jueves, abril 12, 2012

“La vista desde la casa de la señora Thompson”, de David Foster Wallace







UBICACIÓN: BLOOMINGTON, ILLINOIS
FECHAS: 11-13 DE SEPTIEMBRE DE 2001
TEMA: OBVIO


SINÉCDOQUE: Al más puro estilo del Medio Oeste, la gente de Bloomington no es que sea poco amigable, pero suele ser reser­vada. Un desconocido te sonreirá con calidez, pero lo normal es que no se produzca esa charla informal entre desconocidos que se da en las zonas de espera o en las colas de las cajas del super­mercado. Pero ahora, gracias al Horror, hay algo de que hablar que vence todas las inhibiciones, como si de alguna manera es­tuviéramos todos de pie juntos y acabáramos de ver el mismo accidente de tráfico. Ejemplo: conversación que oigo en la cola de la caja registradora de Burwell Oil (que viene a ser el Neiman Marcus de los complejos de gasolinera/supermercado de carretera: centralmente ubicado en la mediana de los dos carri­les de la autopista local, y con el tabaco a los mejores precios de la ciudad, es un tesoro municipal) entre una mujer con una bata de cajera de Oseo y un hombre con una chaqueta de operario cortada a la altura de los hombros para confeccionar una especie de chaleco hecho en casa: «Mis chavales pensaban que era todo una película tipo Independence Day hasta que se dieron cuenta de que daban la misma película en todos los canales». (La mujer no dijo qué edad tenían sus chavales).

MIÉRCOLES: Todo el mundo ha sacado banderas. En las casas, en las tiendas. Es raro: nunca ves a nadie sacar una bandera, pero el miércoles por la mañana han aparecido de la nada. Banderas grandes, pequeñas y banderas del tamaño normal de banderas. Muchos vecinos de por aquí tienen esos mástiles de bandera in­clinados sobre la puerta principal de sus casas, esos cuyo soporte lleva cuatro tornillos Phillips. También hay millares de esas banderitas pequeñas de mano que normalmente se ven en los des­files: en algunos jardines las hay a docenas, clavadas en el suelo por todas partes, como si hubieran brotado de la noche a la ma­ñana. La gente que vive en las carreteras rurales coloca esas banderitas en los buzones que tienen junto a la carretera. Un buen número de coches las llevan encajadas en la rejilla o sujetas a la antena. Hay gente adinerada que tiene mástiles; sus banderas ondean a media asta. Bastantes casas grandes de la zona de Franklin Park o en la sección este tienen enormes banderas de varios niveles estilo gonfalón que cuelgan de sus fachadas. Es un mis­terio total dónde la gente puede comprar banderas tan grandes o cómo las han conseguido poner ahí, o cuándo.

Mi vecino de al lado, un contable jubilado y veterano de las Fuerzas Aéreas cuya casa y cuyo jardín están cuidados de mane­ra fenomenal, tiene un mástil de madera anodizado de tamaño reglamentario y colocado sobre un soporte de cuarenta y cinco centímetros de cemento reforzado que a ninguno de los demás vecinos les gusta demasiado porque les da la impresión de que va a atraer los rayos. El dice que para tener la bandera a media asta hay que seguir una etiqueta muy particular: primero tienes que subirla arriba del todo y luego bajarla hasta la mitad. De otra manera viene a ser un insulto. Su bandera está muy recta y on­dea elegantemente al viento. Es de lejos la bandera más grande de nuestra calle. El viento también se oye en los campos de maíz que hay al sur; suena más o menos igual que suenan las olas sua­ves cuando uno está a dos dunas de distancia de la orilla del mar. La driza del poste del señor N... tiene elementos metálicos que repican contra el poste cuando hace viento, que es otra cosa que a los vecinos no les gusta demasiado. La entrada de su casa y la de la mía están casi juntas, y él está ahí fuera con una escalera de mano sacando brillo a su poste con una especie de ungüento especial y un trapo de gamuza -no les estoy tomando el pelo-, aunque bajo el sol matinal es verdad que su poste metálico res­plandece como la cólera de Dios.

—Qué bandera y qué accesorios de despliegue tan chulos, se­ñor N...
—Ya pueden serlo. Me han costado lo suyo.
—¿Ha visto todas las demás banderas que hay por todas par­tes esta mañana?

Eso le hace bajar la vista y sonreír, aunque un poco lúgubre­mente.

—Hay que ver, ¿no?

El señor N... no es lo que uno llamaría un vecino de al lado de lo más simpático. La verdad es que yo solamente lo conozco porque su iglesia y la mía están en la misma liga de softball, para la que él trabaja con gran seriedad y precisión como encargado de estadísticas de su equipo. No somos íntimos. Con todo, él es el primero al que le pregunto:

—Dígame, señor N..., supongamos que alguien como por ejemplo un extranjero o un reportero de la tele o alguien así se le acercara y le preguntara qué propósito tienen todas estas ban­deras después de lo que pasó ayer. ¿Qué contestaría usted?
—Bueno — (al cabo de un momento de mirarme con la mis­ma cara con la que normalmente mira mi jardín) —, mostrar nuestro apoyo por lo que está pasando, como americanos. [1]

Lo que trato de decir en definitiva es que el miércoles aquí se vive una extraña presión acumulativa para que saques una bandera. Aunque el propósito de sacar una bandera es hacer una declaración, parece que llegado cierto punto de densidad de banderas uno está haciendo una declaración más grande si no la saca. No está del todo claro cuál sería dicha declaración, sin em­bargo. ¿Y si uno simplemente no tiene ninguna bandera? ¿De dónde ha sacado todo el mundo esas banderas, sobre todo esas pequeñitas que uno puede sujetar al buzón? ¿Son todas del Cuatro de Julio y la gente las guarda, como los adornos de Na­vidad? En las Páginas Amarillas no viene nada por «Bandera». Llegado un punto, empieza a notarse la tensión. Nadie pasa ca­minando o para el coche y dice: «Eh, ¿cómo es que tu casa no tiene una bandera?», pero resulta cada vez más fácil imaginar que lo piensan. Hasta una especie de casa medio derrumbada que hay al final de la calle y que todo el mundo creía que estaba abandonada tiene una de esas banderitas pequeñas con el palo clavado entre los matorrales junto a la entrada para coches. Re­sulta que ninguna de las tiendas de alimentación de Bloomington vende banderas. La tienda grande de artículos de regalo que hay en el centro no tiene más que cosas de Halloween. Sola­mente hay unas pocas tiendas abiertas, pero hasta las que están cerradas tienen fuera alguna clase de bandera. Es casi surrealis­ta. El local de los Veteranos de Guerras Extranjeras es obvia­mente un buen sitio donde probar suerte, pero no puede abrir hasta mediodía, si es que abre (tiene un bar). La mujer del mos­trador de Burwell Oil alude a cierto supermercado repulsivo KWIK'N'EZ que hay junto a la 1-55 y en la que está bastante segura de que recuerda haber visto unas cuantas banderitas de plástico en las estanterías junto a todas las bandanas y las gorras de la NASCAR, pero para cuando llego allí ya no les quedan, se las ha llevado una gente desconocida. La dura realidad es que en esta ciudad no queda una sola bandera. Está claro que robar una del jardín de alguien es impensable. Me encuentro de pie den­tro de un KWIK'N'EZ iluminado por lámparas fluorescentes y tengo miedo de irme a casa. Con tanta gente que ha muerto, y yo estoy histérico por una bandera de plástico. Las cosas no se ponen realmente feas hasta que la gente empieza a acercarse a mí y a preguntarme si me encuentro bien, y yo tengo que mentir y decirles que es una reacción a la difenhidramina (que es verdad que puede pasar).

... Y así hasta que, en uno más de los extraños giros del des­tino y las circunstancias que nos trae el Horror, es el propieta­rio en persona del KWIK'N'EZ (que, por cierto, es paquistaní) quien me ofrece consuelo y un hombro donde llorar y una ex­traña forma de comprensión silenciosa, y quien me deja pasar al almacén y sentarme en medio de todos los pequeños vicios e in­dulgencias imaginables que América puede ofrecer, y allí reco­brar la compostura, y quien muy poco después, mientras toma­mos un extraño té perfumado en vasos de plástico con mucha leche, me sugiere que use cartulina y rotuladores indelebles, lo cual explica mi ya amada y orgullosamente exhibida bandera de fabricación casera.

VISTAS DESDE EL AIRE Y DESDE EL SUELO: Aquí todo el mun­do recibe el periódico informativo local, el Pantagraph, al que la mayoría de los nativos que conozco tienen un odio cerval. Imaginen ustedes, digamos, un periódico universitario con re­cursos abundantes y codirigido por Bill O'Reilly y Martha Stewart. El titular del miércoles es: «¡atacados!» Después de dos páginas de material de Associated Press, uno llega al verda­dero Pantagraph. Todo lo que sigue es textual. Los grandes titu­lares locales del miércoles son: «CIUDADANOS ATURDIDOS PASAN POR MUCHAS EMOCIONES; EL CLERO ABRE LOS BRAZOS PARA AYUDAR A LA GENTE A SOPORTAR LA TRAGEDIA; PROFESOR DE LA ILLINOIS STATE UNIVERSITY DICE QUE BLOOMINGTON Y NORMAL NO SON OBJETIVOS PROBABLES; LOS PRECIOS DE LAS GASOLINERAS SE DISPARAN; AMPUTADO PRONUNCIA DISCURSO INSPIRADOR». Hay una foto a media página de un alumno del instituto de secundaria Bloomington Central Catholic rezando el rosario en respuesta al Horror, lo cual quiere decir que algún fotógrafo de la plantilla entró y disparó con el flash a la cara de un pobre chaval traumatizado que estaba rezando. El editorial del 12 de septiembre empieza diciendo: «La masacre que he­mos visto a través de los ojos de las cámaras en Nueva York y Washington D. C. todavía parece sacado de una película de Hollywood no apta para menores».

Bloomington es una ciudad de sesenta y cinco mil habitan­tes situada en la parte central de un estado extremada y enfáti­camente llano, de forma que sus elementos sobresalientes se pueden ver desde muy lejos. Aquí convergen tres autopistas in­terestatales y varias líneas de ferrocarril. La ciudad está casi exac­tamente a medio camino entre Chicago y Saint Louis, y tiene su origen en el hecho de que era una estación importante de la línea ferroviaria. Bloomington es el lugar natal de Adlai Stevenson y la supuesta ciudad natal del coronel Blake de M*A*S*H. Tiene una ciudad gemela más pequeña, Normal, que está cons­truida alrededor de una universidad pública y que no tiene nada que ver. Las dos ciudades juntas tienen unos ciento diez mil habitantes.

En relación con lo que son las ciudades del Medio Oeste, lo único notable que tiene Bloomington es su prosperidad. Es casi inmune a las recesiones. En parte esto se debe a la agricultura y la ganadería del condado, que tiene una fertilidad extraor­dinaria y cuya hectárea es tan cara que una persona normal y corriente ni siquiera puede averiguar cuánto cuesta. Pero Bloom­ington es también la sede nacional de la aseguradora State Farm, que es el gran dios oscuro de los seguros para el consumidor del país y en la práctica se puede decir que es la propietaria de la ciudad, y es por eso por lo que la sección este de Bloomington ahora es todo complejos de cristal ahumado y zonas urbanizadas por corporaciones y una carretera de circunvalación de seis carri­les llena de centros comerciales y franquicias que están matando el viejo centro de la ciudad, además de crear una ruptura todavía más grande entre las dos clases y culturas básicas del lugar, per­fectamente representadas por el gran cochazo y la camioneta de toda la vida, respectivamente. [2]

El invierno aquí es una putada sin piedad, pero en los meses de calor Bloomington se parece mucho a una comunidad cos­tera salvo por el hecho de que aquí el océano es el maíz, que crece como si tomara esteroides y se extiende hasta el horizon­te en todas direcciones. La ciudad en sí en verano es intensa­mente verde: árboles que bañan de sombra las calles, casas con jardines explosivos, docenas de parques manicurados, campos de béisbol, campos de golf que uno casi necesita protección ocular para mirar y amplios parterres de césped sin malas hierbas y cortados con herramientas especiales de forma que quedan exactamente alineados con la acera. [3] Para ser sincero, es todo un poco siniestro, sobre todo en pleno verano, cuando no hay nadie en la calle y todo ese verde está ahí fuera asándose de calor.

