La pagoda se abalanza
             como un ser viviente;
Emerge solitaria alzando
             su cumbrera hasta
             los Palacios Celestes.
Al ascender a ella, se deja atrás
             el mundo entero.
Las gradas se enroscan hacia
             lo alto, hasta perderse
             en el vacío.
Su sorprendente altura intimida
             esta divina tierra
Dominando la campiña circundante
             como obra de mano no humana.
Los cuatro ángulos del alero
             ocultan el sol blanquecino.
Sus siete pisos rozan
             el azul del cielo.
Miro abajo, y observo las aves
             que ascienden;
Me inclino, y escucho
             el silbido del viento.
Los cerros se deslizan a mis pies
             unos tras otros cual
             agitadas olas que
Marcharan juntas
             reverenciando a Oriente.
Abajo, verdes algarrobos se alinean
             a orillas del camino real.
¡Con cuánta gracia resuena
             en las casas de campo
             el tintineo de los ornamentos!
Colores otoñales procedentes
             del Oeste llenan los
Estrechos pasos con su gloria
Las cinco tumbas imperiales
             sobre la planicie norteña
Parecen confusas manchitas verdes
             en medio de cerros inmemoriales.
Tuve conciencia de la
             filosofía del reposo;
Siempre he confiado
             en el hado benévolo.
Colgaré aquí mi gorro de funcionario
             y me alejaré del mundo
Y por la senda de la Iluminación
             hallaré el contento sin fin.
en Poetas chinos de la dinastía T’ang, 1961
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