A fin de evitar toda clase de reproches y malentendidos, debemos aclarar
que fue, al menos en el sentido literal, una expedición a ninguna parte. Trurl
no se había movido durante aquel tiempo de su casa, excepto los días pasados en
las clínicas y un corto viaje sin importancia a un planetoide. Sin embargo, en
el sentido profundo y elevado, fue una de las expediciones más lejanas que el
insigne constructor había emprendido, ya que le condujo a los mismos límites de
lo posible.
-¡Esto va mejor! -exclamó Trurl, no muy convencido. Las últimas palabras tenían sentido. ¿Te fijaste?
Avido de mocina sucia, pangel panchurroso,
fraga las mimositas...
El ciberotómano Cassio, cruel y cínico,
Cuando condesa Clara cortaba claveles,
Clamó: «¡En mi corazón candente cántico
El cupido te canta a cien centibeles!»
Cándida, le creía.. Cassio casquivano
Camela a la cuñada de cogote cano;
Una vez Trurl construyó una máquina de calcular que resultó ser capaz de
una sola operación: multiplicaba únicamente dos por dos, dando, encima, un
resultado falso. La máquina era, empero, muy ambiciosa y su disputa con su
propio constructor casi termina trágicamente. Desde entonces Clapaucio le amargaba
la vida a Trurl con sus pullas y sarcasmos, hasta que éste se enfadó y decidió
hacer una máquina que escribiera poemas. A este objeto Trurl reunió ochocientas
veinte toneladas de literatura cibernética y doce mil toneladas de poesía, y se
puso a estudiar. Cuando ya no podía aguantar más la cibernética, pasaba a la lírica
y viceversa. Al cabo de un tiempo se convenció de que la construcción de la máquina
era una pura bagatela al lado de su programación. El programa que tiene en la
cabeza un poeta corriente está creado por la civilización en cuyo medio ha
nacido, la cual, a su vez, ha sido preparada por la que la precedió; esta última,
por otra, más temprana todavía, y así, hasta los mismos comienzos del Universo
cuando las informaciones relativas al futuro poeta daban vueltas todavía caóticas
en el núcleo de la primera nebulosa. Para programar la máquina hacía falta,
pues, volver a repetir antes, si no todo el Cosmos desde el principio, por lo
menos una buena parte de él. La magnitud de la tarea hubiera hecho renunciar al
proyecto a cualquier persona que no fuera Trurl, pero al valiente constructor
ni se le ocurrió batirse en retirada. Lo primero que hizo fue inventar una máquina
que modelaba el caos y en la cual el espíritu eléctrico sobrevolaba las eléctricas
aguas, luego añadió el parámetro de la luz, luego el de las nebulosas, acercándose
así, paso a paso, a la primera época glaciar, lo que sólo fue posible gracias a
que su máquina modelaba, durante una quintomillardécima fracción de segundo,
cien septillones de acontecimientos en cuatrocientos octillones de lugares a la
vez; si alguien supone que Trurl se equivocó en alguna cifra, puede comprobar
personalmente todos los cálculos. Iba Trurl modelando los inicios de la
civilización, el tallado del sílex y el curtido de pieles, saurios y diluvios,
el cuadrupedismo y el rabismo; luego hizo al pre-rostro-pálido que dio origen
al rostro-pálido, inventor de la primera máquina, y así se desarrollaba la obra
por eones y milenios, en medió del susurro de torbellinos y corrientes eléctricas.
