Estaban todos cantando cuando un desconocido apareció en la puerta.
El hombre paseó su mirada por el local y, al no encontrar ninguna mesa vacía, desapareció por el pasillo; todos creyeron que se había marchado. Pero al poco tiempo volvió con una silla de paja –la del griego propietario del local-, la colocó junto a la estrecha puerta y se sentó.
El hombre había mantenido siempre la misma expresión taciturna: cuando entró la primera vez, cuando volvió tras marcharse, y cuando se sentó. No había mirado a nadie. Sus ojos reflejaban una mirada dura y severa a la vez que ausente, como buscando refugio en un misterioso mundo lejano. Su aspecto era sombrío, fuerte y terrible: parecía un luchador, un púgil o un levantador de pesas. Su forma de vestir resaltaba su aspecto sombrío: jersey negro, pantalón gris oscuro y zapatos marrones. Lo único que relucía en aquella mole oscura era una calva cuadrada coronando la gran y sólida cabeza.
Su inesperada llegada provocó una especie de descarga eléctrica en los allí presentes: el canto se interrumpió, los rasgos se contrajeron, la risa se apagó y todos dudaron entre mirarlo directa o disimuladamente. Pero todo eso no duró mucho; tras reponerse del choque producido por la sorpresa y la visión desagradable, se negaron a permitir que un desconocido les estropeara la velada y se hicieron señas para ignorarlo y continuar conversando, jugando y bebiendo; aunque en realidad no conseguían olvidarse del intruso ni ignorarlo por completo: el hombre permaneció pesando en su ánimo como una muela inflamada. En un momento dado, dio una palmada con una fuerza inquietante y el viejo camarero se acercó a él y le sirvió un vaso de aquel vino infernal. Se lo bebió de un trago y pidió otro. Después le mandó que le pusiera cuatro vasos: se los bebió uno tras otro y siguió pidiendo más.
Todos volvieron a sentir miedo; la risa murió en sus labios y permanecieron en silencio, taciturnos.
¿Qué clase de hombre era aquél?
El vino infernal que había bebido bastaba para matar a un elefante; en cambio, él permanecía allí sentado, duro como una roca, sin mostrar la menor alteración o agitación y con la misma dureza en su expresión. ¿Qué clase de hombre era aquél?
El gato negro se acercó a él como indagando, en espera de que el hombre le echara algo de comer. Como vio que no le daba nada, empezó a restregarse contra su pierna pero el hombre dio una patada en el suelo y el gato salió corriendo, sin duda extrañado por aquella conducta a la que no estaba acostumbrado.
El griego volvió la cabeza en dirección a la sala con una mirada inexpresiva. Se fijó un momento en el forastero y luego volvió a mirar al vacío. Entonces, el desconocido salió de su estado de inercia: movió la cabeza violentamente a derecha e izquierda, hizo rechinar los dientes y empezó a hablar en un tono muy bajo, como dirigiéndose a sí mismo o a un interlocutor imaginario, mientras profería amenazas agitando los puños y su rostro mostraba una expresión de cólera.
El silencio y el miedo reinaban en el lugar; luego se oyó por primera vez su voz, ronca como un rugido, repitiendo con fuerza:
-¡Maldición!... ¡Ay de ti! Apretó el puño y continuó:
-Que venga la montaña... y lo que hay detrás. Tras un breve silencio, continuó, en un tono ligeramente más bajo:
-Éste es el problema, para decirlo de forma simple y clara.
Los presentes se convencieron de que permanecer allí no tenía sentido. La velada había terminado en fracaso nada más empezar: era mejor marcharse.
Tras intercambiarse miradas significativas, se prepararon para levantarse. Entonces, el forastero reparó por primera vez en su existencia y salió de su ensimismamiento. Los miró de manera inquisitiva, les hizo una seña para que se parasen y les preguntó:
-¿Quiénes sois?
Era una pregunta que no merecía la pena contestar -si se hubiera tratado de otra persona-, pero ninguno se atrevió a ignorar o despreciar a aquel hombre.
-Somos clientes de este local desde hace mucho tiempo -dijo uno, alentado por su avanzada edad.
-¿Cuándo habéis llegado?
-Al comienzo de la noche.
-Entonces ¿estabais aquí antes de que yo llegara?
-Sí.
Les hizo un gesto para que volvieran a sentarse y continuó con tajante firmeza:
-Que nadie se marche.
Ellos no podían dar crédito a sus oídos y, con la lengua paralizada por el estupor, no le pudieron responder como merecía.
-Pero queremos marcharnos -dijo el anciano con una calma que contrastaba con su estado de ánimo real.
El hombre los miró, amenazador, y dijo:
-Quien quiera dejar de vivir, que avance.
Nadie quería dejar de vivir, y se limitaron a mirarse con perplejidad. El anciano preguntó entonces:
-¿Por qué te opones a que nos marchemos?
-No intentéis engañarme -dijo el hombre meneando la cabeza con sarcasmo-. Vosotros lo habéis oído todo.
