritas pa’ entrar al estadio y
fumarse un paragüayo, que son pal verano, como siempre le digo a mi viejo.
Me gusta
Santiago, tengo memorias infinitas de carretes en casi todos lados de la
ciudad, calles aplanadas en La Florida, mesas de pool en Pudahuel o en el
“River Plate”, schops en Manuel Montt, fiestas con piscina temperada en La
Reina alta, un asado en el que Juan Pérez quemó un toldo de totora en el parque
intercomunal y llegaron los guardias a caballo en busca del culpable hasta que
finalmente salimos en piño, bien curados, abrazados... Ese mismo verano había
tanta polilla en la ciudad que un amigo hacía la gracia de meterselas a la boca
y escupirlas y mi gata llegó a ponerse flaca de tanto perseguirlas.
Tiene onda
la ciudad, diríamos extrañamente, incluso la calle Irarrázaval con sus
caracoles, galerías, restoranes de comidas rancias... o Independencia, con sus
depósitos de telas y espumas, sus carros de sopaipillas, son adorables...
De acuerdo,
los veranos son calurosos y no hay agua ni en la Fuente Alemana que se llenaba
de cabros chicos bien entretenidos, pero ahora está vetada por alguna
iniciativa pelotuda de orden, qué se le va a hacer... me gusta el Forestal con
sus gitanas, la Vega con sus desayunos y la Vega chica con sus queserías, Patronato
sobre todo por las picás árabes y las bandejas de sushi coreano y los carretes
tecno en galpones; me gusta Maipú sobre todo en las Industrias por donde se
puede llegar hasta Pudahuel caminando y se pone una feria donde se vende todo
barato... por supuesto, me gusta la Gran Avenida que una vez, siendo sábado
cerca de las 10 de la noche, un primo atravesó corriendo ida y vuelta sin
parar... aunque nadie lo crea... La Cisterna con sus botijas, su bowlings, sus
barrios entre Santa Rosa, que siempre me dan un poco de vértigo, el mítico “pueblo
hundido” que sólo los elegidos conocen... Debo reconocer que los mejores asados
de la ciudad los he comido ahí; me gusta el cordón industrial de la ciudad, que
no tiene ni dónde ni cuándo, repartido a destajo entre Panamericana, Ciudad
Industrial -con su Costanera insuflada de modernidad cuando la verdad no salva
a nadie y sirve más que nada para que algún imbécil pajarón en su auto de
muchos millones se mate de vez en cuando por andar rajado. Me gusta Peñalolén
sobre todo en las noches donde, por mucho tiempo, íbamos con mi hermano a ver a
unos amigos, comer completos en carritos, comprar pitos en la toma, caminar al
Mahuida o a la comunidad ecológica... podría estar escribiendo y escribiendo de
mi ciudad única y gigantesca donde caben insospechados nuevos mundos y donde
universos se crean y se destruyen a cada instante, porque es mi ciudad elegida,
por cariño, destino y educación.
Seguro
olvido infinitos hitos, en el tintero incontables lugares y horas perdidas...
simplemente quería decir esto: quiero llegar a Santiago, a Estación Central,
una mañana, comer una paila con huevo y marraqueta en los negocios del terminal
al lado del metro Usach, pasar caminando Matucana frente a la Biblioteca y la
Quinta Normal... subir por Agustinas, pasar frente a la primera iglesia
metodista, donde me jugué pichangas memorables ; seguir subiendo por
Huérfanos para cruzar el Golden Gate, o puente de Brooklin chileno, ambos
juntos y mejorados... que el aire de la Panamericana-Línea 2 me despierte frente
al Registro civil y sus colas a cadena perpetua, seguir por frente a tribunales,
meterme a las galerías de Huérfanos para caminar el lado de la sombra, llegar
al Bora Bora a tomar un schopero de vitamina naranja-zanahoria, pasear por las
viejas galerías, tomar un café en el legendario Haiti de Ahumada, ver una
matiné en el Grand Palace, que ahora es un multicine piñufla, pero fue el
primer cine al que fui solo -Frankenstein- y donde mis viejos fueron juntos por
primera vez al cine a ver “Rocky”, a secas... caminar por la Plaza de La
Constitución con sus perros echados, sus pacos obligados a ser buena onda a pesar
de los callos, por imagen país, ¿no?... tomar una Escudo heladita con dosdequeso en El rápido, o la misma Escudo
y un crudo en el Bar Nacional, depende de la temporada o las ganas... ir por Bandera
hasta San Pablo, caminar por Puente hasta la Plaza de Armas a ver el monumento
a los hippichilenos, sentarme a la
sombra del caballo de Valdivia, mirar las reproducciones de los mapas antiguos
de la ciudad, escuchar a algún chistoso hacer incorrectos chistes de peruanos, almorzar
unos completos en el Póker Bar frente al municipal, pasear por más galerías
hasta atravesar la Alameda, por Arturo Prat llegarme a Las Tejas a tomar un
terremoto con pichanga, vagar por San Diego preguntando por libros imposibles,
entrar con la caída del sol al Normandie a ver alguna película vieja, bien
vieja ojalá; ir a bailar cueca al Huaso Enrique, rematar en Casa de Cena
conversando unas piscolas con Pariente, embalarse al Mercado a por unos
mariscales con su tecito frío, por supuesto... de vuelta a Estación Central,
comprar lentes de sol cuneta, tomar un bus al litoral central, ojalá la vuelta
larga por San Antonio para dormir un par de horas antes de llegar a Mirasol y
seguir, seguir volviendo...
1 comentario:
Notable!!!
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