Como la mayoría de las ciudades del Medio Oeste, Bloomington-Normal está atiborrada de iglesias: hay cuatro páginas completas en el listín. Desde los unitarios hasta los pentecostales de ojos saltones. Hasta hay una iglesia para agnósticos. Pero a excepción de la iglesia —además, supongo, de los desfiles de siempre, los fuegos artificiales y un par de festivales del maíz— no existe mucha comunidad pública. Todo el mundo tiene a su fa­milia y sus vecinos y un círculo estrecho de amistades. La gente es reservada (el término local para referirse a la conversación in­formal es «visita»). Básicamente todo el mundo juega al softball o al golf y hace barbacoas, y mira cómo sus hijos juegan al fút­bol, y a veces va a ver películas comerciales...

...Y ven cantidades inmensas, vertiginosas, de televisión. Y no me refiero solamente a los niños. Algo que es obvio pero que aun así hay que tener en cuenta en relación con Bloomington y el Horror es que la realidad —cualquier percepción que tiene la gente del mundo de fuera— es principalmente televisiva. El skyline de Nueva York, por ejemplo, es tan reconocible aquí como en cualquier otra parte, pero es reconocible por la televi­sión. La tele es también un fenómeno más social que en la Costa Este, donde por lo que yo he vivido la gente se pasa casi todo el tiempo saliendo de casa para ir a encontrarse con otra gente en persona en lugares públicos. Por aquí no suele haber fiestas ni reuniones sociales: lo que se hace en Bloomington es quedar todos en casa de alguien y ver algo por la tele.

En Bloomington, por tanto, tener una casa sin tele implica convertirse en una presencia constante tipo Kramer en las casas de los demás, en el invitado perpetuo de una gente que no aca­ba de entender por qué alguien no quiere tener tele pero que respetan por completo tu necesidad de ver la tele, y que te ofre­cen acceso a la suya de la misma forma instintiva en que se aga­chan para echarte una mano si te caes por la calle. Y esto es es­pecialmente cierto en el caso de una situación de crisis que hay que ver necesariamente, como las elecciones de 2000 y como el Horror de esta semana. Lo único que has de hacer es llamar a alguien que conoces y decirle que no tienes tele.

—Bueno, pues ven corriendo, chaval.

martes: Hay tal vez diez días al año en que en Bloomington hace un tiempo precioso, y este 11 de septiembre es uno de ellos. El aire está despejado y templado y maravillosamente seco des­pués de varias semanas de haber tenido todos una sensación bas­tante parecida a vivir en el sobaco de alguien. Es justo antes de que empiece el grueso de la cosecha, que es cuando hay más polen en la región y un gran porcentaje de la población va co­locado de difenhidramina, que como probablemente sepan us­tedes suele darle a la primera hora de la mañana una especie de cualidad onírica y submarina. En cuestión horaria, vamos una hora por detrás de la Costa Este. Para las ocho de la mañana, todo el mundo que tiene trabajo ya está trabajando, y el resto de la gente está en casa tomando café y sonándose la nariz y viendo Today o uno de los programas matinales de las otras cadenas que se emiten (no hace falta decirlo) desde Nueva York. A las ocho de la mañana del martes yo personalmente estaba en la ducha, intentando escuchar un post-mórtem de los Bears en la emisora radiofónica deportiva WSCR de Chicago.

La iglesia a la que pertenezco está en el sur de Bloomington, cerca de mi casa. La mayoría de la gente a la que conozco lo bastante como para pedirles si puedo ir a su casa a ver la tele son miembros de mi iglesia. No es una de esas iglesias donde la gen­te va soltando el nombre de Jesús continuamente o habla del fin de los tiempos, pero se lo toman bastante en serio, y la gente de la congregación llega a conocerse bien y a tener relaciones bas­tante íntimas. Por lo que yo sé, la mayoría de los miembros son nativos de la zona. La mayoría son de clase obrera o están jubila­dos de la misma. Hay algunos que tienen pequeños negocios. Bastantes son veteranos de guerra y/o tienen hijos en el ejérci­to o —sobre todo— en la reserva, porque es lo que hacen muchas de esas familias para pagarse la universidad.

