domingo, junio 19, 2011

“Perdita Durango”, de Barry Gifford






En nombre de la ciencia


Cuando Perdita vio a Romeo Dolorosa por primera vez, pensó que era muy feo. Estaba tomando un batido de papaya en un puesto de bebidas callejero de la calle Magazine, en Nueva Orleans. Ella pidió un zumo de naranja grande y evitó mirarle, clavando la vista en un Shoetown del otro lado de la calle. Cuando se dio la vuelta para pagar, el encargado del puesto, un hombre jorobado, de tez gris oscuro y edad y raza indeterminadas, dijo:–Ya ha pagado el caballero, guapa.

–Hoy es su día de suerte, señorita -dijo Romeo-. Y puede que también el mío.
–¿Qué quiere decir exactamente con eso? – preguntó Perdita-. No me hace falta un nuevo amigo.

Romeo se rió.

–Oh, ya lo creo que sí -dijo él, y se volvió a reír-. Tiene usted unos modales encantadores, señorita Cascarrabias. ¿Es usted hija de Lupe Vélez? Me llamo Romeo Dolorosa.

Perdita miró con mayor atención a Romeo. La verdad es que era bastante guapo, y tenía un pelo negro largo y ondulado, la piel marrón oscuro y ojos azules; no llegaba al metro ochenta, pero era un tipo sólido. Tenía buena pinta y unos brazos muy musculosos, que asomaban por las mangas cortas de su camisa hawaiana azul y roja. Era raro, pensó Perdita, que su primera impresión de él hubiera sido tan desagradable. Se preguntó qué habría visto en Romeo para que así se lo pareciera.

–No sé de qué me está hablando -dijo-, Gracias por las naranjas. Me llamo Perdita Durango. ¿Quién es Lupe Vélez?
–Mejor, mucho mejor -dijo Romeo-. Lupe Vélez era una actriz, una estrella de cine mexicana de hace unos sesenta años, que se hizo famosa por su fogoso temperamento.
–¿Por qué se la recordé yo? Usted no me conoce.
–Trataba de romper el hielo. Por favor, te pido disculpas por mi comportamiento tan impertinente. ¿Vives en Nueva Orleans, Perdita?
–Acabo de llegar esta misma tarde. Ando callejeando.

Romeo asintió con la cabeza y sonrió ampliamente. Tenía unos dientes muy grandes y muy blancos.

–Si me dejas que te invite a cenar -dijo-, me encantará enseñarte la ciudad.

Mientras sorbía la naranja con una pajita, Perdita alzó sus negros y arrebatadores ojos hacia Romeo, sonrió y asintió lentamente con la cabeza.

–Bueno, por fin nos entendemos -dijo él.

En Mosca's, aquella noche, Romeo le preguntó a Perdita si sabía lo que era un «resucitador». Ella negó con la cabeza.

–Hace más de cien años -dijo Romeo-, los médicos de las facultades de Medicina pagaban a hombres para que profanaran las tumbas, por lo general de los cementerios de los negros, y les proporcionaran cadáveres a fin de que los estudiantes los diseccionaran. Los médicos ponían los cuerpos en remojo, en whisky, para que se conservaran. No fue sino hasta casi el siglo veinte cuando las leyes cambiaron y permitieron hacer la disección de cadáveres humanos.
–¿Por qué me cuentas eso? – preguntó Perdita, lamiendo del tenedor el aliño de su ensalada.

Romeo hizo una mueca socarrona.

–La ciencia lo es todo -dijo-. En cualquier caso, es lo más importante. Muchas veces, para hacer un descubrimiento, hay que ir en contra de las creencias comunes. Yo pienso en las cosas de ese modo, científicamente. No hay nada que no estuviera dispuesto a hacer por la ciencia.
–¿Y qué pasa con los que vieron a la Virgen María en Tickfaw? – preguntó Perdita-. ¿Y con la mujer de Lubbock que sacó una foto a san Pedro ante las puertas del cielo? ¿Cómo se las arregla la ciencia con cosas así?
–Necesita dinero para las investigaciones -dijo Romeo-. Como los mil novecientos veinticinco dólares de los que se apoderó sin permiso uno que buscaba fondos esta mañana en el First National Bank del condado de St. Bernard, en la calle Friscoville de Arabi. La ciencia exige dinero, lo mismo que las demás cosas.
–¿Me estás diciendo que eres un ladrón de tumbas o un atracador de bancos? No termino de aclararme.

Romeo se rió y clavó su tenedor en su barbo relleno.

–Los científicos también tienen que comer -dijo.





en 59º and Raining: The Story of Perdita Durango, 1992












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