Apenas cierras los ojos, comienza la aventura del sueño. A la familiar penumbra de la habitación, volumen oscuro cortado por algunos detalles, donde tu memoria identifica sin esfuerzo los caminos que has recorrido mil veces, trazándolos a partir del cuadrado opaco de la ventana, resucitando el lavamanos a partir de un reflejo, la repisa a partir de la sombra un poco más clara de un libro, identificando la masa más negra de la ropa colgada, sucede, al cabo de un cierto tiempo, un espacio de dos dimensiones, como un cuadro sin límites definidos que formase un ángulo muy pequeño con el plano de tus ojos, como si reposara, no completamente perpendicular, sobre el puente de tu nariz, y que, al principio, puede parecerte de un gris uniforme, o más bien neutro, sin colorines ni formas, pero que, con bastante rapidez sin duda, se revela poseedor al menos de dos propiedades: la primera es que se oscurece más o menos según la mayor o menor fuerza con la que cierras los párpados, como si, más exactamente, la contracción que ejerces sobre la línea de tus cejas cuando cierras los ojos tuviera el efecto de modificar la inclinación del plano con respecto a tu cuerpo, como si la línea de tus cejas constituyera su eje y, por consiguiente, a pesar de que esta consecuencia no parezca demostrable más que por la evidencia misma, de modificar la densidad, o la calidad, de la oscuridad que percibes; la segunda es que la superficie de este espacio no es regular en absoluto, o, más exactamente, que la distribución, el reparto de la oscuridad no se efectúa de manera homogénea: la zona superior es manifiestamente más oscura, la zona inferior, que te parece la más cercana, aunque a estas alturas, evidentemente, las nociones de cercano y lejano, arriba y abajo, delante y detrás, han dejado de ser muy precisas, es, por un lado, mucho más gris, es decir, no mucho más neutra como lo crees al principio, sino sorprendentemente mucho más blanca, y por otro lado contiene, o sostiene, uno, dos, o más tipos de bolsas, de cápsulas, algo así como la idea que tienes de una glándula lacrimal, por ejemplo, con bordes finos y ciliados, dentro de los cuales tiemblan, se agitan, se retuercen relámpagos muy muy blancos, algunos muy delgados, como estrías muy finas, algunos mucho más gruesos, casi gordos, como gusanos. Estos relámpagos, aunque el término relámpago resulte absolutamente impropio, poseen la curiosa virtud de no poder ser observados. En cuanto fijas demasiado tu atención en ellos, y es casi imposible no hacerlo, pues al fin y al cabo bailan ante ti y el resto apenas existe, de hecho no hay nada verdaderamente visible aparte del eje de tus cejas y de ese espacio tan vago de dos dimensiones más o menos perceptible en el cual la oscuridad se extiende de manera irregular, pero en cuanto los miras, a pesar de que, por supuesto, esta palabra no significa ya nada, en cuanto intentas, por ejemplo, asegurarte aunque sea un poco de su forma, o de su sustancia, o de un detalle, inevitablemente terminas, con los ojos abiertos, frente a la ventana, rectángulo opaco que vuelve a ser cuadrado, a pesar de que esa o esas bolsas no se le parezcan en nada. Pero éstas reaparecen, y con ellas el espacio más o menos inclinado que se articula sobre tus cejas, poco después de que vuelvas a cerrar los ojos, y, aparentemente, no han cambiado desde la última vez. Sin embargo, no puedes estar completamente seguro de este último punto puesto que, al cabo de un tiempo difícilmente calculable, y aunque nada te permita aún afirmar que hayan desaparecido realmente, puedes comprobar que han palidecido de forma considerable. Se te presenta ahora una especie de grisalla a rayas, que sigue perteneciendo a ese mismo espacio que prolonga más o menos tus cejas, pero, podría decirse, deformado hasta el punto de encontrarse constantemente desplazado hacia la izquierda; puedes mirarlo, explorarlo, sin alterar el conjunto, sin provocar un despertar inmediato, pero eso carece totalmente de interés. Ahora sucede algo a tu derecha, en este caso se trata de una tabla, más o menos detrás, más o menos arriba, más o menos a la derecha. La tabla, evidentemente, no se ve. Solamente sabes que es dura, a pesar de que no te encuentres sobre ella, y precisamente porque te hallas sobre algo muy blando que es tu propio cuerpo. Se produce entonces un fenómeno realmente asombroso: al principio hay tres espacios que nada te permitiría confundir, tu cuerpo-cama, que es blando, horizontal, y blanco, después la línea de tus cejas, que domina un espacio gris, mediocre, oblicuo, y por último, la tabla, que se mantiene inmóvil y muy dura por encima, paralela a ti y quizá accesible. Resulta claro, aunque esto sea lo único que siga siendo claro, que si trepas sobre la tabla, dormirás, que la tabla es el sueño. El principio de la operación es de lo más simple, aunque todo te indica que te hará falta mucho tiempo: habría que reducir la cama y el cuerpo, hasta que no fueran más que un punto, una canica, o bien, lo que es lo mismo, habría que condensar toda la flaccidez del cuerpo, concentrarla en un solo lugar, por ejemplo en algo así como una vértebra lumbar. Pero el cuerpo, en este momento, ya no presenta en absoluto la bella unidad de hace un rato, de hecho, se dispersa en todas las direcciones. Intentas traer hacia el centro un dedo del pie, o el pulgar, o un muslo, pero entonces, cada vez, olvidas una regla: y es que nunca debes perder de vista la dureza de la tabla, que había que proceder con astucia, conducir tu cuerpo sin que éste sospeche absolutamente nada, sin que tú mismo lo sepas con certeza, pero es ya demasiado tarde, cada vez desde hace mucho tiempo es ya demasiado tarde y, curiosa consecuencia, la línea de tus cejas se rompe en dos y en el centro, entre tus dos ojos, como si el eje hubiera sostenido todo el conjunto, como si toda la fuerza de ese eje se concentrase en ese punto, te llega de golpe un dolor preciso, sin lugar a dudas consciente y en el que reconoces inmediatamente la más banal de las jaquecas.
1967
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