domingo, enero 22, 2012

"Delta de Venus", de Anais Nin

Fragmento



Pero él no la tomaba.

Para entonces, la ansiedad de sus entrañas era como un fuego rabioso. Pensó que iba a volverse loca. Fracasaba en todos sus intentos de provocarse el orgasmo. Si le besaba demasiado tiempo, él la rechazaba. Conforme se movía, el gran cinturón pro­ducía un sonido metálico, igual que la cadena de un esclavo. Y, en efecto era la esclava de aquel enorme hombre moreno. Él mandaba, era el rey. El placer de la mujer estaba subordinado al suyo, y Louise comprendió que no podría hacer nada en contra de su fuerza y de su voluntad. Pedía sumi­sión. El deseo de Louise murió de puro agotamiento. Su cuerpo se liberó de toda tensión, y se volvió como de algodón. Cada vez más exultante, él gozaba de ello. Su esclava, su posesión, un cuerpo roto, jadean­te, maleable, cada vez más suave bajo sus dedos. Sus manos perseguían todas las líneas de su cuerpo, sin dejar ningún rincón intacto, amasando, amasan­do según su fantasía, doblándolo para satisfacer su boca, apretándolo contra sus grandes dientes blan­cos y relucientes, marcándola.

Por vez primera, la ansiedad que había sido como una irritación en la superficie de su piel se replegó a una parte más profunda de su cuerpo. Se replegó, se acumuló y se transformó en un cen­tro ígneo que aguardaba a que lo hicieran explotar el tiempo y el ritmo de él. Sus caricias eran como una danza en la que ambos cuerpos giraban y se deformaban adquiriendo nuevas formas, nuevas dis­posiciones, nuevos rasgos. Estaban acoplados como gemelos, él con su miembro contra el trasero de ella, ella con los senos como olas bajo las manos de él, dolorosamente despiertos, conscientes y sen­sibles. Luego él montaba a horcajadas, como un gran león, sobre el cuerpo de la mujer, que colocaba sus puños bajo sus nalgas para izarse hacia el pene. La penetró por primera vez y la llenó como ningún otro lo había conseguido, alcanzando las últimas profundidades de sus entrañas.

Ella vertía su miel. El miembro producía, al empujar, leves ruidos de succión. Ya no quedaba aire en el sexo de ella; el miembro lo llenaba por completo y se agitaba interminablemente, dentro y fuera de la miel, hasta llegar a su fondo; pero en cuanto el jadeo de Louise se aceleraba, él retiraba su pene brillante de humedad y se dedicaba a otra forma de caricia. Echado boca arriba en la cama, con las piernas separadas y el miembro erecto, hizo que ella se sentara sobre él y se lo introdujo hasta la raíz, hasta que sus vellos se confundieron. Sosteniéndola, le hizo describir círculos en torno al pene. Ella cayó sobre él, apretó los senos contra su pecho y buscó su boca; luego se enderezó de nuevo y reanudó sus movimientos. A veces se erguía un poco, hasta que dentro de su sexo sólo quedaba la cabeza del miem­bro, y entonces se movía ligeramente, muy ligera­mente, lo justo para mantenerlo dentro, rozando los labios de su vulva, que eran rojos y abultados y lo ceñían como una boca. Moviéndose de pronto hacia abajo, engullendo todo el pene y suspirando de gozo, cayó sobre el cuerpo de Antonio y buscó de nuevo su boca. Las manos del hombre perma­necieron sobre las nalgas de Louise controlando sus movimientos para que no los acelerara súbitamente y alcanzara el orgasmo.





1940







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