La casa en la que termino sentado con champú en el pelo viendo cómo se despliega el Horror pertenece a la señora Thomp­son, que es una de las personas de setenta y cuatro años más ge­niales del mundo y exactamente la clase de persona a cuya casa sabes que puedes ir en caso de emergencia aunque su teléfono comunique. Vive a un kilómetro y medio de donde yo vivo, al otro lado de un parque de caravanas. Las calles no están abarro­tadas, pero tampoco están tan vacías como lo van a estar dentro de poco. La señora Thompson vive en una diminuta e inmacu­lada casa de una sola planta que en la Costa Oeste llamarían un bungalow y que en el sur de Bloomington llamamos una casa. La señora Thompson es miembro de la iglesia desde hace mu­cho tiempo y es una líder de la congregación, y su sala de estar acostumbra a ser una especie de centro de reuniones. También es la madre de uno de mis mejores amigos de aquí, F..., que es­tuvo con los Rangers en Vietnam y recibió un disparo en la ro­dilla y ahora trabaja para un contratista instalando diversas clases de tiendas de franquicias en centros comerciales. Está en me­dio de un divorcio (larga historia) y vive con la señora Thomp­son mientras el tribunal decide lo que se hace con su casa. F... es uno de esos veteranos que no hablan de la guerra ni pertenecen a los Veteranos de Guerras Extranjeras, aunque a veces se mues­tra ensimismado de forma sombría, y el fin de semana del Me­morial Day se marcha en silencio de acampada, y se nota que lleva cosas bastante graves en la cabeza. Como la mayoría de la gente que trabaja en la construcción, se despierta muy tem­prano, y ya hacía mucho rato que se había ido para cuando yo llegué a casa de su madre, que resultó ser justo después de que el segundo avión impactara contra la Torre Sur, o sea, probable­mente alrededor de las ocho y diez.

