Los Ángeles, 2019: cielo color naranja, contaminado por lluvias ácidas,
perforado por penachos de llamas, suspendido por encima de las pirámides de las
grandes “Corporaciones” cuyas enormes moles recuerdan la imagen de los templos
precolombinos de Teotihuacán. La imagen está por doquier: sobre los
rascacielos, en los aires, detrás de las vitrinas inundadas por la lluvia… Una
multitud ruidosa y heterogénea, occidental, hispánica y asiática, pulula por
las calles sucias, se lanza por los pasajes, corre entre los detritos, los
chorros de vapor y los charcos de agua donde se refleja el cintilar de las
imágenes multicolores.
Blade Runner, que Ridley Scott llevó a la pantalla en 1982, es una obra maestra de ciencia-ficción contemporánea y el punto de llegada o uno de los desenlaces de esta historia, cuando la guerra de las imágenes se convierte en una cacería de los “replicantes”. Esos “replicantes” son unos androides creados para ejecutar tareas peligrosas sobre astros lejanos. Son copias tan perfectas del ser humano que apenas se distinguen de él, imágenes que se vuelven tan amenazantes que es indispensable “retirarlas”, es decir, eliminarlas. Algunos “replicantes” están dotados de una memoria injertada, que se basa en un puñado de viejas fotografías, falsos recuerdos destinados a inventar y a mantener, en todas sus partes, un pasado que jamás existió. Antes de expirar, el último androide mostró al ser humano que le perseguían los horizontes de un saber sin límites, de una experiencia casi metafísica, adquirida en los confines del universo, en el deslumbramiento de la puerta de Tannhäuser que ningún ojo humano ha contemplado jamás.
Al descubrir la falsa imagen, la réplica demasiado perfecta, más real
que el original, la creación demiúrgica y la violencia homicida de la
destrucción iconoclasta, la imagen portadora de la historia y el tiempo,
cargada de saberes inaccesibles, la imagen que se escapa al que la concibió y
se vuelve contra él, el hombre enamorado de la imagen que él inventó… Blade Runner no da ninguna clave del
futuro –la ciencia-ficción nunca nos enseña más que nuestro presente– sino que
es un repertorio de los temas que se han manifestado durante cinco siglos sobre
la vertiente hispánica, antes mexicana, del continente americano. Esos temas
son el origen de este libro. Temas múltiples para explorar a largo plazo,
aunque sólo sea para esbozar pistas, para indicar vías.
La guerra de las imágenes. Tal vez sea uno de los acontecimientos
mayores de este fin de siglo. Difícil de precisar, disimulado en las trivialidades
periodísticas o en los meandros de una tecnicidad hermética, dicha guerra
abarca, más allá de las luchas por el poder, temas sociales y culturales cuya
amplitud actual y futura aún somos incapaces de medir. “¿La paradoja más grande
no sería que estuviéramos en un mundo de ampliación de imágenes cuando creemos
estar aún bajo el poder del texto?” De las pantallas omnipresentes de Orwell a
los gigantescos letreros que rasgan la noche húmeda y luminosa de Los Ángeles
de Ridley Scott, la imagen ya ha invadido nuestro futuro.
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