Cuando en la máquina modeladora escaseaba espacio para la época siguiente,
Trurl le fabricaba un nuevo compartimiento; de esos admíniculos se creó una
especie de pueblo con cables y lámparas tan enmarañados que ni el mismo diablo
los podía ordenar. Sin embargo, Trurl salía del paso, y sólo dos veces tuvo que
repetir lo mismo: una vez, por desgracia, fue obligado a volver casi al
principio, porque le salió que Abel mató a Caín y no Caín a Abel (por culpa de
un cortocircuito de la línea que se había quemado), la segunda vez bastó con
retroceder trescientos millones de años solamente, hasta el mesozoico medio, ya
que en vez del primer pez que dio origen al primer saurio que dio origen al
primer mamífero que dio origen al primer mono que dio origen al primer rostro-pálido,
pasó una cosa incomprensible: salió que en lugar del rostro-pálido le salió a
Trurl el postre-cocido. Según parece, una mosca se metió en la máquina, dando
un golpe al interruptor operacional superconductor. Fuera de eso, todo iba como
una seda. Fueron modelados el medioevo y la antigüedad y los tiempos de las
grandes revoluciones, de modo que en ciertos momentos toda la máquina temblaba
y había que rociarla con agua y envolverla en trapos mojados, para que no
estallaran las lámparas que modelaban los más importantes progresos de la
civilización; esa clase de progreso, sobre todo reproducido con tanta rapidez,
por poco destroza todas las piezas delicadas. Hacia finales del siglo XX la máquina
cogió primero una vibración en diagonal y luego un temblor longitudinal, sin
ninguna causa aparente. Trurl se preocupó mucho y hasta preparó una cantidad de
cemento y grapas de hierro para salvarla en caso de que se derrumbara.
Afortunadamente, no hubo que recurrir a medios tan extremos: tras pasar por el
siglo XX la máquina recuperó su marcha normal. Después de esto vinieron las
sucesivas civilizaciones, cada una de cincuenta mil años de duración, de seres
perfectamente racionales, antepasados del misino Trurl; bobina tras bobina de
procesos históricos modelados caían en un contenedor, y eran tantas que mirando
con un catalejo desde lo alto de la colina, no se podían abarcar con la vista
todos aquellos montones. ¡Y pensar que todo esto era para fabricar un poetastro
cualquiera, por más bueno que fuera! ¡Esos son los resultados del exceso de
celo científico! Finalmente los programas quedaron listos; sólo faltaba escoger
lo más esencial de ellos, ya que, en caso contrario, el aprendizaje del
electropoeta hubiera costado muchos millones de años.
Trurl gastó dos semanas para introducir en su futuro electrovate los
programas generales; luego vino la afinación de circuitos lógicos, emocionales
y semánticos. Hubiera querido invitar a Clapaucio a la puesta en marcha, pero
reflexionó y optó por hacer la primera prueba solo. La máquina pronunció en el
acto una conferencia sobre el pulido de prismas cristalográficos para el
estudio inicial de pequeñas anomalías magnéticas. Trurl debilitó, pues, los
circuitos lógicos y reforzó los emocionales: la máquina reaccionó con un acceso
de hipo y luego con otro de llanto, para balbucear finalmente con gran esfuerzo
que la vida era horrible. Trurl reforzó la semántica y construyó un adminículo
para la voluntad la máquina manifestó que se le debía obedecer en todo y exigió
que se le añadieran seis pisos a los nueve de que constaba para poder dedicarse
a pensar en el enigma de la existencia. Trurl le instaló un estrangulador filosófico
y entonces la máquina no le quiso hablar más y empezó a darle sacudidas con la
corriente. Tras grandes súplicas; consiguió que le cantara una corta canción: «tengo
una gatita con cola blanquita», pero aquí pareció haberse agotado su
repertorio. Trurl se puso a atornillar, estrangular, reforzar, aflojar,
regular, hasta ponerla, según creía, en su punto. Entonces la máquina lo
obsequió con un poema de tal clase que dio gracias a Dios por haberle inspirado
prudencia. ¡Cómo se hubiera reído Clapaucio oyendo aquellas innominables
infracoplas, para cuya preparación había sido derrochado el modelo operativo de
la creación del Cosmos y de todas las civilizaciones posibles! Acto seguido, el
constructor instaló en el artefacto seis filtros antigrafómanos; le costó
trabajo porque se le partían como cerillas. Por fin los hizo de corindón para
que aguantaran. Las cosas parecían ir mejor: Trurl aumentó la semántica, conectó
el generador de rimas y... por poco le tira una bomba a la máquina cuando ésta
le manifestó que deseaba ser misionero entre las tribus estelares indigentes.