Visto de forma retrospectiva, la primera señal de un posible shock fue el hecho de que no llamé al timbre sino que entré sin más, que es algo que normalmente uno por aquí no haría jamás. Gracias en parte a las conexiones de su hijo en el sector, la se­ñora Thompson tiene un televisor Philips de pantalla plana de cuarenta pulgadas en el que Dan Rather aparece un segundo en mangas de camisa y con el pelo ligeramente despeinado. (La gente de Bloomington parece preferir aplastantemente las noti­cias de la CBS; no está claro el porqué). Ya hay aquí otras mu­chas mujeres de la iglesia, pero no sé si he intercambiado salu­dos con nadie porque recuerdo que al entrar yo todo el mundo estaba mirando anonadado una de las pocas imágenes de vídeo que la CBS nunca volvió a emitir: un plano muy general de la Torre Norte en el que se veía la retícula de acero desnuda de los pisos superiores en llamas y varios puntos desprendiéndose del edificio y desplomándose pantalla abajo por entre el humo, puntos que luego un repentino acercamiento del plano reveló que era gente con abrigos y corbatas y faldas y con los zapatos cayéndoseles mientras ellos caían, algunos colgando de cornisas o de vigas y luego soltándose, cabeza abajo o retorciéndose mientras caían, y hubo una pareja que casi pareció (es inverificable) que se estaban abrazando mientras caían por todos aquellos pisos y se convirtieron de nuevo en puntos cuando la cámara regresó de repente a un plano general —no tengo ni idea de cuánto tiempo habían durado las imágenes—, después de lo cual la boca de Dan Rather pareció moverse un segundo sin que emergiera ningún sonido, y todos los que estábamos en la sala nos reclinamos en nuestras sillas y nos miramos entre nosotros con unas expresiones que parecían al mismo tiempo infantiles y terriblemente ancianas. Creo que una persona o dos hicieron alguna clase de ruido. No estoy seguro de qué más decir. Parece grotesco hablar de estar traumatizado por unas imágenes en vídeo cuando la gente en el vídeo estaba muriendo. Algo rela­cionado con el hecho de que también se les cayeran los zapatos lo hacía todavía peor. Creo que aquellas señoras mayores se lo tomaron mejor que yo. Luego la repulsiva belleza de las imáge­nes repetidas del segundo avión al chocar contra la torre, el azul y el plateado y el negro y el espectacular anaranjado de las mis­mas, mientras caían más puntos en movimiento. En la sala había dos sillas más, y un enorme sofá de pana que a F... y a mí nos había obligado a desatornillar la puerta principal de sus bisagras para meterlo en la casa. Todos los asientos estaban ocupados, lo cual significaba, creo, que había unas cinco o seis personas más, la mayoría mujeres, todas mayores de cincuenta años, y aún se oían más voces en la cocina, una de las cuales pertenecía a la psicológicamente delicada señora R..., a quien no conozco muy bien pero de quien se dice que antaño había sido una belle­za de gran reputación local. Muchas de los presentes eran las ve­cinas de la señora Thompson, y algunas todavía iban en bata, y en diversos momentos hubo quien salió para ir a su casa a hacer una llamada y luego regresó, o bien se marchó del todo (una mujer joven se fue a sacar a sus hijos de la escuela), y después vino más gente. En un momento dado, más o menos a la hora en que la Torre Sur estaba cayendo de una forma tan aparente­mente perfecta sobre sí misma (recuerdo haber pensado que se caía igual que se cae una dama elegante, pero fue el hijo nor­malmente bastante inútil e irritante de la señora Bracero, Duane, el que señaló que en realidad era como si uno cogiera unas imágenes de un despegue de la NASA y las pasara hacia atrás, lo cual ahora, después de haberlo visto varias veces, parece total­mente clavado), había por lo menos una docena de personas en la casa. La sala de estar estaba en penumbra porque en verano aquí todo el mundo tiene siempre las cortinas cerradas. [4]

¿Es normal no recordar las cosas muy bien cuando solamen­te ha pasado un par de días, o por lo menos el orden de las cosas? Yo sé que en un momento dado se estuvo oyendo fuera duran­te un rato el ruido de alguien que cortaba el césped, lo cual pa­recía totalmente grotesco, pero no recuerdo si alguien hizo algún comentario al respecto. A veces parecía que nadie decía nada y a veces que todo el mundo estaba hablando al mismo tiempo. También había mucha actividad telefónica. Ninguna de esas mu­jeres tiene teléfono móvil (Duane tiene un busca cuya función no está clara), así que solo estaba el viejo aparato de pared que la señora Thompson tiene en la cocina. No todas las llamadas tenían sentido racional. Un efecto secundario del Horror era un deseo abrumador de llamar a todos tus seres queridos. Muy pronto quedó claro que no se podía llamar a Nueva York: mar­car el 212 solo te devolvía un extraño sonido ululante. La gente no paraba de pedirle permiso a la señora Thompson, hasta que ella les dijo que se dejaran de tonterías y que por el amor de Dios usaran el teléfono y se acabó. Algunas de las mujeres se po­nían en contacto con sus maridos, que estaban al parecer todos reunidos en torno a los televisores y las radios en sus diversos lugares de trabajo. Durante un rato los jefes estuvieron demasia­do aturdidos como para mandar a la gente a sus casas. La señora Thompson tenía café hecho, pero otra señal de la crisis era que si querías uno te lo tenías que ir a buscar: en circunstancias nor­males aparecía sin más. Desde la puerta de la cocina recuerdo ver que se caía la segunda torre y no estar seguro de si era una repetición del derrumbe de la primera. Otra cosa que tiene la fiebre del heno es que no puedes estar seguro del todo de si alguien está llorando, pero durante las dos horas de Horror en directo, con informes añadidos del avión estrellado en Pensilvania y del traslado de Bush a un bunker de la Comandancia Estra­tégica del Aire y de un coche bomba que estallaba en Chicago (esta última noticia después se desmintió), casi todo el mundo o bien lloró o bien estuvo a punto, dependiendo de las capaci­dades relativas de cada cual. La señora Thompson era la que menos decía de todos. No creo que llorara, pero tampoco se mecía en su balancín como de costumbre. La muerte de su pri­mer marido fue al parecer repentina y espeluznante, y sé que durante la guerra F... estuvo en el campo de batalla y ella se pasó semanas enteras sin tener noticias de él y sin saber siquiera si estaba vivo. La principal contribución de Duane Bracero era no parar de repetir cuánto se parecía aquello a una película. Duane, que tiene por lo menos veinticinco años pero sigue vi­viendo en casa de sus padres mientras supuestamente estudia para ser soldador, es una de esas personas que siempre llevan ca­misetas de camuflaje y botas militares pero que jamás soñaría con alistarse (y para ser justos, yo tampoco). También llevaba puesta su gorra, cuya parte delantera promocionaba algo llama­do SLIPKNOT, porque no se la había quitado al entrar en casa de la señora Thompson. Siempre parece ser importante tener alrededor por lo menos a una persona a la que odiar.

