lunes, febrero 14, 2011

"La red social: Fuck Facebook?", de Óscar Brox

Acerca de The Social Network (2010), de David Fincher




1. Observaciones sobre el trailer

No es casualidad que la promoción de La red social (The Social Network, David Fincher, 2010) vaya acompañada por una variación del Creep de Radiohead, cuyo lamento describe la condición de personaje triste y solitario de Mark Zuckerberg. Ya en los primeros instantes observamos cómo el perfil del propio Mark se construye a partir de la suma de imágenes que los usuarios suben a la página de Facebook (minuto 0’50 del trailer). Mientras, el coro belga que interpreta el tema del grupo inglés relaja la ansiedad de Mark haciéndole saber que «You’re so very special», apropiándole perversamente lo que en la canción original anhelaba Thom Yorke.

El perfil de Mark, compuesto por cientos de imágenes, recuerda a este otro. Es en la falta de imagen propia y en la exigencia de dotar a un estado emocional con su correspondiente representación visual donde encontramos el porqué de Facebook: transplantar la experiencia —cerrada— de las fraternidades a una realidad virtual abierta, porque «It’s fun» y permite tener «A better life» (minuto 1’01). Permite desarrollar nuestras habilidades personales de una manera que la realidad no puede compensar: online, construyendo mundos a partir de tags, imágenes y actualizaciones de estado tan definidos que nos hacen olvidar en qué contexto se están llevando a cabo.

La imagen del Leviatán de Thomas Hobbes nos advertía de los esfuerzos de la Modernidad por dar con un fundamento que explicase por qué estaban donde estaban y, sobre todo, qué forma era la más adecuada para rellenar el vacío de poder que dejaba la Iglesia como figura hegemónica. Podemos imaginar el momento de la Historia en el que el hombre necesitó nuevas guías para entender su necesidad de expansión. La red social habla del poder y de la expansión en un sistema que conecta dos elementos básicos como el lenguaje y la emoción; de cómo la sofisticación del primero —a través del poder— es capaz de disfrazar la vulnerabilidad del segundo creando una herramienta emocional dirigida a ramificar un poco de nuestros yoes en el espacio virtual. El relato de esa creación, como el de la Modernidad, es una tragedia.



2. Capitalismo emocional salvaje

En Wall Street (1987), Oliver Stone nos hizo aceptar como axioma que la ambición es buena, sobre todo cuando el capitalismo salvaje no conoce un enemigo eficaz —si acaso, él mismo— que frene las fluctuaciones de la bolsa. Más de veinte años después, Sean Parker continúa el mantra que popularizase el personaje interpretado por Michael Douglas. Lo importante es amasar capital lo más rápido posible, porque lo cool no es tener un millón de dólares, sino un billón. He aquí una curiosa mutación: el capitalismo salvaje de finales de los ’80 abraza la realidad virtual con la promesa de permanecer en la cúspide más tiempo del que permite el mercado de valores. Porque, a diferencia de la caprichosa mecánica de la bolsa, Facebook es un estilo de vida que continuará funcionando a través de futuras implementaciones. La crisis de los países desarrollados no limita el desarrollo del capital emocional. Al contrario, exige la expresión de ese malestar creando grupos, actualizando perfiles o manifestando el estado actual de las cosas. La crisis es la condición de posibilidad del capitalismo emocional salvaje: siempre necesitamos un espacio donde volcar nuestras experiencias cotidianas.

La historia de La red social es, por encima de todo, el relato de un abandono. Erica deja a Mark porque está cansada de aguantar un comportamiento típico de T.O.C. (Trastorno Obsesivo Compulsivo). Y Mark traiciona a Eduardo, su amigo, porque envidia algo que sólo podrá conseguir a través de Facebook: la aceptación. De hecho, el drama del filme consiste en los intentos de su protagonista de no resignarse a aceptar su falta de conexión con la realidad, con las personas y sus emociones. La tragedia se mueve a través de los mecanismos dramáticos que Mark utiliza para resistirse a la verdad, buscando una certeza imposible —recuperar el tiempo perdido con Erica; demostrar su capacidad para la empatía— que haría sonrojar al Othello descrito por el filósofo Stanley Cavell: un hombre corroído por sus dudas, que necesita de una certeza metafísica para compensar el miedo a que Desdémona no le corresponda. Mark, como Othello, necesita un Yago —en el filme podría ser Sean— o un coro griego que cante sus excelencias —You’re so very special—, para encubrir su deseo de disponer de habilidades sociales bajo una interfaz que permita entrar en conexión con todo ese terreno vedado: la sociedad.