Sin embargo, en el último momento, cuando ya se preparaba a atacarla con un
martillo, tuvo una idea salvadora: arrancó todos los circuitos lógicos y colocó
en su sitio unos egocentrizadores autoguiados con acoplamiento narcisista. La máquina
osciló, se rió, lloró y dijo que tenía un dolor en el tercer piso, que estaba
harta, que la vida era incomprensible y todos los vivos unos villanos, que iba
a morir pronto y que sólo tenía un deseo: que la recordaran cuando ella ya no
estuviera aquí. Luego pidió papel para escribir. Trurl respiró, cortó la
corriente y se fue a dormir. Al día siguiente visitó a Clapaucio. Este, al oír
que se le invitaba a presenciar el arranque del Electrobardo (así decidió Trurl
llamar a la máquina), dejó todo su trabajo y acudió corriendo sin cambiarse de
ropa, tanta prisa tenía de ser testigo ocular del fracaso de su amigo.
Trurl conectó primero los circuitos de incandescencia, luego dio una
corriente débil, subió corriendo unas cuantas veces por la estruendosa escalera
de chapas de hierro (el Electrobardo se parecía a un enorme motor naval,
rodeado de galerías de acero, recubierto de planchas remachadas, con innúmeros
relojes y válvulas), hasta que, enfebrecido, cuidando de que las tensiones anódicas
estuvieran en orden, dijo que, para entrar en calor, la máquina empezaría por
una pequeña improvisación sin pretensiones. Luego, evidentemente, Clapaucio
podría sugerirle temas de poesías a su gusto y voluntad.
Cuando los indicadores de amplificación mostraron que la fuerza lírica
llegaba al máximo, Trurl dio la vuelta al interruptor general con una mano
apenas temblorosa y, rosa y, casi al instante, la máquina dijo en voz
ligeramente ronca, pero llena de encanto:
-Crocotulis patongatovitocarocristofónico.
-¿Esto es todo? -preguntó Clapaucio con una
extraordinaria amabilidad al cabo de un largo rato. Trurl apretó los labios,
dio a la máquina unos golpes de corriente y volvió a conectar. Esta vez el
timbre de la voz era mucho más puro. ¡Qué deleite, aquel barítono grave,
matizado de seductoras inflexiones!:
Apentulla norato talsones gordosos
En redeles cuvicla y mata torrijas
Erpidanos mañota y suple vencijas
Y mordientes purlones videa carposos
En redeles cuvicla y mata torrijas
Erpidanos mañota y suple vencijas
Y mordientes purlones videa carposos
-¿Qué idioma habla? -pregunto Clapaucio, observando
con perfecta calma un cierto pánico que agitaba a Trurl junto al armario de
mando. El constructor, haciendo un ademán de desespero, corrió finalmente
escalera arriba hacia la cumbre del coloso de acero. se lo veía por escotillas
abiertas arrastrándose a cuatro patas en los interiores de la máquina, se oían
sus martillazos, rabiosas palabrotas, ruidos de llaves y destornilladores; salía
de un agujero para meterse en otro, iba corriendo de galería en galería, hasta
que finalmente dio un grito triunfal, tiró al suelo una lámpara quemada que se
estrelló a un paso de los pies de Clapaucio (al que ni siquiera pidió perdón),
puso apresuradamente una nueva en su sitio, se limpió las manos con un pañito
de polvo y gritó a Clapaucio desde arriba que conectara la máquina. Se dejaron
oír entonces las siguientes palabras:
Tres solacias cryentes mondas
correaban,
Apelaida secuona mancionitas soma,
Recha pambre y grita, las fondas seaban,
Hasta que regruñente y sin ropa torna.
Apelaida secuona mancionitas soma,
Recha pambre y grita, las fondas seaban,
Hasta que regruñente y sin ropa torna.
-¡Esto va mejor! -exclamó Trurl, no muy convencido. Las últimas palabras tenían sentido. ¿Te fijaste?
-Bueno... si esto es todo... -dijo Clapaucio, sin
abandonar su extrema urbanidad.
-¡A la porra! -vociferó Trurl y volvió a desaparecer
dentro de la máquina, de donde empezaron a llegar golpes y ruidos, chasquidos
de descargas y ahogados juramentos del constructor; por fin sacó la cabeza por
una pequeña escotilla del tercer piso y gritó: ¡¡Aprieta ahora!!
Clapaucio lo hizo. El Electrobardo tembló desde la base hasta la cumbre
y empezó:
Avido de mocina sucia, pangel panchurroso,
fraga las mimositas...