Resultó que la causa del derrumbe que estaba teniendo en la cocina la pobre y nervuda señora R... era que tenía o bien una hija de su sobrina o una prima segunda que estaba con alguna clase de beca en Time Inc., en el Edificio Time-Life o como se llamara, del cual lo único que sabían la señora R... y quien fue­ra que se las había apañado para llamar es que era un rascacielos vertiginosamente alto situado en alguna parte de Nueva York, así que ahora la mujer estaba loca de preocupación, y otras dos señoras llevaban con ella todo el tiempo cogiéndole las manos y tratando de decidir si llamaban a su médico (la señora R... tie­ne una historia médica), y yo terminé haciendo en gran medida lo único bueno que pude hacer en todo el día, que fue expli­carle a la señora R... donde estaba el Midtown de Manhattan. Salió entonces a la luz que ninguna de las personas con las que estaba presenciando el Horror -ni siquiera las dos señoras que habían ido a ver el musical Cats como parte de un viaje de grupo organizado por su iglesia en 1991- tenían la menor idea de la planificación urbana de Nueva York y no sabían, por ejemplo, lo increíblemente lejos que estaban el distrito financiero y la estatua de la Libertad; esto último hubo que enseñárselo se­ñalando el océano que se veía en primer plano en el skyline que todas conocían tan bien (de la tele).

Aquella pequeña lección de geografía de pacotilla fue el principio de una sensación de alienación hacia aquella buena gente que se fue acumulando en mí durante toda la parte del Horror en que la gente huía del polvo y de los escombros. Estas mujeres de quienes hablo no son tontas ni ignorantes. La seño­ra Thompson puede leer latín y español, y la señorita Voigtlander es una terapeuta del habla certificada que una vez me expli­có que el extraño ruido como de tragar saliva que hace Tom Brokaw, el presentador de la NBC, y que distrae tanto cuando lo escuchas, es un defecto del habla que se llama «ele glotal». Fue una de las señoras que estaban en la cocina apoyando a la señora R... quien señaló que el 11 de septiembre era el aniver­sario de los Acuerdos de Camp David, algo que ciertamente yo desconocía.

