Que la Japonesita grite allá adentro. Que aprenda a ser mujer a la fuerza, como aprendió una. Está buena la fiesta. La Lucy baila con Octavio, pero ella es la única capaz de hacer que la fiesta se transforme en una remolienda de padre y señor mío, ella, porque es la Manuela. Aunque tiemble aquí en la oscuridad rodeada de guano de gallina tan viejo que ya ni siquiera olor le queda. Esas no son mujeres. Ella va a demostrarles quién es mujer y cómo se es mujer. Se quita la camisa y la dobla sobre el tramo de la escalera. Y los zapatos... sí, los pies desnudos como una verdadera gitana. También se quita los pantalones, y queda desnudo en el gallinero, con los brazos cruzados sobre el pecho y eso tan extraño colgándole. Se pone el vestido de española por encima de la cabeza y los faldones caen a su alrededor como un baño de tibieza porque nada puede abrigarla como estos metros y metros de fatigada percala colorada. Se entalla el vestido. Se arregla los pliegues alrededor del escote... un poco de relleno aquí donde no tengo nada. Claro, es que una es tan chiquilla, la gitanilla, un primor, apenas una niñita que va a bailar y por eso no tiene senos, así, casi como un muchachito, pero no ella, porque es tan femenina, el talle quebrado y todo... la Manuela sonríe en la oscuridad del gallinero mientras se pone detrás de la oreja la amapola de gasa que le prestó la Lucy. Haz lo que quieras con la Japonesita. Total, qué tiene que ver ella con el asunto. Ella no es más que la gran artista que ha venido a la casa de la Japonesa a hacer su número, loca, loca, quiere divertirse, siente las manos pesadas de Pancho pulsándola esa noche como quien no quiere la cosa cuando nadie lo está mirando, agarrones, sí señor, agarrones y de los buenos. Que hagan lo que quieran con ella, treinta hombres. Ojalá tuviera una otra edad para aguantar. Pero no. Duelen las encías. Y las coyunturas, ay, cómo duelen las coyunturas y los huesos y las rodillas en la mañana, qué ganas de quedarse en la cama para siempre, para siempre, y que me cuiden. Con tal que la Japonesita se decida esta noche. Que se la lleve Pancho. Que haga circular su sangre pálida por ese cuerpo de pollo desplumado, sin vello siquiera donde debía tenerlo porque ya es grande, pobre, no sabe lo que se pierde, las manos de Pancho que aprietan mi linda, no seas tonta, no pierdas la vida, y yo que soy tu amiga, yo, la Manuela, voy a ir a bailar para que todo sea alegre como debe ser y no triste como tú porque cuentas peso y peso y no gastas nada... y esa flor que tengo en el pelo. La Manuela avanza a través del patio entallándose el vestido. Tan flaca, por Dios, a nadie le voy a gustar, sobre todo porque tengo el vestido embarrado y las patas embarradas y se quita una hoja de parra que se le pegó en el barro del talón y avanza hasta la luz y antes de entrar escucha oculta detrás de la puerta, mientras se persigna como las grandes artistas antes de salir a la luz.
en El lugar sin límites, 1966
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