al señor Richard
Wagner
Era día de audición en la Academia Nacional de Música.
En las altas instancias se había decidido el estudio de una obra de cierto
compositor alemán (cuyo nombre, olvidado desde entonces, felizmente se nos
escapa); y tal maestro extranjero, si había que creer en diversos memoranda
publicados por la Revue de Deux Mondes, ¡era nada menos que el creador de una
música «nueva»!
Así pues, los músicos de la Ópera se encontraban
reunidos para poner, como suele decirse, las cosas en claro y descifrar la
partitura del presuntuoso innovador.
El momento era grave. El director de la Academia
apareció en escena y entregó al director de orquesta la voluminosa partitura en
litigio. Éste la abrió, la leyó, se estremeció y declaró que la obra le parecía
inejecutable en la Academia de Música de París.
—Explíquese —dijo el director de la Academia.
—Señores —respondió el director de orquesta—, Francia no podría responsabilizarse
de truncar, por una defectuosa interpretación, el pensamiento de un
compositor... sea cual sea su nacionalidad. Sin embargo, en las partituras de
orquesta especificadas por el autor figura... un instrumento militar caído ya
en desuso y que no tiene intérprete entre nosotros; ese instrumento, que hizo
las delicias de nuestros padres tenía antaño un nombre: el chinesco. Creo que
la radical desaparición del chinesco en Francia nos obliga a declinar, muy a
pesar nuestro, el honor de esta interpretación.
Tal discurso había sumido al auditorio en ese estado que
los fisiologistas llaman comatoso. ¡El Chinesco! Los más viejos apenas
recordaban haberlo oído en su infancia. Pero les hubiera resultado muy difícil,
hoy en día, poder precisar su forma. De repente, una voz pronunció estas
inesperadas palabras:
—Con su permiso, creo que yo conozco uno —todas las cabezas se volvieron;
el director de orquesta se levantó de un salto.
—¿Quién ha hablado?
—Yo, los platillos —respondió la voz.
Un instante después, los platillos estaban en el escenario rodeados,
adulados y asediados con impacientes preguntas.
—Sí —continuaban—, conozco a un viejo profesor de chinesco, maestro en su
arte y sé que aún vive.
Todos exhalaron un grito. ¡Los platillos aparecieron
como un salvador! El director de orquesta abrazó a su joven satélite (porque
los platillos eran todavía jóvenes). Los trombones enternecidos le animaban con
sus sonrisas; un contrabajo le envió un envidioso guiño; el tambor se frotaba
las manos: «¡Llegará lejos!», gruñía. En fin, en ese rápido instante, los
platillos conocieron la gloria.
A continuación, una comisión, precedida por los platillos, salió de la
Ópera hacia Batignolles, a cuyas profundidades se había retirado, lejos del
ruido, el austero virtuoso. Llegar, preguntar por el viejo, subir los nueve
pisos, tirar del pelado cordón de su llamador y esperar, jadeando, en el
descansillo, fue para nuestros embajadores cuestión de un segundo.
De pronto, todos se descubrieron: un hombre de aspecto venerable, con el
rostro rodeado de plateados cabellos que caían en largos rizos sobre sus
hombros, una cabeza a lo Béranger, un personaje de romanza, estaba en pie en el
umbral y parecía invitar a los visitantes a penetrar en su santuario. ¡Era él!
Entraron.
La ventana, enmarcada por plantas trepadoras, estaba abierta al cielo, en
ese purpúreo momento del maravilloso crepúsculo. Los asientos eran escasos: la
litera del profesor sustituyó, para los delegados de la Ópera, a las otomanas,
a los poufs, que abundan demasiado a menudo en las casas de los músicos
modernos. En los rincones se veían viejos chinescos; aquí y allá yacían varios
álbumes cuyos títulos llamaban la atención. El primero era: ¡Primer amor!,
melodía para chinesco solo, seguido de Variaciones Brillantes sobre la Coral de
Lutero, concierto para tres chinescos. Después, un septeto de chinescos (gran
unisón), titulado LA CALMA. Luego una obra de juventud (un poco empañada de
romanticismo): Danza Nocturna de Jóvenes Moriscos en la Campiña de Granada, en
el peor momento de la Inquisición, gran bolero para chinesco; finalmente, la obra
del maestro: El Ocaso de un Bello Día, obertura para ciento cincuenta
chinescos. Los platillos, muy emocionados, tomaron la palabra en nombre de la
Academia Nacional de Música.
—¡Ah! dijo con amargura el viejo maestro—, ¿ahora se acuerdan de mí?
Debería... Mi país ante todo. Señores, iré. Al haber insinuado el trombón que
la partitura parecía difícil contestó el profesor tranquilizándolos con una
sonrisa:
—No importa.
Y tendiéndoles sus pálidas manos, curtidas en las
dificultades de tan ingrato instrumento, dijo:
—Hasta mañana, señores, a las ocho, en la Ópera.
Al día siguiente, en los pasillos, en las galerías, en
la concha del inquieto apuntador, hubo una terrible emoción: se había propagado
la noticia. Todos los músicos, sentados ante sus atriles, esperaban, con el
arma en la mano. La partitura de la nueva música no tenía, ahora, sino un
interés secundario. De repente, la puerta trasera dio paso al hombre de antaño.
¡Estaban dando las ocho! Ante el aspecto del representante de la antigua
música, todos se pusieron en pie, rindiéndole homenaje como señal de
posteridad. El patriarca llevaba en su brazo, cubierto con un humilde forro de
sarga, el instrumento de los tiempos pasados, que tomaba, de ese modo, las
proporciones de un símbolo. Tras atravesar por entre los atriles y encontrar,
sin dudar, su camino, se sentó en su antiguo sitio, a la izquierda del tambor.
Después de afianzar en su cabeza un gorro de lustrina negra y una visera sobre
sus ojos, descubrió el chinesco y la obertura comenzó.
Pero, con los primeros compases y desde la primera
mirada a la partitura, la serenidad del viejo virtuoso pareció ensombrecerse;
en seguida, un angustioso sudor perló su frente. Se inclinó, como para leer
mejor y, con el ceño fruncido, sus ojos pegados al manuscrito que hojeó
enfebrecidamente, apenas respiraba...
¿Era tan extraordinario, lo que el viejo leía, para
turbarle de ese modo? ¡En efecto! El maestro alemán, por unos celos tudescos,
se había complacido, con aspereza germánica, con maldad rencorosa, en erizar la
parte del Chinesco de dificultades casi insuperables. Se sucedían rápidas,
ingeniosas, repentinas, ¡era un desafío! Juzguen ustedes: la partitura se
componía, solamente, de silencios. Sin embargo, incluso para aquellas personas
que no son del oficio, ¿qué hay más difícil de interpretar, para el Chinesco,
que el silencio?... ¡Y era un CRESCENDO de silencios lo que tenía que
interpretar el viejo artista!
Al ver eso se puso tieso; un movimiento febril se le
escapó... Pero nada, en su instrumento, traicionó las emociones que le
agitaban. No se movió ni una campanilla. ¡Ni un cascabel! Nada de nada. Se
notaba que lo dominaba a fondo. ¡Él también era un maestro! Tocó. ¡Sin vacilar!
Con un dominio, una seguridad, un brío, que llenó de admiración a toda la
orquesta. Su interpretación, siempre sobria, pero llena de matices, era de un
estilo tan matizado, de un acabado tan puro que, cosa extraña, por momentos,
¡parecía que se le oía!
Los bravos estaban a punto de estallar por todas partes
cuando un inspirado furor se encendió en el alma clásica del viejo virtuoso. Con
los ojos llenos de ira y agitando ruidosamente su instrumento vengador que
parecía como un demonio suspendido sobre la orquesta:
—Señores —vociferó el digno profesor—, ¡renuncio! No comprendo nada. ¡No se
escribe una obertura para un solo! ¡Yo no puedo tocar!, es demasiado difícil.
¡Protesto!, ¡en nombre del Sr. Clapisson! Aquí no hay melodía. ¡Es una
cencerrada! ¡El Arte está perdido! Caemos en el vacío.
Y, fulminado por su propio delirio, cayó.
En su caída, agujereó el bombo y desapareció en su
interior como cuando se desvanece una visión.
¡Lástima!, él se llevaba, al sepultarse en los profundos
flancos del monstruo, el secreto de los encantos de la antigua música.
en Cuentos crueles,
1883
1 comentario:
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