viernes, febrero 11, 2011

"La taberna del gato negro", de Naguib Mahfuz

Fragmento



Estaban todos cantando cuando un desconocido apareció en la puerta.

El hombre paseó su mirada por el local y, al no encontrar ninguna mesa vacía, desapareció por el pasillo; todos creyeron que se había marchado. Pero al poco tiempo volvió con una silla de paja –la del griego propietario del local-, la colocó junto a la estrecha puerta y se sentó.

El hombre había mantenido siempre la misma expresión taciturna: cuando entró la primera vez, cuando volvió tras marcharse, y cuando se sentó. No había mirado a nadie. Sus ojos reflejaban una mirada dura y severa a la vez que ausente, como buscando refugio en un misterioso mundo lejano. Su aspecto era sombrío, fuerte y terrible: parecía un luchador, un púgil o un levantador de pesas. Su forma de vestir resaltaba su aspecto sombrío: jersey negro, pantalón gris oscuro y zapatos marrones. Lo único que relucía en aquella mole oscura era una calva cuadrada coronando la gran y sólida cabeza.

Su inesperada llegada provocó una especie de descarga eléctrica en los allí presentes: el canto se interrumpió, los rasgos se contrajeron, la risa se apagó y todos dudaron entre mirarlo directa o disimuladamente. Pero todo eso no duró mucho; tras reponerse del choque producido por la sorpresa y la visión desagradable, se negaron a permitir que un desconocido les estropeara la velada y se hicieron señas para ignorarlo y continuar conversando, jugando y bebiendo; aunque en realidad no conseguían olvidarse del intruso ni ignorarlo por completo: el hombre permaneció pesando en su ánimo como una muela inflamada. En un momento dado, dio una palmada con una fuerza inquietante y el viejo camarero se acercó a él y le sirvió un vaso de aquel vino infernal. Se lo bebió de un trago y pidió otro. Después le mandó que le pusiera cuatro vasos: se los bebió uno tras otro y siguió pidiendo más.

Todos volvieron a sentir miedo; la risa murió en sus labios y permanecieron en silencio, taciturnos.

¿Qué clase de hombre era aquél?

El vino infernal que había bebido bastaba para matar a un elefante; en cambio, él permanecía allí sentado, duro como una roca, sin mostrar la menor alteración o agitación y con la misma dureza en su expresión. ¿Qué clase de hombre era aquél?

El gato negro se acercó a él como indagando, en espera de que el hombre le echara algo de comer. Como vio que no le daba nada, empezó a restregarse contra su pierna pero el hombre dio una patada en el suelo y el gato salió corriendo, sin duda extrañado por aquella conducta a la que no estaba acostumbrado.

El griego volvió la cabeza en dirección a la sala con una mirada inexpresiva. Se fijó un momento en el forastero y luego volvió a mirar al vacío. Entonces, el desconocido salió de su estado de inercia: movió la cabeza violentamente a derecha e izquierda, hizo rechinar los dientes y empezó a hablar en un tono muy bajo, como dirigiéndose a sí mismo o a un interlocutor imaginario, mientras profería amenazas agitando los puños y su rostro mostraba una expresión de cólera.

El silencio y el miedo reinaban en el lugar; luego se oyó por primera vez su voz, ronca como un rugido, repitiendo con fuerza:
-¡Maldición!... ¡Ay de ti! Apretó el puño y continuó:
-Que venga la montaña... y lo que hay detrás. Tras un breve silencio, continuó, en un tono ligeramente más bajo:
-Éste es el problema, para decirlo de forma simple y clara.

Los presentes se convencieron de que permanecer allí no tenía sentido. La velada había terminado en fracaso nada más empezar: era mejor marcharse.

Tras intercambiarse miradas significativas, se prepararon para levantarse. Entonces, el forastero reparó por primera vez en su existencia y salió de su ensimismamiento. Los miró de manera inquisitiva, les hizo una seña para que se parasen y les preguntó:
-¿Quiénes sois?

Era una pregunta que no merecía la pena contestar -si se hubiera tratado de otra persona-, pero ninguno se atrevió a ignorar o despreciar a aquel hombre.
-Somos clientes de este local desde hace mucho tiempo -dijo uno, alentado por su avanzada edad.
-¿Cuándo habéis llegado?
-Al comienzo de la noche.
-Entonces ¿estabais aquí antes de que yo llegara?
-Sí.

Les hizo un gesto para que volvieran a sentarse y continuó con tajante firmeza:
-Que nadie se marche.

Ellos no podían dar crédito a sus oídos y, con la lengua paralizada por el estupor, no le pudieron responder como merecía.
-Pero queremos marcharnos -dijo el anciano con una calma que contrastaba con su estado de ánimo real.

El hombre los miró, amenazador, y dijo:
-Quien quiera dejar de vivir, que avance.

Nadie quería dejar de vivir, y se limitaron a mirarse con perplejidad. El anciano preguntó entonces:
-¿Por qué te opones a que nos marchemos?
-No intentéis engañarme -dijo el hombre meneando la cabeza con sarcasmo-. Vosotros lo habéis oído todo.












1969









No hay comentarios.: