Pero él no la tomaba.
Para entonces, la
ansiedad de sus entrañas era como un fuego rabioso. Pensó que iba a volverse
loca. Fracasaba en todos sus intentos de provocarse el orgasmo. Si le besaba
demasiado tiempo, él la rechazaba. Conforme se movía, el gran cinturón producía
un sonido metálico, igual que la cadena de un esclavo. Y, en efecto era la
esclava de aquel enorme hombre moreno. Él mandaba, era el rey. El placer de la
mujer estaba subordinado al suyo, y Louise comprendió que no podría hacer nada
en contra de su fuerza y de su voluntad. Pedía sumisión. El deseo de Louise
murió de puro agotamiento. Su cuerpo se liberó de toda tensión, y se volvió
como de algodón. Cada vez más exultante, él gozaba de ello. Su esclava, su
posesión, un cuerpo roto, jadeante, maleable, cada vez más suave bajo sus
dedos. Sus manos perseguían todas las líneas de su cuerpo, sin dejar ningún
rincón intacto, amasando, amasando según su fantasía, doblándolo para
satisfacer su boca, apretándolo contra sus grandes dientes blancos y
relucientes, marcándola.
Por vez primera, la
ansiedad que había sido como una irritación en la superficie de su piel se
replegó a una parte más profunda de su cuerpo. Se replegó, se acumuló y se
transformó en un centro ígneo que aguardaba a que lo hicieran explotar el
tiempo y el ritmo de él. Sus caricias eran como una danza en la que ambos
cuerpos giraban y se deformaban adquiriendo nuevas formas, nuevas disposiciones,
nuevos rasgos. Estaban acoplados como gemelos, él con su miembro contra el
trasero de ella, ella con los senos como olas bajo las manos de él,
dolorosamente despiertos, conscientes y sensibles. Luego él montaba a
horcajadas, como un gran león, sobre el cuerpo de la mujer, que colocaba sus
puños bajo sus nalgas para izarse hacia el pene. La penetró por primera vez y
la llenó como ningún otro lo había conseguido, alcanzando las últimas
profundidades de sus entrañas.
Ella vertía su miel. El
miembro producía, al empujar, leves ruidos de succión. Ya no quedaba aire en el
sexo de ella; el miembro lo llenaba por completo y se agitaba
interminablemente, dentro y fuera de la miel, hasta llegar a su fondo; pero en
cuanto el jadeo de Louise se aceleraba, él retiraba su pene brillante de
humedad y se dedicaba a otra forma de caricia. Echado boca arriba en la cama,
con las piernas separadas y el miembro erecto, hizo que ella se sentara sobre
él y se lo introdujo hasta la raíz, hasta que sus vellos se confundieron.
Sosteniéndola, le hizo describir círculos en torno al pene. Ella cayó sobre él,
apretó los senos contra su pecho y buscó su boca; luego se enderezó de nuevo y
reanudó sus movimientos. A veces se erguía un poco, hasta que dentro de su sexo
sólo quedaba la cabeza del miembro, y entonces se movía ligeramente, muy
ligeramente, lo justo para mantenerlo dentro, rozando los labios de su vulva,
que eran rojos y abultados y lo ceñían como una boca. Moviéndose de pronto
hacia abajo, engullendo todo el pene y suspirando de gozo, cayó sobre el cuerpo
de Antonio y buscó de nuevo su boca. Las manos del hombre permanecieron sobre
las nalgas de Louise controlando sus movimientos para que no los acelerara
súbitamente y alcanzara el orgasmo.
1940
No hay comentarios.:
Publicar un comentario