Lo que aquellas señoras de Bloomington eran, o eso me em­pezaba a parecer, es inocentes. En la sala había lo que a muchos americanos les parecería una sorprendente y pronunciada falta de cinismo. Por ejemplo, a ninguno de los presentes se les ocurrió hacer ningún comentario sobre el hecho de que era un poco extraño que los tres presentadores de las tres cadenas fueran en mangas de camisa, o considerar la posibilidad de que el hecho de que Dan Rather estuviera despeinado podía no ser del todo accidental, o que la repetición constante de imágenes horribles pudiera no estar teniendo lugar solamente en caso de que hu­biera espectadores que acabaran de encender el televisor y toda­vía no las hubieran visto. Ninguna de las señoras pareció darse cuenta de que los extraños ojos pequeños y apagados del presi­dente parecían estar acercándose cada vez más entre sí a lo largo de su discurso grabado, ni tampoco del hecho de que algunas de sus frases sonaban idénticas casi hasta el plagio a las que había pronunciado hacía un par de años Bruce Willis (interpretando, recuerden, a un chiflado de derechas) en Estado de sitio. Ni tam­poco del hecho de que si ver cómo se desplegaba el Horror resultaba tan profundamente extraño era por lo menos en parte debido al hecho de que algunos planos y escenas eran reflejos increíblemente fieles de las tramas de todas aquellas películas, desde La jungla de cristal 1 a 3 hasta Air Forcé One. Nadie era lo bastante sofisticado como para interponer la enfermiza y obvia queja posmoderna: Esto Ya Lo Hemos Visto. En cambio, lo que hacían era sentirse muy mal y rezar. En el grupo de la señora Thompson no había nadie lo bastante nauseabundo como para incitar a todo el mundo a rezar en voz alta o a formar un círculo de oración, pero aun así se notaba lo que estaban haciendo.

No se equivoquen ustedes, esto es en gran medida algo bue­no. Te obliga a pensar y a hacer cosas que lo más seguro es que no harías si estuvieras solo, como por ejemplo, mientras estabas viendo el discurso, cerrar los ojos y rezar, en silencio y con fer­vor, por que te estuvieras equivocando sobre el presidente, por que tu visión de él estuviera tal vez distorsionada y él en reali­dad fuera mucho más inteligente y sustancial de lo que tú creías, y no un simple gólem sin alma o un nexo de intereses corpora­tivos trajeado, sino un estadista valiente y probo y... y está bien, es bueno rezar así. Es simplemente que tener que hacerlo te hace sentir un poco solo. Puede ser un poco agotador estar rodeado de gente verdaderamente decente e inocente. Ni por un mo­mento voy a sugerir que todo el mundo que conozco en Bloomington es como la señora Thompson (por ejemplo, su hijo, F..., no lo es, aunque es una persona excepcional). Más bien estoy intentando explicar que una parte de lo horrible que resultó el Horror venía de saber, en el fondo de mi corazón, que la Amé­rica que los pilotos de aquellos aviones odiaban tanto era en mucha mayor medida mi América, y la de F..., y la del pobre y detestable Duane, que la de aquellas señoras.


2001



Notas

[1] Más: otras respuestas selectas de diversos momentos de la caza de bande­ras de aquel día, cuando las circunstancias permitían hacer la pregunta sin parecer un listillo o un chiflado:
«Para mostrar que somos americanos y que no vamos a hincar la rodilla ante nadie».
«Es un pseudoarquetipo clásico, un sermón reflexivo diseñado para adelan­tarse a la función crítica y negarla» (estudiante de posgrado).
«Por orgullo».
«Lo que hacen es simbolizar la unidad y que estamos todos juntos detrás de las víctimas en esta guerra y que esta vez han ido a tocarle los cojones a la gente equi­vocada, amigo».
[2] Pese a la impresión que tiene alguna gente, el acento de por aquí no es tanto acento sureño como simplemente rural. Los trasplantados de las corpora­ciones de la ciudad, por otro lado, no tienen ningún acento. En palabras de la se­ñora Bracero, la gente de State Farm «habla como la gente de la tele».
[3] La gente de por aquí está muy, muy metida en el tema del cuidado del cés­ped. Mis vecinos lo cortan con tanta regularidad como se afeitan.
[4] La sala de estar de la señora Thompson es también prototípica de la ciu­dad de Bloomington: ventanas de doble hoja, cortinas blancas de Sears con vo­lantes, reloj comprado por catálogo con fondo de patos silvestres, revistero de fibra de madera con ejemplares del Christian Science Monitor y el Reader's Digest, estanterías empotradas que se usan para exhibir figuritas coleccionables y fotos enmarcadas de parientes y de las familias de estos. Hay dos dechados de punto con la Desiderata y la Oración de san Francisco de Asís, antimacasares en todas las sillas buenas y moqueta de pared a pared tan tupida que no te ves los pies (la gen­te se quita los zapatos en la entrada: es una muestra básica de cortesía).




en Hablemos de langostas, 2007














No hay comentarios.: