jueves, enero 27, 2011

“El genio”, de H. P. Blavatsky






¡Genio! ¡Tú, don del Cielo, tú, luz divina!
En medio de qué peligros estás condenado a brillar.
Frecuentemente la debilidad del cuerpo
refrenará tu fuerza,
frecuentemente ahogará tu vigor e impedirá tu curso;
y los nervios temblorosos te fuerzan a refrenar
tus más nobles esfuerzos de luchar con dolor
¡La Miseria, triste huésped!

Crabbe



De entre los muchos problemas hasta ahora no resueltos en el Misterio de la Mente resalta de manera destacada la cuestión del Genio. ¿De dónde viene y qué es el genio, cuál es su raison d´être, cuáles las causas de su excesiva rareza? ¿Es de veras un “don del Cielo”? Y si es así, ¿por qué tales dones para unos, siendo la torpeza intelectual o incluso la idiotez el hado de otros? El considerar la aparición de hombres y mujeres de genio como un mero accidente, como un premio de la ciega suerte o dependiendo de causas exclusiva mente físicas, es concebible sólo para un materialista. Como certeramente dice un autor, sólo queda entonces esta alternativa: estar de acuerdo con el creyente en la existencia de un dios personal “para referir la aparición de todo individuo singular a un acto especial de la voluntad divina y de la energía creadora», o “reconocer en toda la sucesión de tales individuos un gran acto de alguna voluntad, expresado en una eterna ley inviolable”.

El genio, como Coleridge lo definió, es desde luego, –según todos los indicios externos–, “la facultad de crecimiento”; sin embargo para la intuición interna del hombre la cuestión es: si es el genio –una aptitud anormal de la mente– el que se desarrolla y crece, o es el cerebro físico, su vehículo, el que a través de algún proceso misterioso se hace más apto para recibir y manifestar desde dentro hacia el exterior la naturaleza innata y divina del alma superior del hombre. Acaso los filósofos de la Antigüedad, en su sabiduría no sofisticada, estaban más cerca de la verdad que nuestros modernos sabiondos, cuando dotaron al hombre de una deidad tutelar, un Espíritu al que llamaban genius. La substancia, por no decir la esencia –observa la diferencia, lector– de esa entidad y la presencia de ambas, se manifiesta según el organismo de la persona con la que comunica. Como dice Shakespeare, lo que percibimos de la “substancia” del genio de los grandes hombres “no está aquí”:

Porque lo que ves no es sino la parte más pequeña…
Pero si estuviera toda su figura aquí,
Seria de una altura tan espaciosa y encumbrada
Que tu techo no sería suficiente para contenerla.

Esto es precisamente lo que enseña la Filosofía Esotérica. La llama del genio no es encendida por ninguna mano antropomórfica, excepto la del propio Espíritu de uno. Es la naturaleza misma de la Entidad Espiritual, de nuestro Ego, la que sigue tejiendo nuevas tramas de vidas en la tela de reencarnaciones sobre el telar del tiempo, desde los inicios hasta el final del gran Ciclo de Vida [1]. Esta es la naturaleza que se impone, más fuerte que la de la personalidad en el hombre común; de modo que lo que llamamos «manifestaciones de la genialidad» en una persona, son sólo los esfuerzos más o menos exitosos de ese Ego para hacerse valer en el plano exterior de su forma objetiva –el hombre de barro–, en la prosaica vida diaria de este último. Los EGOS de un Newton, Esquilo o Shakespeare son de la misma esencia y substancia que los de un palurdo, ignorante, loco o inclusive idiota; y la autoafirmación de sus genius informantes (espíritus tutelares) depende de la construcción fisiológica y material del hombre físico. Ningún Ego difiere de otro en cuanto a su primordial u original esencia y naturaleza. Lo que hace de un mortal un gran hombre y de otro una persona vulgar y tonta es, según se dice, la calidad y naturaleza de su cascarón y envoltura física, y la capacidad o incapacidad del cerebro y del cuerpo de transmitir y dar expresión a la luz del hombre interno, real; y esta aptitud o inaptitud es, a su vez, resultante del Karma. O, usando otro símil, el hombre físico es el instrumento musical y el Ego, el artista ejecutante. La potencialidad de la perfecta melodía del sonido está en el primero –el instrumento–, y ninguna habilidad del último puede despertar una armonía impecable en un instrumento roto o mal hecho. Esta armonía depende de la fidelidad de transmisión al plano objetivo, del inexpresado pensamiento divino que se encuentra en las mismas profundidades de la naturaleza subjetiva o interna del hombre, mediante palabra o acto. Siguiendo nuestro ejemplo, el hombre físico puede ser, un inapreciable Stradivarius, un violín barato y agrietado, o nuevamente una mediocridad entre ambos, en las manos de un Paganini que lo “anima”.

Todas las naciones antiguas sabían esto. Pero aunque todas tenían sus Misterios y sus Hierofantes, no a todos podía enseñarse por igual la gran doctrina metafísica; y mientras unos pocos elegidos [2] recibían tales verdades en su iniciación, a las masas sólo se les permitía acercarse a éstas con la mayor cautela, dentro de los límites –siempre lo más lejanos posible–. “Del DIVINO TODO procedió Amun, la Divina Sabiduría… no la des a los indignos”, dice un Libro de Hermes. San Pablo, el “sabio Maestro Constructor” [3], no hace más que imitar a Thot–Hermes cuando dice a los Corintios: “Nosotros decimos la Sabiduría entre los que son perfectos (los iniciados)… hablamos sabiduría divina en MISTERIO, la Sabiduría oculta” [4].

A pesar de ello, todavía en nuestros días se acusa a los antiguos de blasfemia y de fetichismo, por su “culto a los héroes”. ¡Pero han profundizado los historiadores modernos alguna vez en la causa de tal “adoración”! Creemos que no. De otra manera ellos serían los primeros en darse cuenta de que lo que era “adorado”, o, más bien, a lo que se rendía honores no era ni al hombre de barro ni a la personalidad –el “héroe” o “santo fulano de tal”, que aún prevalece en la Iglesia de Roma, una iglesia que beatifica el cuerpo más que el alma–, sino al Espíritu divino prisionero, al “dios” exiliado dentro de esa personalidad. ¿Quién en el mundo profano sabe que incluso la mayoría de los magistrados (Arcontes de Atenas, mal traducidos en la Biblia como “príncipes”) –cuya tarea oficial era preparar la ciudad para tales procesiones–, ignoraba el verdadero significado del “culto” alegado?

Ciertamente tenía razón San Pablo al declarar que “Nosotros decimos Sabiduría… no la sabiduría de este mundo… que ninguno de los Arcontes de este mundo (profano) conocía, sino la sabiduría oculta de los MISTERIOS.” Pues como de nuevo da a entender la Epístola del Apóstol, el lenguaje de los iniciados y sus secretos no los conoce ningún profano [5], ni aún un “Arconte” o gobernante fuera del templo (lugar) de los sagrados misterios; nadie “salvo el Espíritu del hombre (el Ego) que está en él” [6].

Si se hubieran traducido los capítulos II y III de la I Epístola a los Corintios con el espíritu en que estaban escritos –incluso su letra muerta está ahora desfigurada–, el mundo podría percibir asombrosas revelaciones. Entre otras cosas habría una clave para los hasta ahora inexplicables ritos del antiguo Paganismo, uno de los cuales es el misterio de este mismo culto a los Héroes. Y mostraría que si las calles de la ciudad que honraba a uno de tales hombres estaban llenas de rosas esparcidas para el paso del héroe de ese día; si todos los ciudadanos estaban llamados a inclinarse reverentemente ante aquel que era tan festejado; y si el sacerdote y el poeta rivalizaban entre sí en su celo por inmortalizar el nombre del héroe después de su muerte… La filosofía oculta nos dice la razón de ello.

“Contempla”, dice ésta, “en toda manifestación del genio –cuando está combinado con la virtud–” en el guerrero o en el bardo, en el gran pintor, artista, estadista u hombre de ciencia, que lo eleva por encima de las cabezas del vulgo en manada, “la innegable presencia del exiliado celeste, el divino Ego cuyo carcelero eres tú, ¡oh hombre de materia!” Así, lo que denominamos deificación se aplica al Dios inmortal que está dentro, no a las paredes muertas o tabernáculo humano que lo contiene. Y esto fue hecho en reconocimiento tácito y silencioso de los esfuerzos realizados por el divino cautivo que, aún bajo las más adversas circunstancias de encarnación, logró manifestarse.

El Ocultismo por tanto, no enseña nada nuevo al afirmar el axioma filosófico arriba mencionado. Tratando con más extensión el amplio tópico metafísico, sólo le da un último toque explicando ciertos detalles. Enseña, por ejemplo, que la presencia en el hombre de varios poderes creativos –llamados genios en general–, no es debida a ninguna suerte ciega, a ninguna cualidad innata a través de tendencias hereditarias, –aunque lo que se conoce por atavismo puede frecuentemente intensificar estas facultades–, sino a una acumulación de “antecedentes experienciales” individuales del Ego en su vida (y vidas) precedentes. Pues, aunque omnisciente en esencia y por naturaleza, aún necesita experimentar a través de sus personalidades las cosas de la tierra, terrestres en plano objetivo, para poner en vigor por medio de ellas la realización de esa omnisciencia abstracta. Y añade nuestra filosofía que el cultivo de ciertas aptitudes a través de una larga serie de encarnaciones pasadas, debe culminar finalmente en alguna vida, en un florecer perenne como genio, en una u otra dirección.

Por ello, los grandes Genios, si son verdaderos e innatos y no meramente una expansión anormal de nuestro intelecto humano, nunca pueden copiar o rebajarse a imitar, sino que siempre serán originales, sui generis en sus impulsos creativos y realizaciones. Como esos lirios gigantes de la India que brotan súbitamente, acunados por las nubes, en las grietas y fisuras de las desnudas rocas de las altas mesetas en los montes Nilgiri, así también el verdadero Genio necesita solamente una oportunidad para mostrarse en la existencia y florecer a la vista de todos en el suelo más árido, pues su estampa es siempre inconfundible. Usando un dicho popular, el genio innato al igual que los crímenes, saldrá a la luz tarde o temprano y cuanto más se haya querido suprimir u ocultar, mayor será el torrente de luz arrojado por su súbita irrupción. Por otra parte, el genio artificial, tantas veces confundido con el anterior y que en realidad no es más que el resultado de prolongados estudios y preparación, nunca será, por decirlo así, más que la llama de la lámpara encendida fuera del portal del templo; puede lanzar una larga estela de luz de una parte a otra de la carretera, pero deja el interior del edificio a oscuras. Y como toda facultad y propiedad en la Naturaleza es dual –esto es, puede hacerse que sirva a dos fines, tanto a uno bueno como a otro malo–, de este modo se delatará el genio artificial a sí mismo. Nacido del caos de las sensaciones terrenales, de las facultades perceptivas y retentivas, todavía de memoria finita, siempre será esclavo de su cuerpo; y ese cuerpo, debido a su inconstancia y a la tendencia natural de la materia hacia la confusión, llevará incluso a los considerados “grandes genios” de regreso a su propio elemento primordial, que es el caos, el mal, o la Tierra.

Así, entre el genio verdadero y el artificial, uno nacido de la luz del Ego inmortal, el otro de los efímeros fuegos fatuos del intelecto terrestre o puramente humano y del alma animal, media un abismo, sólo salvable para quien aspira ir siempre hacia adelante; quien nunca pierde de vista, aun en las profundidades de la materia, esa estrella guía del Alma Divina y de la Mente, lo que llamamos Buddhi–Manas. Este último no requiere, al contrario que el primero, cultivarse. Las palabras del poeta afirman que la lámpara del genio:

Si no es protegida, podada y alimentada con cuidado
Pronto muere, o llega a derrocharse con vacilante luz.


Estas palabras pueden aplicarse solamente al genio artificial, resultante de la cultura y de una agudeza puramente intelectual. No es la luz directa de los Mânasaputras, los Hijos de la Sabiduría, pues el verdadero “Genius”, alumbrado por la llama de nuestra naturaleza superior o Ego, no puede morir. Es por ello que es tan sumamente raro. Lavater calculó que “la proporción de genios (en general) respecto a hombres ordinarios es de uno por un millón; pero para genios sin tiranía, sin presunción, que juzgan al débil con equidad, al superior con humanidad, y a los iguales con justicia, esa proporción es de uno entre diez millones.” Esto verdaderamente es interesante, aunque no demasiado lisonjero para la naturaleza humana si por “genio”, entendía Lavater sólo la clase más alta del intelecto humano, desarrollado por el cultivo, “protegido, podado y alimentado”, y no el genio del que hablamos nosotros. Además tal genio es siempre capaz de conducir hasta los extremos del infortunio o del bienestar, a aquel a través de quién se manifiesta esta luz artificial de la mente terrestre. Al igual que los genios (deidades, espíritus tutelares) buenos y malos de los antiguos, con quienes comparte tan apropiadamente el nombre, el genio humano coge a su desvalido poseedor de la mano y le conduce un día a los pináculos de la fama, la fortuna y la gloria, para sumergirle al día siguiente en un abismo de deshonra, desesperación y frecuentemente de crimen.

Pero, de acuerdo con el gran fisonomista, en este mundo hay más genios de este último tipo, ya que, como enseña el Ocultismo, es más fácil para la personalidad, con sus agudos sentidos físicos y tatwas [7], tender hacia el cuaternario inferior que remontarse a su tríada; la filosofía moderna, no sabe nada de su más elevada forma espiritual, “uno por cada diez millones”, aunque es bastante entendida en conformar genios inferiores. Así es natural que confundiendo uno con otro se hayan equivocado los mejores escritores modernos al definir el verdadero genio. Como consecuencia, oímos y leemos continuamente muchas cosas que a los ocultistas les parecen bastante paradójicas. “El genio necesita cultivarse”, dice uno; “el genio es vano y autosuficiente”, dice otro; mientras un tercero seguirá definiendo la luz divina no más que para empequeñecerla en el lecho de Procusto de su propia estrechez intelectual de miras. Hablará de la gran excentricidad de los genios, emparentándola como norma general con una “constitución inflamable”, aun lo mostrará como “¡presa de cualquier pasión, pero rara vez de inclinaciones delicadas!” (Lord Kaimes). Es inútil discutir con estos, o decirles que los genios originales y grandes apagan los más deslumbrantes rayos de intelectualidad humana como el sol apaga la luz de una llama de fuego en un campo abierto; que nunca es excéntrico; aunque siempre sui generis; y que ningún hombre dotado de verdadero genio puede jamás abandonarse a sus pasiones físicas animales. En la opinión de un humilde ocultista sólo un gran carácter altruista como el de Buddha o el de Jesús, y el de sus pocos imitadores fieles, pueden ser considerados en nuestro ciclo histórico como GENIOS completamente desarrollados.

De ahí que el verdadero genio tenga pocas posibilidades de recibir su reconocimiento en nuestra era de convencionalismos, hipocresía y contemporización. A medida que el mundo aumenta en civilización se expande su fiero egoísmo, y apedrea a sus verdaderos profetas y genios en beneficio de sus sombras remedadas. Sólo las agitadas masas de millones de ignorantes, el gran corazón de la gente, son capaces de sentir intuitivamente a una verdadera “gran alma” llena de amor divino por la humanidad, de compasión divina por el hombre sufriente. De aquí que sólo el pueblo llano es aún capaz de reconocer al genio, como que sin tales cualidades ningún hombre tiene derecho a ese nombre. Ningún genio puede encontrarse ahora en la Iglesia o el Estado y eso lo prueba su propia confesión. Parece que hubiese pasado mucho tiempo desde que en el siglo XIII el “Doctor Angélico” [8] desairó al Papa Inocencio IV, quien haciendo alarde de los millones obtenidos por la venta de absoluciones e indulgencias, hizo a Santo Tomás de Aquino la siguiente observación “¡la era en que la Iglesia decía: 'Plata y oro no tengo', ha pasado!” “Cierto,” fue la rápida contestación; “pero también ha pasado la era en que podía decir a un paralítico, ¡Levántate y anda!” Y sin embargo, desde aquel tiempo y desde mucho, mucho antes hasta nuestro días no ha cesado en ningún instante la crucifixión de su Maestro ideal por la Iglesia y el Estado. Mientras cada Estado cristiano rompe con sus leyes y costumbres, con todo mandamiento dado en el Sermón de la Montaña, la Iglesia cristiana se justifica y aprueba esto a través de sus propios obispos que desesperadamente proclaman: “Un Estado cristiano sobre principios cristianos es imposible” [9]. De ahí que no sea posible un modo de vida semejante al de Cristo (o Buddha) en los Estados civilizados.

El ocultista, entonces, para quien “el verdadero genio es sinónimo de mente auto–existente e infinita”, reflejado más o menos fielmente por el hombre, no encuentra en las definiciones modernas del término nada que se aproxime a lo correcto. Por su parte, los modernos seguramente recibirán con irrisión la interpretación esotérica. La misma idea de que cada hombre con un “alma” dentro de sí es el vehículo de un genio, parecerá supremamente absurda aun para los creyentes, mientras que los materialistas se pondrán a malas con ella llamándola “crasa superstición”. Por lo que se refiere al sentimiento popular –el único aproximadamente correcto ya que es puramente intuicional (no intelectualizado)– ni será tenido en cuenta. El mismo epíteto elástico y cómodo de “superstición” será usado, una vez más, para explicar por qué no ha habido nunca aún un genio universalmente reconocido –tanto de un tipo como de otro– sin una cierta cantidad de cuentos y leyendas misteriosas, fantásticas y, frecuentemente extraordinarias relacionadas con ese carácter tan único, acompañándolo en su vida y aun sobreviviéndole. Con todo, son sólo los no sofisticados, las denominadas masas “ignorantes”, los que –justamente a causa de esa falta de razonamiento sofisticado– cada vez que toman contacto con un carácter anormal, fuera de lo común, sienten que hay en él algo más que el mero hombre mortal de carne y atributos intelectuales. Y sintiéndose ellos mismos en presencia de lo que en la inmensa mayoría está siempre oculto, de algo incomprensible para sus mentalidades prosaicas, experimentan el mismo temor reverencial que las masas populares sintieron antiguamente cuando su fantasía, muchas veces más infalible que la razón cultivada, hizo dioses de sus héroes, enseñando:

Al débil a inclinarse, al orgulloso a rezar
a los poderes nunca vistos y más poderosos que ellos…

Esto ahora se llama superstición… ¿Pero qué es superstición? Es cierto que tenemos miedo de aquello que no nos podemos explicar claramente. Como niños a oscuras, tanto los cultos como los ignorantes, somos todos propensos a poblar esa oscuridad con fantasmas de nuestra propia creación; pero esos “fantasmas” no prueban de ningún modo, que esa “oscuridad” –que es sólo otra forma de denominar lo “invisible” y “oculto”– está realmente vacía de cualquier presencia salvo la nuestra propia. De manera que si en su forma exagerada es la “superstición” un extraño íncubo [10], como una creencia en las cosas “más arriba y más allá” de nuestros sentidos físicos, no obstante es también un modesto reconocimiento de que hay cosas en el Universo, y alrededor nuestro, de las que no sabemos nada. Bajo este sentido no se convierte la “superstición” en un sentimiento irrazonable, mitad asombro, mitad pavor, mezclado con la admiración y la reverencia, o con el miedo, según los dictados de nuestra intuición. Y esto es mucho más razonable que repetir con los sabiondos demasiado doctos: que no hay nada, “nada en absoluto en esa oscuridad”, ni puede haber nada allí ya que ellos no han acertado a percibirlo.

¡Eppur si muove! Donde hay humo, ahí debe haber fuego; donde hay vapor húmedo allí debe haber agua. Nuestra reclamación descansa sobre una verdad axiomática eterna: nihil sine causa. El genio y el sufrimiento inmerecido son prueba del Ego inmortal y de la Reencarnación en nuestro mundo. Por lo demás, es decir, por lo que se refiere a las calumnias y burlas con las que se encuentran tales doctrinas esotéricas, Fielding –también una suerte de genio, a su manera–, dio cuenta de nuestra respuesta un siglo antes. Nunca pronunció una verdad mayor que el día en que escribió que “Si la superstición hace del hombre un tonto, el ESCEPTICISMO LO CONVIERTE EN UN LOCO”.





Notas

[1] El período de un Manvantara completo, que comprende 4.320.000.000 de años solares.
[2] Los que ya habían alcanzado el nivel evolutivo necesario para “entender”, y eran conscientes de ello.
[3] Un término absolutamente teúrgico, masónico y oculto. Usándolo, Pablo se declara a sí mismo como Iniciado, teniendo el derecho de iniciar a otros. Primera Epístola del Apóstol San Pablo a los Corintios III, 10.
[4] Ibídem II, 6–8.
[5] Fanum, lugar sagrado. Pro–fanum (profano), fuera del lugar sagrado.
[6] Primera Epístola del Apóstol San Pablo a los Corintios II, 11.
[7] “Aquello” eternamente existente, los diferentes principios de la Naturaleza, en su significado oculto. Ver Glosario Teosófico.
[8] Nombre con el que era denominado Santo Tomás de Aquino, y Escuela Angélica, la que seguían sus discípulos o tomistas. Ver José Ferrater Mora, Diccionario de Filosofía, tomo IV, Alianza Editorial. Madrid, 1981, página 3271.
[9] Ver “Going to an Fro”, primer artículo (Lucifer, nov. 1889).
[10] Dícese del espíritu, diablo o demonio que, según la opinión vulgar, tiene comercio carnal con una mujer, bajo la apariencia de varón.





en Revista Lucifer, noviembre 1889















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