sábado, marzo 10, 2012

“Libertad”, de Jonathan Franzen

Fragmento






A Walter nunca le habían gustado los gatos. Los consideraba  los sociópatas del mundo de las mascotas, una especie domesticada como un mal necesario para el control de los roedores y pos­teriormente convertida en fetiche de la misma manera que los países infelices convierten en fetiches a sus militares, saludando a los uniformes de los asesinos igual que los dueños de los gatos acarician el precioso pelaje de sus animales y perdonan sus uñas y colmillos. En la cara de un gato nunca había visto nada salvo egoísmo y una remilgada indiferencia; bastaba con incitar a uno con un ratón de juguete para ver cuáles eran sus verdaderas in­clinaciones. Sin embargo, hasta que se fue a vivir a la casa de su madre, había tenido que lidiar con otros muchos males peores Sólo ahora, cuando recaía en él la responsabilidad de los estragos causados por la población de gatos asilvestrados en las tierras que él administraba para Nature Conservancy, cuando el daño infligido a su lago por Canterbridge Estates se agravó debido a la agresión de los animales domésticos en libertad de los vecinos, su prejuicio antifelino creció hasta convertirse en la clase de sufri­miento y resquemor contundentes y cotidianos que a todas luces necesitaban los varones depresivos de la familia Berglund para conceder significado y contenido a sus vidas. El resquemor que le había sido útil durante los dos años anteriores —el sufrimiento por las motosierras y las excavadoras y las detonaciones a pequeña escala y la erosión, por los martillos y las cortadoras de azulejos y el rock clásico de los estéreos portátiles— se había acabado y necesitaba algo nuevo.

Algunos gatos son asesinos holgazanes o ineptos, pero Bobby, negro de patas blancas, no era uno de ellos. Bobby tenía astucia suficiente para retirarse a la casa de los Hoffbauer al anochecer, cuando los mapaches y los coyotes se convertían en un peligro, pero todas las mañanas de los meses sin nieve se lo veía hacer nuevas incursiones por la orilla sur deforestada y entrar en la finca de Walter para matar. Gorriones, pipilos, tordos, mascaritas, azu­lejos, jilgueros, carrizos. Los gustos de Bobby eran universales, su capacidad de concentración ilimitada. Nunca se cansaba de matar, y como tenía el defecto añadido de la deslealtad o la ingratitud, rara vez se molestaba en llevar las presas a sus dueños. Capturaba y jugueteaba y descuartizaba, y luego a veces comía un poco, pero normalmente se limitaba a abandonar el cadáver. El despejado bosque herboso que se extendía por debajo de la casa de Walter y el hábitat lindante eran zonas especialmente atractivas para las aves y para Bobby. Walter tenía a mano una pequeña pila de pie­dras para lanzárselas, y en una ocasión había acertado de pleno con un tiro acuoso mediante la boquilla a presión de la manguera del jardín. Pero Bobby pronto había aprendido a quedarse en el bosque a primera hora de la mañana, esperando a que Walter se marchara al trabajo. Algunas tierras de Conservancy se hallaban tan lejos que a menudo se ausentaba varias noches, y cuando vol­vía, casi invariablemente se encontraba con una nueva carnicería en la pendiente de detrás de la casa. Si eso solo hubiese sucedido en ese único lugar, tal vez lo habría tolerado, pero lo desquiciaba saber que ocurría por todas partes.

Y, sin embargo, era demasiado blando y respetuoso con la ley para matar a la mascota de otra persona. Pensó en llevar allí a su hermano Mitch para acometer la tarea, pero los antecedentes penales de Mitch desaconsejaban correr ese riesgo, y Walter sabía que Linda Hoffbauer probablemente se limitaría a conseguir otro gato. Sólo después del fracaso de su diplomacia y esfuerzos didác­ticos del segundo verano, y después de que el marido de Linda Hoffbauer le obstruyese la entrada del camino de acceso con nieve una vez más de lo tolerable, decidió que si bien Bobby no era más que un gato entre setenta y cinco millones de gatos en Estados Unidos, había llegado el momento de que Bobby pagara personalmente su sociopatía. Walter consiguió una trampa e instrucciones detalladas por medio de uno de los contratistas que libraban una guerra casi desesperada contra los animales asilvestrados en las tierras de Conservancy, y una mañana de mayo, antes del amanecer, colocó la trampa, cebada con hígados de pollo y beicon, en el camino que Bobby acostumbraba a tomar para acceder a su finca. Sabía que, con un gato listo, uno tenía una sola oportunidad para usar una trampa. Los maullidos que llegaron del pie de la pendiente al cabo de dos horas fueron música para sus oídos. Sin pérdida de tiempo, llevó a su Prius la trampa, que se agitaba y olía a mierda, y la metió en el maletero. Como Linda Hoffbauer nun­ca le había puesto collar a Bobby —demasiado restrictivo para la preciada libertad de su gato, cabía suponer—, a Walter le fue muy fácil, después de un viaje en coche de tres horas, dejar al animal en una protectora de Minneapolis, donde lo sacrificarían o se lo endosarían a una familia urbana que lo tendría dentro de su casa.

No estaba preparado para la depresión que lo asaltó en el viaje de regreso desde Minneapolis. El sentimiento de pérdida y desperdicio y pesar: la sensación de que Bobby y él en cierto modo habían estado casados, y de que incluso un matrimonio espantoso generaba menos soledad que la ausencia de matrimonio. Contra su voluntad, se representó la severa jaula en la que ahora viviría Bobby. Sabía que era absurdo pensar que echaría de menos a los Hoffbauer personalmente—los gatos no hacían más que utilizar a las personas—, y aun así, su privación de libertad tenía algo digno de lástima.

Hacía ya casi seis años que vivía solo y había encontrado ma­neras de sobrellevarlo. La delegación estatal de Conservancy, que en otro tiempo había dirigido él y cuya estrecha relación con em­presas y multimillonarios, ahora le despertaba escrúpulos de con­ciencia, había atendido su deseo de ser contratado de nuevo como administrador de tierras de bajo rango y, en los meses de frío ex­tremo, como ayudante para tareas burocráticas que resultaban especialmente largas y tediosas. No favorecía de forma espectacu­lar las tierras que supervisaba, pero tampoco las perjudicaba, y los días que conseguía pasar solo entre las coníferas, los somorgujos, las juncias y los pájaros carpinteros eran, felizmente, olvidadizos. Su otro trabajo —redactar propuestas para subvenciones, repasar el material publicado sobre poblaciones de fauna silvestre, hacer campaña telefónica a favor de un nuevo impuesto sobre las ventas para financiar un fondo de Conservación del Medio Ambiente en el Estado, que finalmente había cosechado en las elecciones de 2008 más votos incluso que Obama— era igualmente inobje­table. Por la noche se hacía una de las cinco cenas sencillas que ahora se molestaba en prepararse, y luego, como ya no podía leer novelas, ni escuchar música ni hacer nada relacionado con los sentimientos, se obsequiaba con unas partidas de ajedrez y póquer por ordenador y, a veces, con la clase de pornografía descarnada que no guardaba ninguna relación con las emociones humanas.



en Libertad, 2011








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