Aquí se interrumpió el poema: Trurl arrancó con rabia un cable, la máquina
tuvo un estertor y se quedó muda. Clapaucio reía tanto que tuvo que sentarse en
el suelo. Trurl seguía zarandeando los cables y manecillas, de repente hubo un
chasquido, una sacudida, y la máquina pronunció en voz pausada y concreta:
Egoísmos, envidias -cosas de
bastardo-.
Lo verá el que quiere con Electrobardo
Medirse: un enano. Pero, ¡oh, Clapaucio,
Yo, grandioso poeta, pronto te desahucio!
Lo verá el que quiere con Electrobardo
Medirse: un enano. Pero, ¡oh, Clapaucio,
Yo, grandioso poeta, pronto te desahucio!
-¡Vaya! ¡No me digas! ¡Un epigrama! ¡Muy oportuno!
-exclamaba Trurl, girando sobre sí mismo cada vez más abajo, ya que estaba
bajando a la carrera por una estrecha escalerita de caracol, hasta que,
saltando afuera, casi chocó con su colega, que había cesado de reír, un tanto
sorprendido.
-Es malísimo -dijo en seguida Clapaucio-. Además, ¡no
es él, sino tú!
-Yo, ¿qué?
-Lo has compuesto tú de antemano. Lo reconozco
por el primitivismo, la malicia sin vigor y la pobreza de rimas.
-¿Eso crees? ¡Muy bien! ¡Pídele otra cosa! ¡Lo que quieras!
¿Por qué no dices nada? ¿Tienes miedo?
-No tengo ningún miedo. Estoy pensando -contestó Clapaucio,
nervioso, esforzándose en encontrar un tema de lo más difícil, ya que suponía,
no sin razón, que la discusión acerca de la perfección (o los defectos) del
poema compuesto por la máquina sería ardua de zanjar.
-¡Que haga un poema sobre la ciberótica! -dijo de pronto,
sonriendo-. Quiero que tenga máximo seis versículos y que se hable en ellos del
amor y de la traición, de la música, de altas esferas, de los desengaños, del
incesto, todo en rimas, ¡y que todas las palabras empiecen por la letra C!
-¿Por qué no pides de paso que incluya también toda la teoría
general de la automática infinita? -chillaba Trurl, fuera de sí-. ¡No se puede
poner condiciones tan creti...
La frase quedó sin terminar, porque ya vibraba en la nave el suave barítono:
El ciberotómano Cassio, cruel y cínico,
Cuando condesa Clara cortaba claveles,
Clamó: «¡En mi corazón candente cántico
El cupido te canta a cien centibeles!»
Cándida, le creía.. Cassio casquivano
Camela a la cuñada de cogote cano;
-¿Qué? ¿Qué te parece?
-Trurl le miraba con los brazos en jarras, pero Clapaucio ya estaba gritando:
-¡Ahora con la G! ¡Un cuarteto sobre un ser que era al
mismo tiempo una máquina pensante e irreflexiva, violenta y cruel, que tenía
dieciséis concubinas, alas, cuatro cofres pintados y en cada uno mil monedas de
oro con el perfil del emperador Murdebrod, dos palacios, y que llenaba su vida
con asesinatos y...
Golestano garboso gastaba gonela...
Empezó a recitar la máquina, pero Trurl saltó hacia la consola, pulsó el
interruptor y, protegiéndolo con su cuerpo, dijo con voz ahogada:
-¡Se acabaron las bromas tontas! ¡No permitiré que se
malogre un gran talento! ¡O encargas poemas decentes, o se levanta la sesión!
-¿Qué pasa? ¿No son versos decentes?... quiso discutir
Clapaucio.
-¡No! ¡Son unos rompecabezas, unos trabalenguas! ¡No he
construido la máquina para que resolviera crucigramas idiotas! ¡Lo que tú le
pides son malabarismos, y no el Gran Arte! Dale un tema serio, aunque sea difícil.
Clapaucio pensó, pensó mucho, hasta que de pronto frunció el ceño y dijo:
-De acuerdo. Que hable del amor y de la muerte pero
expresándose en términos de matemáticas superiores, sobre todo los del álgebra
de tensores. Puede entrar también la topología superior y el análisis. Que el
poema sea fuerte en erótica, incluso atrevido, y que todo pase en las esferas
cibernéticas.
