Repentinamente...
horriblemente... ella se despierta. ¿Qué ha ocurrido? Ha ocurrido algo
horrible. No, no ha ocurrido nada. Es sólo el viento que estremece la casa,
sacudiendo las ventanas, golpeando un hierro del techo y haciendo temblar su
cama. Las hojas pasan aleteando frente a su ventana, alejándose hacia arriba;
en la avenida un periódico completo se agita en el aire como una cometa perdida
y cae clavándose en un pino. Hace frío. El verano ha terminado... es otoño,
todo es feo. Los carros pasan ruidosamente, balanceándose de lado a lado; des
chinos avanzan a pasitos cargados con un balancín de madera del que penden los
cestos cargados de verduras... sus coletas y sus blusas azules volando al
viento. Un perro blanco de tres patas pasa aullando frente a la cerca. ¡Todo ha
terminado! ¿Qué ha terminado? ¡Oh, todo! Y ella empieza a recogerse el pelo
con dedos temblorosos, sin atreverse a mirar en el espejo. En el vestíbulo,
mamá había con la abuela.
–¡Una perfecta
idiota! Imagínate, dejar todo en la cuerda con un tiempo como éste... Ahora mi
mejor mantel de Tenerife está hecho jirones. ¿Qué es ese olor tan raro? ¡Se
quema el porridge! ¡Oh, cielos, este
viento!
A las diez tiene
lección de música. Ante esta idea, empieza a sonar en su cabeza el movimiento en
tono menor de Beethoven, con sus trinos largos y terribles como el redoble de
pequeños tambores... Marie Swanson corre por el jardín de la casa de al lado
para recoger los crisantemos antes de que se destrocen. La falda se le vuela
por encima de la cintura, ella trata de bajársela, de metérsela entre las
piernas mientras se agacha, pero de nada sirve... el viento se la levanta.
Todos los árboles y arbustos se agitan a su alrededor. Ella arranca las flores
tan rápido como puede, pero está muy aturdida. No sabe lo que hace: arranca
las plantas de raíz y dobla y retuerce los tallos, patalea y maldice.
–¡Por el amor de
Dios, dejen cerrada la puerta del frente! ¡Entren por atrás! –grita alguien. Y
después la voz de Bogey:
–Mamá, te llaman
por teléfono. Teléfono, mamá. Es el carnicero.
¡Qué horrible es la
vida... un asco, simplemente un asco! Y ahora, para colmo, se le ha roto el
elástico del sombrero. Por supuesto. Se pondrá su vieja boina y se escabullirá
por atrás. Pero mamá la ha visto.
–¡Matilde! ¡Matilde!
¡Regresa de inmediato! ¿Qué diablos te has puesto en la cabeza? Parece un
cubretetera. ¿Y por qué tienes esa melena cubriéndote la frente?
–No puedo
demorarme, mamá. Llegaré tarde a mi clase.
–¡Regresa de
inmediato!
No lo hará. No lo
hará. Odia a su madre.
–¡Vete al infierno!
–grita, y corre calle abajo.
En olas, en nubes,
en grandes remolinos el polvo golpea, trayendo con él briznas de paja y
pedregullo y abono. Los árboles de los jardines rugen y, desde el fondo de la
calle donde vive el señor Bullen ¡llega el lamento del mar: “¡Ah... ah...!”.
Pero la sala del
señor Bullen está silenciosa como una caverna. Las ventanas están: cerradas;
entrecerrados los postigos, y ella no ha llegado tarde. La
chica–que–está–antes ha comenzado a tocar “A un iceberg”, de MacDowell. El
señor Bullen le lanza una mirada y esboza una sonrisa.
–Siéntate –te
dice–. Siéntate en un rincón del sofá, damita.
Qué divertido es.
No es que se ríe de uno, exactamente... pero hay algo... ¡Oh, qué tranquilo
está todo aquí! Le gusta esta habitación. Huele a sarga, a humo rancio y a
crisantemos. Hay un gran jarrón lleno de crisantemos sobre la chimenea, junto a
la desteñida fotografía de Rubinstein... a mon ami Robert Bullen... Sobre el
negro y reluciente piano está colgado “Soledad”, un cuadro que representa a una
mujer morena y trágica vestida de blanco, sentada sobre una roca con las
piernas cruzadas y el mentón apoyado en las manos.
–¡No, no! –dice el
señor Bullen, y se inclina sobre la otra chica y toca ese pasaje en el piano,
pasando sus manos por encima de los hombros de la otra. ¡La muy estúpida... se
sonroja! ¡Qué ridícula!
Ahora la
chica–que–está–antes se ha Ido, la puerta del frente se cierra de un portazo.
El señor Bullen regresa y camina de arriba a abajo muy suavemente, esperándola,
¡Qué extraordinario! Sus dedos tiemblan tanto que no puede deshacer el nudo de
su carpeta de música. Es el viento... Y su corazón late con tanta violencia que
le parece que le levanta y le baja la blusa con cada latido. El señor Bullen no
dice una palabra. En el ajado y rojo taburete del piano entran dos personas. El
señor Bullen se sienta junto a ella.
–¿Empiezo con las
escalas? –pregunta ella, retorciéndose las manos–. También tenía unos
arpegios.
Pero él no responde.
Ella cree que ni siquiera la ha oído... y entonces, de repente, su fresca mano,
la que tiene el anillo, se extiende y abre el tomo de Beethoven.
–Vamos a hacer algo
del viejo maestro –dice.
Pero por qué le
habla con tanta amabilidad... con tantísima amabilidad... y como si se
conocieran desde muchísimo tiempo atrás y lo supieran todo uno del otro.
Lentamente, él
vuelve la página. Ella observa su mano... es una mano hermosa y siempre parece
recién lavada.
–Estamos aquí –dice
el señor Bullen.
Oh, esa voz
amable... Oh, ese movimiento en tono menor. Aquí vienen los pequeños
tambores...
–¿Hago la
repetición?
–Sí, pequeña.
Su voz es
demasiado, demasiado amable, las corcheas y los trinos bailan de arriba a abajo
en el pentagrama come negritos sobre una cerca. Por qué es tan... Ella no
llorará... no tiene por qué llorar...
–¿Qué te pasa,
pequeña?
El señor Bullen le
toma las manos. Su hombro está justo junto a su cabeza. Se apoya un poquito en
él, pone su mejilla contra la áspera mezclilla.
–La vida es tan horrible
–murmura, pero siente en absoluto que sea horrible. El dice algo acerca de
“esperar” y “marcar el tiempo” y “ese raro ser que es unas mujer”, pero ella no
lo escucha. Es tan cómodo esto… Para siempre.
De repente la
puerta se abre y aparece Marías que ha llegado horas antes de su clase.
–Toca el alegretto
un poco más rápido –dijo el señor Bullen, y se levanta y empieza a caminar de
arriba a, abajo una vez más.
–Siéntate en el
rincón del sofá, damita –le dice a Marie.
El viento, el
viento. Es aterrador estar aquí sola en su cuarto. La cama, el espejo, el jarro
y la jofaina blancos relucen como el cielo. La cama es lo más aterrador. Allí
está, profundamente dormida... ¿Acaso mamá se imagina por un momento que ella
zurcirá todas esos zoquetes anudados sobre la colcha que parecen serpientes? No
lo hará. No, mamá. No veo por qué debo hacerlo... ¡El viento... el viento! Hay
un raro olor a hollín que se cuela por la chimenea. ¿Alguien le ha escrito
poemas al viento?... “Traigo flores frescas a las hojas y lluvia”. ¡Qué
tontería!
–¿Eres tú, Bogey?
–Vamos a caminar
por la explanada, Matilde. No aguanto más.
–Ahora mismo. Me
pondré el impermeable. ¡Qué día espantoso!
El impermeable de
Bogey es igual al de ella. Abrochándose el cuello, se mira en el espejo. Tiene
el rostro pálido, los dos tienen los mismos ojos excitados y los labios calientes.
¡Ah, qué bien conoce a esos dos del espejo! Hasta luego, querido, regresaremos
pronto.
–Esto es mejor, ¿no
es cierto?
–Agárrate de mi
brazo –dice Bogey.
No pueden caminar
tan rápido como quisieran. Con las cabezas gachas, apenas rozándose las
piernas, dan zancadas como una sola y ansiosa persona a través de la ciudad,
por el asfalto que zigzaguea y junto a! que crece salvaje el hinojo, hasta
llegar a la explanada. Obscurece... empieza a obscurecer. El viento es tan
fuerte que tienen que esforzarse por avanzar, tambaleándose como dos borrachos.
Todas las pobres plantitas de pohutukawa
de la explanada se doblan hasta el suelo. –¡Vamos! ¡Vamos! ¡Acerquémonos más!
El mar está muy alto por encima de la escollera. Se quitan los sombreros y el
pelo se les vuela hasta la boca, con gusto a sal. El mar está tan revuelto que
las olas no rompen sino que golpean contra el áspero muro de piedra,
absorbiendo las algas de los goteantes peldaños. Una fina llovizna de agua de
mar azota la explanada. Bogey y ella están cubiertos de gotas, en la boca
siente un sabor frío y húmedo.
A Bogey le está
cambiando la voz. Cuando habla recorre todos los extremos de la escala. Es
divertido... hace reír... y de algún modo está de acuerdo con el día. El viento
se lleva sus voces... lejos vuelan sus frases como delgadas saetas.
–¡Más rápido! ¡Más
rápido!
Ya está muy
obscuro. En el puerto, las barcazas carboneras tienen dos luces: una en el
mástil y otra en la popa.
–Mira, Bogey. Mira
allí.
Un gran vapor negro
que deja escapar una larga columna de humo, con las escotillas iluminadas, con
luces en todas partes, está saliendo al mar. El viento no lo detiene, corta las
olas en dirección al paso que se abre entre las rocas puntiagudas, en camino
a... Es la luz lo que lo hace parecer tan bello y misterioso... Ellos están a
bordo, con los brazos entrelazados y apoyados en la barandilla.
–...¿Quiénes son?
– Son hermanos.
–Mira, Bogey, allí
está la ciudad. ¿No parece pequeña? Allí está al reloj del correo dando la hora
por última vez. AHÍ está la explanada por la que caminamos aquel día ventoso.
¿Te acuerdas? Aquel día lloré en mi clase de música... ¡Cuántos años atrás!
Adiós, islita, adiós…
Ahora la obscuridad
extiende un manto sobre las aguas revueltas. Ya no se ven las siluetas de esos
dos. Adiós, adiós. ¡No nos olviden!... Pero ahora el barco se ha ido. El
viento... el viento.
en Dicha y otros cuentos, 1980
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