Los juncos, las hierbas de la orilla, las pequeñas matas de los sauces y los árboles grandes vieron llegar también aquel domingo de septiembre al señor mayor vestido de blanco.
Muchos años antes –sólo los troncos más viejos lo recuerdan vagamente– un desconocido había empezado a pescar en aquel remanso solitario de aguas quietas y profundas. Cuando hacía buen tiempo, todas las fiestas regresaba puntualmente.
Un día había dejado de venir solo; con él estaba un niño que jugaba entre las plantas y tenía una vocecita clara. Lentamente habían pasado los años: el señor cada vez más fatigado, el chico cada vez más grande. Y al final, un domingo de primavera, el viejo no apareció más. Llegó únicamente el mozo, que se puso a pescar, solo.
Luego el tiempo siguió consumiéndose. El mozo, que volvía de cuando en cuando, perdió aquella su voz límpida, también él comenzó a envejecer. Pero también él un día regresó acompañado.
Una larga historia a la que todo el bosque es aficionado. El segundo chico se hizo mayor y su padre no se dejó ver más. Todo esto, sin embargo, se ha confundido en la memoria de las plantas. Hace algunos años que los pescadores vuelven a ser dos. También el mes pasado, con el señor vestido de blanco vino el niño, que se sentó con su pequeña caña y empezó a pescar.
Las plantas los vuelven a ver con gusto, los esperan incluso toda la semana, en aquel gran aburrimiento del río. Se distraen observándolos; oyendo las cosas que dice el niño, su voz fina que resuena tan bien entre las hojas; viéndolos inmóviles a los dos, sentados en la orilla, tranquilos como el río que se remansa mientras por encima pasan las nubes.
Algún insecto volador ha contado que padre e hijo viven en una gran casa en la colina cercana. Pero el bosque no sabe quiénes son con exactitud. Lo que sí sabe es que todas las cosas tienen su conclusión, que tarde o temprano también el señor anciano no podrá volver más y que dejará venir al mozo solo.
Hoy también, a la hora acostumbrada, se ha oído el rumor de las hojas moviéndose. Se ha oído un paso aproximándose. Pero el señor ha aparecido solo, un poco encorvado, un poco magro y cansado. Se ha dirigido a la pequeña cabaña medio escondida entre la maleza donde se guardan desde tiempo inmemorial los aparejos de pesca. Esta vez el señor se demora más de lo acostumbrado a revolver entre las viejas cosas en la caseta silenciosa.
Ahora todo está inmóvil y quieto; la campana de la iglesia cercana ha dejado de sonar. El pescador se ha quitado la chaqueta. Sentado al pie de un chopo, sujetando su caña, dejando tendido el sedal en el agua, forma una mancha blanca entre el verde. En el cielo hay dos grandes nubes, una como hocico de perro, la otra con forma de botella.
El bosque está ansioso porque el niño no viene. Las otras veces las plantas acuáticas se agitaban a propósito para ahuyentar a los peces y enviárselos al pequeño pescador. Resulta más bien irritante ese hombre solo con esa cara demacrada y pálida. Pero aunque los peces no acudan, el señor no se enfada. Sujetando en alto la caña, mira en derredor con lentitud.
Las cañas de la orilla del río atienden ahora a una gruesa viga cuadrada. Se ha quedado atascada entre las hierbas y aprovecha para contar una historia; explica que pertenecía a un puente, que se cansó de aquel trabajo, que cedió por la rabia que le tenía al peso, haciendo venirse todo abajo. Las cañas la escuchan, luego murmuran algo entre ellas, extienden en torno un rumor que se propaga por el prado hasta las ramas de los árboles y se difunde con el viento.
Ahora el pescador alza la cabeza, mira en derredor como si también él hubiera oído. De la cercana cabaña llegan dos o tres golpecitos secos de origen misterioso. Dentro de ella se ha quedado encerrada una vieja mosca. Se ha despistado y da vueltas, vacilante, por la estancia. De cuando en cuando se para y se queda escuchando. Sus compañeras han desaparecido. Quién sabe dónde habrán ido. Extraña, esta atmósfera pesada.
La mosca no se da cuenta de que es otoño, golpea aquí y allá. Se oyen los pequeños choques de su cuerpo gordo que tropieza contra el ventanuco. Al fin y al cabo, no hay ninguna razón para que las otras se hayan ido. A través de los cristales se alcanza a ver una nube de tormenta.
El señor ha encendido un cigarro. De cuando en cuando sale de las ramas hacia arriba una bocanada de humo azul. El niño no vendrá ya, la tarde está demasiado avanzada. La mosca ha conseguido huir de la cabaña por fin. El sol ha desaparecido entre las nubes. Hace poco, el viento ha empujado la viga, la ha apartado de las cañas, abandonándola a las aguas libres. La historia ha quedado interrumpida. El madero se aleja, condenado a pudrirse en el mar.
La tormenta se forma, pero el pescador no se ha movido, siempre inmóvil, con la espalda apoyada en el tronco. Del cigarro, que se ha dejado caer encendido sobre el prado, se escapa el humo que el viento desgarra. Las nubes que se han vuelto negras dejan caer un poco de lluvia. Aquí y allá, en el agua se forman círculos nítidos que se van haciendo mayores. En la cabaña cercana se repiten con más insistencia los golpes inexplicables. Quién sabe por qué el señor no se va. Una gota ha dado justamente en la brasa del cigarro y lo ha apagado con un sutil rumor.
De una grieta del cielo, a poniente, llega una luz fría y blanca de emboscadas. El viento azota los árboles, arranca de ellos una voz fuerte; mueve también la chaqueta blanca colgada de una rama. Ahora los árboles grandes, las pequeñas matas de los sauces, las hierbas de la orilla y las plantas acuáticas comienzan a comprender. Parece que el pescador se haya dormido, pese a que desde el final del horizonte los truenos se aproximan. Su cabeza está inclinada hacia delante, su barbilla presiona contra su pecho.
Las hierbas sumergidas en el agua se agitan entonces para ahuyentar los peces y enviarlos, como las otras veces, hacia el sedal, pero la caña del pescador, ya no sujeta, ahora ha descendido lentamente; su punta está sumergida en el agua. Al dar contra ella, la plácida corriente se encrespa apenas.
en Sesenta relatos, 1958
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