El hombre paseó su mirada por el local y, al no encontrar ninguna mesa vacía, desapareció por el pasillo; todos creyeron que se había marchado. Pero al poco tiempo volvió con una silla de paja –la del griego propietario del local-, la colocó junto a la estrecha puerta y se sentó.
El hombre había mantenido siempre la misma expresión taciturna: cuando entró la primera vez, cuando volvió tras marcharse, y cuando se sentó. No había mirado a nadie. Sus ojos reflejaban una mirada dura y severa a la vez que ausente, como buscando refugio en un misterioso mundo lejano. Su aspecto era sombrío, fuerte y terrible: parecía un luchador, un púgil o un levantador de pesas. Su forma de vestir resaltaba su aspecto sombrío: jersey negro, pantalón gris oscuro y zapatos marrones. Lo único que relucía en aquella mole oscura era una calva cuadrada coronando la gran y sólida cabeza.
Su inesperada llegada provocó una especie de descarga eléctrica en los allí presentes: el canto se interrumpió, los rasgos se contrajeron, la risa se apagó y todos dudaron entre mirarlo directa o disimuladamente. Pero todo eso no duró mucho; tras reponerse del choque producido por la sorpresa y la visión desagradable, se negaron a permitir que un desconocido les estropeara la velada y se hicieron señas para ignorarlo y continuar conversando, jugando y bebiendo; aunque en realidad no conseguían olvidarse del intruso ni ignorarlo por completo: el hombre permaneció pesando en su ánimo como una muela inflamada. En un momento dado, dio una palmada con una fuerza inquietante y el viejo camarero se acercó a él y le sirvió un vaso de aquel vino infernal. Se lo bebió de un trago y pidió otro. Después le mandó que le pusiera cuatro vasos: se los bebió uno tras otro y siguió pidiendo más.
Todos volvieron a sentir miedo; la risa murió en sus labios y permanecieron en silencio, taciturnos.
¿Qué clase de hombre era aquél?
El vino infernal que había bebido bastaba para matar a un elefante; en cambio, él permanecía allí sentado, duro como una roca, sin mostrar la menor alteración o agitación y con la misma dureza en su expresión. ¿Qué clase de hombre era aquél?
El gato negro se acercó a él como indagando, en espera de que el hombre le echara algo de comer. Como vio que no le daba nada, empezó a restregarse contra su pierna pero el hombre dio una patada en el suelo y el gato salió corriendo, sin duda extrañado por aquella conducta a la que no estaba acostumbrado.
El griego volvió la cabeza en dirección a la sala con una mirada inexpresiva. Se fijó un momento en el forastero y luego volvió a mirar al vacío. Entonces, el desconocido salió de su estado de inercia: movió la cabeza violentamente a derecha e izquierda, hizo rechinar los dientes y empezó a hablar en un tono muy bajo, como dirigiéndose a sí mismo o a un interlocutor imaginario, mientras profería amenazas agitando los puños y su rostro mostraba una expresión de cólera.
El silencio y el miedo reinaban en el lugar; luego se oyó por primera vez su voz, ronca como un rugido, repitiendo con fuerza:
-¡Maldición!... ¡Ay de ti! Apretó el puño y continuó:
-Que venga la montaña... y lo que hay detrás. Tras un breve silencio, continuó, en un tono ligeramente más bajo:
-Éste es el problema, para decirlo de forma simple y clara.
Los presentes se convencieron de que permanecer allí no tenía sentido. La velada había terminado en fracaso nada más empezar: era mejor marcharse.
Tras intercambiarse miradas significativas, se prepararon para levantarse. Entonces, el forastero reparó por primera vez en su existencia y salió de su ensimismamiento. Los miró de manera inquisitiva, les hizo una seña para que se parasen y les preguntó:
-¿Quiénes sois?
Era una pregunta que no merecía la pena contestar -si se hubiera tratado de otra persona-, pero ninguno se atrevió a ignorar o despreciar a aquel hombre.
-Somos clientes de este local desde hace mucho tiempo -dijo uno, alentado por su avanzada edad.
-¿Cuándo habéis llegado?
-Al comienzo de la noche.
-Entonces ¿estabais aquí antes de que yo llegara?
-Sí.
Les hizo un gesto para que volvieran a sentarse y continuó con tajante firmeza:
-Que nadie se marche.
Ellos no podían dar crédito a sus oídos y, con la lengua paralizada por el estupor, no le pudieron responder como merecía.
-Pero queremos marcharnos -dijo el anciano con una calma que contrastaba con su estado de ánimo real.
El hombre los miró, amenazador, y dijo:
-Quien quiera dejar de vivir, que avance.
Nadie quería dejar de vivir, y se limitaron a mirarse con perplejidad. El anciano preguntó entonces:
-¿Por qué te opones a que nos marchemos?
-No intentéis engañarme -dijo el hombre meneando la cabeza con sarcasmo-. Vosotros lo habéis oído todo.
1969
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