martes, febrero 15, 2011

"Lo que el viento se llevó", de Margaret Mitchell

Fragmento final



—¿Adónde piensas ir?
Los ojos de Rhett brillaron al contestar:
—Tal vez a Inglaterra, o a París. Tal vez a Charleston, a intentar hacer las paces con mi gente.
—Pero si los odias. Te he oído muy a menudo reírte de ellos.
—Me sigo riendo —dijo él, encogiéndose de hombros—. Pero ya he llegado al final de mi vida aventurera, Scarlett. Tengo cuarenta y cinco años, la edad en que un hombre empieza a conceder algún valor a las cosas que en la juventud trató tan a la ligera. La unión de la familia, el honor, la tranquilidad, tienen raíces demasiado hondas. ¡Oh, no me estoy retractando, no me arrepiento de ninguno de mis actos! Me he dado la gran vida. Una vida tan excelente, que ahora empieza a perder sabor y necesito algo distinto. No, nunca he pensado en cambiar más que las manchas de la piel, pero quiero conseguir la apariencia exterior de la respetabilidad. La respetabilidad ajena, querida mía. La tranquila dignidad que puede tener la vida, vivida entre gentes distinguidas. Cuando viví esa vida, no aprecié su sereno encanto.

De nuevo Scarlett parecía encontrarse en la huerta de Tara. Había la misma mirada en los ojos de Rhett que había brillado entonces en los de Ashley. Las palabras de Ashley resonaban en sus oídos tan claramente como si no fuera Rhett el que estaba hablando. Recordaba fragmentos de frases: «Una simetría, una perfección de arte griego», repitió, como un papagayo.

Rhett exclamó:
—¿Por qué dices eso? Es precisamente lo que yo quería decir.
—Es algo que oí a Ashley hace mucho tiempo, en aquellos días.

Él se encogió de hombros y la luz desapareció de sus ojos.
—¡Siempre Ashley! —dijo. Y permaneció un momento en silencio—. Scarlett, cuando tengas cuarenta y cinco años, acaso comprenderás de qué estoy hablando, y entonces tal vez, también tú, estarás cansada de seres amanerados, modales fingidos y emociones baratas. Pero lo dudo. Yo creo que siempre te sentirás más atraída por el brillo que por el oro... Sin embargo, no puedo esperar tanto para cerciorarme... Y tampoco deseo esperar. No me interesa. Me voy a errar por viejas ciudades, y viejas regiones, donde tal vez quede algo de los viejos tiempos... Soy tan sentimental como todo eso. Atlanta es demasiado nueva para mí.
—Basta —dijo Scarlett de pronto.

Apenas había oído nada de lo que él había dicho. Desde luego no lo había entendido. Pero comprendió que no podría soportar por más tiempo con serenidad el sonido de su voz cuando ya no quedaba amor en él.

Rhett se detuvo y la miró asombrado.
—Comprendes lo que estaba diciendo, ¿verdad? —preguntó, poniéndose en pie.
Scarlett le tendió las manos con las palmas hacia arriba, con el ademán que desde las más remotas edades ha indicado súplica, y su corazón se reflejaba en su rostro.
—No —exclamó—. Lo único que sé es que no me quieres y que te marchas. ¡Oh, amor mío! Si tú te marchas, ¿qué va a ser de mí?

Por un momento, Rhett vaciló como si se preguntase si no sería mejor una mentira piadosa que la verdad desnuda. Luego se encogió de hombros.
—Scarlett, nunca he sido de esas personas que recogen los pedazos rotos, los pegan y luego se dicen a sí mismos que la cosa compuesta está tan bien como la nueva. Lo que está roto, roto está. Y prefiero recordarlo como fue, nuevo, a pegarlo y ver después las señales de la rotura durante toda mi vida. Acaso, si yo fuera más joven... —suspiró—. Pero soy demasiado viejo para creer en sentimentalismos, equivalentes a pasar una esponja y volver a empezar. Soy demasiado viejo para soportar la carga de mentiras corteses, que nacen de vivir en continua desilusión. No podría vivir contigo y mentirte, y mucho menos podría mentirme a mí mismo. Quisiera que me pudiese importar adonde vas o lo que quieres. Pero no puedo.

Lanzó un suspiro y dijo con suave indiferencia:
—Querida mía, la verdad es que me importa un bledo.

Scarlett, muda, le oyó subir las escaleras, sintiendo que la iba a asfixiar aquel dolor que sentía en la garganta. Con el ruido de pasos, que moría en el vestíbulo, moría la última cosa por la que valía la pena vivir. Sabía que no había apelación. Que ninguna razón desviaría a aquel frío cerebro de su veredicto. Sabía que había pensado cada una de las palabras que había dicho, por muy a la ligera que algunas de ellas hubieran sido pronunciadas. Lo sabía porque sentía en él algo fuerte, implacable, todas las cualidades que en vano buscara en Ashley.

Jamás había comprendido a ninguno de los dos hombres a quienes había amado, y así los había perdido a los dos. Ahora tenía una vaga sensación de que, si hubiera comprendido a Ashley, nunca lo habría amado y de que si hubiera comprendido a Rhett nunca lo habría perdido. Pensó, desolada, que no había comprendido nunca a nadie en el mundo.

Sentía un piadoso embotamiento de la mente; un embotamiento que —lo sabía por larga experiencia— daría pronto paso a un dolor agudo, lo mismo que los destrozados tejidos divididos por el bisturí del cirujano atraviesan un instante de insensibilidad antes de que comience su tortura.

«No quiero pensar en esto ahora —se dijo, ceñuda, evocando su antiguo conjuro mágico—. Me volveré loca si pienso ahora en que lo pierdo. Pensaré en ello mañana.»
«Pero —gritaba su corazón, rechazando el conjuro y comenzando a dolerle— no puedo dejarle marchar. Tiene que haber algún medio para impedirlo.»
—No quiero pensar en esto ahora —repitió en voz alta, procurando encontrar un baluarte contra la marea ascendente del dolor—. Yo... En fin, yo mañana me iré a Tara. —Y se sintió aliviada.

Había ido otra vez a Tara medrosa y derrotada y había salido de entre sus acogedores muros fuerte y armada para la victoria. Lo que había conseguido una vez, sin saber cómo, lo conseguiría, Dios mediante, de nuevo. ¿De qué modo? No lo sabía. No quería discurrir sobre ello ahora. Lo único que quería era tener un espacio abierto en el cual respirar a su gusto, un lugar tranquilo para cicatrizar sus heridas, un refugio en el que trazar su plan de campaña. Pensó en Tara y sintió como si una mano tibia y suave acariciase su corazón. Creía ver la casa blanca dándole la bienvenida a través de las rojizas hojas otoñales; percibir la suave inquietud del crepúsculo posarse sobre ella como una bendición; advertir la caída del rocío sobre los campos de arbustos verdes, maculados de copos blanquecinos; ver el crudo color de la tierra roja y la sombría belleza de los pinos oscuros en las lejanas colinas.

Se sintió vagamente reconfortada, y algunos de sus locos pesares, de sus heridas, quedaron desvanecidos. Permaneció un momento recordando pequeños detalles: la avenida de oscuros cedros que conducía a Tara, los macizos jazmines, el vivo verdor de las plantas sobre los muros blancos, las cortinillas blancas que revoloteaban en las ventanas. Y Mamita estaría allí. De repente anheló ver a Mamita con ansia, como anhelaba, cuando era una niña pequeñita, reclinar su cabeza en el robusto pecho, sentir la curtida y negra mano acariciando su cabello. Mamita: el último eslabón con los tiempos pasados...

Con el espíritu de su raza, que se niega a reconocer la derrota, aun cuando la mire fijamente, cara a cara, Scarlett levantó la cabeza. Atraería de nuevo a Rhett. Estaba convencida de que lo conseguiría. No había habido un solo hombre al que no hubiese subyugado cuando se lo había propuesto.

«Pensaré en todo esto mañana, en Tara. Allí me será más fácil soportarlo. Sí: mañana pensaré en el medio de convencer a Rhett. Después de todo, mañana será otro día.»










1937


















1 comentario:

Anónimo dijo...

snif....