-Estás loco. ¿Sobre el amor en el lenguaje matemático? No, verdaderamente,
deberías cuidarte -dijo Trurl, pero se calló en seguida: el Electrobardo se
puso a recitar:
Un ciberneta joven potencia extremas
Estudiaba, y grupos unimodulares
De Ciberias, en largas tardes estivales,
Sin vivir del Amor grandes teoremas.
¡Huye...!¡Huye, Laplace, que llenas mis días!
¡Tus versores, vectores que sorben mis noches!
¡A mí contraimagen! Los dulces reproches
Oír de mi amante, oh, alma, querías.
Un ciberneta joven potencia extremas
Estudiaba, y grupos unimodulares
De Ciberias, en largas tardes estivales,
Sin vivir del Amor grandes teoremas.
¡Huye...!¡Huye, Laplace, que llenas mis días!
¡Tus versores, vectores que sorben mis noches!
¡A mí contraimagen! Los dulces reproches
Oír de mi amante, oh, alma, querías.
Yo temblores, estigmas, leyes simbólicas
Mutaré en contactos y rayos hertzianos,
Todos tan cascadantes, tan archi- rollanos
Que serán nuestras vidas libres y únicas.
¡Oh, clases transfinitas! ¡Oh, cuánta potentes!
¡Continuum infinito! ¡Presistema blanco!
Olvido a Christoffel, a Stokes arranco
De mi ser sólo quiero tus suaves mordientes.
De escalas plurales abismal esfera
¡Enseña al esclavo de Cuerpos primarios
Contada en gradientes de soles terciarios
Oh, Ciberias altiva, bimodal entera!
Desconoce deleites quien, a esta hora,
En el espacio de Weyl y en el estudio
Topológico de Brouwer no ve el preludio
Al análisis de curvas que Moebius ignora.
¡Tu, de los sentimientos caso comitante!
Cuánto debe amarte, tan solo lo siente
Quien con los parámetros alienta su mente
Y en nanosegundos sufre, delirante.
Como al punto, base de la holometría,
Quitan coordenadas asíntotas cero,
Así el ciberneta, último, postrero
Soplo de vida quita del amor porfía
Mutaré en contactos y rayos hertzianos,
Todos tan cascadantes, tan archi- rollanos
Que serán nuestras vidas libres y únicas.
¡Oh, clases transfinitas! ¡Oh, cuánta potentes!
¡Continuum infinito! ¡Presistema blanco!
Olvido a Christoffel, a Stokes arranco
De mi ser sólo quiero tus suaves mordientes.
De escalas plurales abismal esfera
¡Enseña al esclavo de Cuerpos primarios
Contada en gradientes de soles terciarios
Oh, Ciberias altiva, bimodal entera!
Desconoce deleites quien, a esta hora,
En el espacio de Weyl y en el estudio
Topológico de Brouwer no ve el preludio
Al análisis de curvas que Moebius ignora.
¡Tu, de los sentimientos caso comitante!
Cuánto debe amarte, tan solo lo siente
Quien con los parámetros alienta su mente
Y en nanosegundos sufre, delirante.
Como al punto, base de la holometría,
Quitan coordenadas asíntotas cero,
Así el ciberneta, último, postrero
Soplo de vida quita del amor porfía
Aquí terminaron las Justas poéticas: Clapaucio se marchó inmediatamente
a casa, diciendo que no tardaría en volver con temas nuevos, pero no apareció más
por allí, temiendo dar a Trurl, a pesar suyo, otros motivos de orgullo; aquél,
por su parte, contaba que Clapaucio se fugó, incapaz de esconder una violenta
conmoción. En respuesta, su amigo afirmaba que desde la fabricación del
Electrobardo a Trurl se le subieron demasiado los humos a la cabeza.