Todos sentimos la necesidad de expresar nuestras emociones de manera personal o bajo el anonimato. Este texto sería un ejemplo de ello, como también lo sería cuestionar su objetivo y mis intenciones. Hay que buscar la clave de La red social en las mismas coordenadas que Wall Street: ¿Por qué la ambición es buena? ¿Por qué y para qué tener miles de amigos en Facebook? ¿Por qué la historia de su creación implica un relato de dolor? Basta recordar que en el filme de Oliver Stone la falta de escrúpulos de Gordon Gekko le conducía a ingresar en prisión. Sin embargo, en la película dirigida por David Fincher sucede lo contrario; la falta de escrúpulos de Mark le conduce a encabezar las listas de jóvenes millonarios y al reconocimiento social. ¿Significa eso que estamos ante otra clase de capitalismo mejor aceptado? Significa que estamos ante uno de los mejores retratos del estado de salud de nuestro tiempo, en el que el triunfo se mide a través de la necesidad. Si Don Draper anunciase Facebook, diría que se trata de un estilo de vida; «la comunicación adecuada para nuestros tiempos». Por tanto, de una herramienta necesaria para nuestro desarrollo humano.



3. Explorar las emociones/Explotar los sentimientos

Uno de los puntos débiles de Origen (Inception, Christopher Nolan, 2010) radicaba en el poco partido que el guión sacó a la arquitectura de una idea. De haber indagado más, seríamos conscientes de la verdadera dificultad de Cobb para reprimir en su memoria los recuerdos fantasmagóricos, para evitar contaminar con su pena infinita una idea compartida. El filme de Nolan explotaba los sentimientos —manifestados en la presencia espectral de Marion Cotillard—, pero no exploraba las emociones con la misma intensidad. En cambio, La red social, que también narra la arquitectura de una idea, no cesa de ofrecernos apuntes y pequeños detalles para subrayar el impacto de nuestra vida interior en la génesis de una obra. Apenas cuesta imaginar Facebook como la gran fábrica de explotación de los sentimientos, en tanto se nutre de la actualización constante del estado de sus usuarios; en otras palabras, se define a partir de la vida de los otros, no de la suya propia. En esa definición hallamos el auténtico drama de la historia urdida por Aaron Sorkin: Mark es otro vampiro, como los ladrones de ideas o los brokers desalmados del parqué de Wall Street. Pero es una clase de vampiro más sofisticado, un vampiro cuya gran creación es, al mismo tiempo, el testigo de su dolor, de su falta de vida; el recuerdo de que ese sentimiento durará para siempre: la imposibilidad de vivir una vida en sus propios términos, porque su lenguaje, su mundo, todo él está construido a partir de experiencias ajenas, estados ajenos —nos gusta/nos disgusta— y emociones ajenas. Y es a través de esa distancia desde donde observamos la personalidad hermética de su creador, un veinteañero que vigila celosamente el estado de su creación mientras, en su soledad, se cuestiona por qué no puede hacer lo mismo —la realidad, en definitiva, no se actualiza/reforma a la misma velocidad con la que un perfil lo hace tecleando F5.

Con La red social, Fincher ha definido el tormento y el éxtasis de una generación que no duda en abrazar la tecnología como una extensión necesaria de su identidad, aunque el trasvase entre realidad y realidad virtual diluya aspectos fundamentales de nuestro Yo—ahí está la filmografía del malogrado Satoshi Kon para atestiguarlo. Uno de esos aspectos fundamentales es el que caracteriza este despiadado retrato del creador de Facebook: cómo la necesidad de alcanzar un objetivo nos hace olvidar el camino que elegimos para alcanzarlo. La diferencia con respecto a otras historias es que sus protagonistas apenas son post-adolescentes que empiezan a intuir lo jodido que es vivir en el mundo. De ahí, precisamente, el énfasis que pone Fincher en no dejar correr ninguna pieza de este complejo entramado emocional que supone el desarrollo de Facebook. Cada nuevo paso en la consolidación del producto significa una nueva pérdida en nuestra interacción con la realidad, un nuevo salto hacia una red —sin red de seguridad— en la que disipar eficazmente los defectos, errores y problemas como arquitectos de nuestro futuro. Ahí está el drama de esta maravillosa película: El conflicto no sólo está en sufrir o no, en explorar o en explotar; el conflicto está en lo poco tolerantes que somos a la frustración. Mark crea Facebook para darse otra oportunidad en un entorno en el que el fracaso nunca tendrá el mismo eco —podrá borrarse, editarse, modificarse, y tantas cosas como sean necesarias— que en su desafortunada relación con Erica. Y en ese movimiento en falso está la definición de una generación cuya mejor crónica es La red social.











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