Al poco tiempo, la noticia de la existencia del vate eléctrico llegó a
los poetas verdaderos, o sea corrientes. Indignados y heridos en lo más
profundo de su ser, decidieron ignorar la máquina, pero la curiosidad empujó a
unos cuantos a hacer una visita secreta al Electrobardo. Este los recibió
amablemente, en la sala llena de hojas escritas, ya que su producción artística
no se interrrumpía ni de día ni de noche. Los poetas pertenecían a la
vanguardia literaria, en cambio el Electrobardo creaba en el estilo
tradicional, puesto que Trurl, no demasiado ducho en poesía, basó los programas
inspiradores en las obras de los clásicos. Los visitantes se rieron, pues,
tanto del Electrobardo, que por poco le estallan los cátodos, y se marcharon,
triunfantes. Sin embargo, la máquina estaba equipada para la autoprogramación y
contaba con un circuito especial de intensificación ambicional con
interceptores de seis kiloamperios, así que pronto la situación cambió
totalmente. Desde entonces, los poemas eran oscuros, incomprensibles,
turpistas, mágicos y tan conmovedores que nadie comprendía una palabra. De modo
que, cuando el siguiente grupo de poetas acudió para reírse de la máquina ésta
les asestó una improvisación tan moderna que se les cortó el aliento. El
siguiente poema provocó un grave colapso de un autor maduro que tenía dos
premios nacionales y una estatua en el parque municipal. Desde aquel día, no
hubo poeta que resistiera al suicida antojo de retar al Electrobardo a un
torneo literario. Los autores venían de todas partes acarreando sacos y toneles
llenos de manuscritos. El Electrobardo dejaba declamar a cada uno lo suyo, cogía
al vuelo el algoritmo de aquella poesía y, basándose en él, replicaba con unos
versos mantenidos en el mismo espíritu, pero de doscientas veinte a trescientas
cuarenta y siete veces mejores.
En corto período de tiempo llegó a tener tanta práctica, que con uno o
dos sonetos derribaba al más afamado de los vates. Este fue el aspecto peor de
las cosas, ya que resultaba que de esas luchas sallan indemnes sólo los grafómanos
que, como todos saben, no son capaces de apreciar la diferencia entre los
versos buenos y malos; se marchaban, pues, impunes. Solamente uno de ellos se
rompió una vez una pierna, tropezando en la puerta con un gran poema épico del
Electrobardo, completamente nuevo, que empezaba con las siguientes palabras:
¡Oh, noche tenebrosa! ¡Noche
de misterios!
Una huella tangible, pero no certera...
Y el viento cálido, y tus ojos serios,
Y los pasos. Los pasos del que desespera.
Una huella tangible, pero no certera...
Y el viento cálido, y tus ojos serios,
Y los pasos. Los pasos del que desespera.
El Electrobardo diezmaba, en cambio, a los poetas auténticos,
indirectamente, por cierto, ya que no les hacía nada malo. No obstante, primero
un lírico de edad provecta y luego dos vanguardistas se suicidaron saltando de
un alto peñasco que, por un fatal concurso de circunstancias, se erigía junto
al camino entre la casa de Trurl y la estación de ferrocarriles.
Los poetas organizaron inmediatamente varias reuniones de protesta,
postulando el cierre y sellado de la máquina, pero, fuera de ellos, nadie se
preocupo por los luctuosos incidentes. Bien al contrario, las redacciones de
periódicos estaban muy satisfechas, puesto que el Electrobardo, escribiendo
bajo miles de seudónimos, siempre tenía listo un poema de dimensión indicada
para cada ocasión; su poesía circunstancial tenía tal calidad que los
ciudadanos agotaban en unos momentos tirajes enteros: en las calles se veían
rostros de expresión embelesada y soñadoras sonrisas, y se oían gentes
sollozando quedamente. Todo el mundo conocía los poemas del Electrobardo, el
ambiente ciudadano estaba saturado de preciosas rimas, y las naturalezas
particularmente sensibles, alcanzadas por una metáfora o una asonancia
especialmente lograda, incluso se desmayaban de impresión. El gigante de
inspiración estaba preparado para estos trances, produciendo al acto una
cantidad correspondiente de sonetos vivificadores.
Al mismo Trurl, su obra le acarreó serios problemas. Los clásicos, en su
mayoría ancianos, no le perjudicaron mucho, si no se toma en cuenta las piedras
con que le rompían sistemáticamente los vidrios, así como unas ciertas
sustancias, imposibles de nombrar aquí, que tiraban sobre las paredes de su
casa. Los jóvenes hacían cosas peores. Un poeta de la nueva ola, cuyos versos
se distinguían por tanta fuerza lírica como él mismo por la física, le propinó
una tremenda paliza. Mientras Trurl recobraba la salud en el hospital, los
incidentes se multiplicaban. No había día sin un nuevo suicidio o entierro;
ante la puerta del hospital se paseaban unos piquetes, incluso se oían
tiroteos, ya que muchos poetas, en vez de manuscritos, traían en sus carteras
unas pistolas para disparar contra el Electrobardo, a pesar de que las balas no
podían nada contra su cuerpo de acero. De vuelta a casa, Trurl, desesperado y
enfermo, tomó una noche la decisión de desmontar con sus propias manos al genio
que había creado.
Sin embargo, cuando se acercó, cojeando un poco, a la máquina, ésta,
viendo unas tenazas en su mano y el brillo de desesperación en sus ojos, estalló
en un lirismo tan apasionado suplicando gracia, que Trurl, deshecho en lágrimas,
tiró las herramientas y salió de allí abriéndose paso a través de la reciente
producción del electrogenio, cuya susurrante alfombra cubría el suelo de la
sala a la mitad de la altura de un hombre.
Sin embargo, cuando al mes siguiente vino el recibo de la electricidad
consumida por la máquina, Trurl por poco sufre un colapso. Le hubiese gustado
consultar el caso con su amigo Clapaucio, pero éste desapareció, como si se lo
hubiera tragado la tierra. A falta de quien le aconsejara, una noche Trurl cortó
la corriente a la máquina, la desmontó, la cargó en una nave espacial, la
desembarcó en un pequeño planetoide donde la volvió a montar, y le dio, como
fuente de energía creadora, una pila atómica.
Volvió luego a escondidas a casa, pero la historia no terminó aquí: el
Electrobardo, privado de la posibilidad de publicar su obra impresa, empezó a
emitiría en todas las longitudes de ondas radiofónicas, sumiendo a las
tripulaciones y pasajeros de cohetes en estado de aturdimiento lírico; las
personas muy sensibles sufrían incluso graves crisis de embelesamiento,
seguidas de accesos de postración. Una vez descubiertas las causas del fenómeno,
la jefatura de navegación dirigió a Trurl la orden oficial de liquidar
inmediatamente el aparato de su propiedad que perturbaba líricamente el orden público
y perjudicaba la salud de sus pasajeros.
Lo único que hizo Trurl fue esconderse. Entonces las autoridades
enviaron al planetoide unos técnicos que debían sellar el tubo de escape poético
del Electrobardo, pero éste les dejó tan maravillados improvisando dos o tres
romances, que se marcharon sin cumplir la tarea. El alto mando confió aquella
misión a unos operarios sordos, lo que tampoco resolvió nada, ya que el
Electrobardo les transmitió la información lírica por señas. Así las cosas, la
gente empezó a hablar públicamente de la necesidad de una expedición punitiva o
de bombardeo, para eliminar al electropoeta. Justo en aquel momento lo adquirió
un monarca de un sistema estelar vecino y lo anexionó, junto con el planetoide,
a su reino.
Trurl pudo salir por fin de su escondrijo y volver a la vida normal.
Bien es verdad que de vez en cuando se veían en el horizonte sur explosiones de
estrellas supernovas, como ni los más ancianos recordaban en toda su vida; se
rumoreaba con insistencia que el fenómeno tenía algo que ver con la poesía. Según
parece, aquel monarca, cediendo a un extraño capricho, ordenó a sus
astroingenieros conectar al Electrobardo con una constelación de colosos
blancos, y como resultado cada estrofa de poema se transformaba en unas
gigantescas protuberancias de los soles, de modo que el mayor poeta del Cosmos
transmitía su obra por pulsaciones de fuego a todos los infinitos espacios galácticos
a la vez. En una palabra, aquel gran monarca lo convirtió en el motor lírico de
un grupo de estrellas en explosión. Aunque hubiera en ello un gramo de verdad,
los fenómenos ocurrían demasiado lejos para quitar el sueño a Trurl. El insigne
constructor había jurado por todo lo más sagrado no volver nunca jamás al
modelado cibernético de procesos creadores.
en Ciberíada, 1965
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